Una biblioteca menos en Cartagena


La desaparición de una biblioteca será siempre una noticia triste, aún más en una ciudad como Cartagena, donde las bibliotecas no abundan y las que hay son pequeñas y propietarias de colecciones más bien modestas. Por eso, cuando hace un par de meses caminé por la calle San Agustín Chiquita y me topé con el portón cerrado de la Casa de Bolívar, no pude más que lamentarlo. Allí había funcionado hasta entonces la sede de la biblioteca Bartolomé Calvo dedicada exclusivamente a la literatura.

Tuve la esperanza de que el cierre fuera temporal, que se debiera a algún tipo de mantenimiento. Sin embargo, al consultar, corroboré la noticia que temía: La biblioteca no funcionará más allí y los libros fueron trasladados a la sede principal de la Bartolomé en la calle de la Inquisición.

Una biblioteca menos en Cartagena es una pésima noticia, se trata de un recinto menos para los libros en una ciudad donde para contar las librerías alcanzan y sobran los dedos de una mano.

La Casa de Bolívar seguirá funcionando como centro de eventos, pero ya no habrá libros, ya no será una biblioteca. Aunque el Banco de la República diga que no pasa nada, que los libros simplemente fueron cambiados de lugar, no disminuye la tragedia. Una casa que hasta entonces estuviera consagrada al mejor de los destinos, albergar cientos de libros y no de cualquier clase, ¡literatura!, ahora será usada para otro propósito. No importa cual, comparado con el que tenía, será siempre un destino menos noble.

Esa biblioteca en particular resultaba significativa en la historia de la literatura cartagenera, allí se formaron generaciones de lectores y también de escritores. Allí acudían quienes además de amar la prosa y los versos, tenían la pretensión de escribirlos. Muchos consideraban que en un lugar como aquella casa, en la que sólo habitaba la literatura, podían encontrar el secreto para escribir las palabras que soñaban.

Incluso cuando el aire acondicionado se averiaba y pasaban meses hasta que volviera a funcionar, allí estaban, cada día, lectores y aspirantes a escritores, metidos en aquel salón, al calor de los libros, la humedad y una luz amarillenta que les hacía parecer una eterna fotografía en sepia.

La sala no era grande y no había demasiados libros, pero los que había eran enormes, ¡clásicos! y eso hacía que aquel pequeño salón pareciera un espacio infinito.

Pasarán años antes de que puedan lavar en aquella casa el olor a humedad que dejaron los libros. Les costará borrar las huellas en las paredes que dejaron los estantes en los que vivían los cuentos completos de Julio Cortázar, Opio en la Nubes de Rafael Chaparro Madiedo, una hermosísima versión ilustrada de Salomé de Oscar Wilde, todo Kafka, todo Dostoievski, la poesía de Raúl Goméz Jattin, Jorge García Usta, Luís Carlos López y Héctor Rojas Herazo, entre muchos otros.

En lugar de prescindir de esta sede alterna, la biblioteca Bartolomé Calvo ha debido comprar la manzana entera para llenarla de más libros y que Cartagena pudiera jactarse de tener la biblioteca más grande del país, y por qué no, de Latinoamérica. No obstante, se prefirió llevar la literatura a la sede principal, una que hace años se quedó pequeña para ser la biblioteca más grande de una ciudad de casi un millón de habitantes.

Luego de echar un vistazo al catálogo de la Bartolomé, en busca de aquellos libros que eran los tesoros de la Casa de Bolívar, fue fácil notar que muchos fueron a dar a bibliotecas del Banco de la República de otras ciudades. Libros que ya no estarán al fácil alcance de los cartageneros y cuyos secretos ya no serán descifrados en aquella casa de patio con palmeras, en las que si uno guardaba silencio suficiente, podía escuchar las olas del mar.

“Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca”, dijo alguna vez Borges. Cualquiera que sienta un mínimo afecto por los libros, sabe de qué habla el argentino. Quizá si en las ciudades de hoy en día hubiera más bibliotecas que centros comerciales, y las personas se congregaran más en estos recintos de lectura que en aquellas iglesias del comercio, las ciudades serían lugares más felices.

Con la clausura de la sede de literatura de la Bartolomé Calvo, Cartagena se aleja aún más de la posibilidad de llegar a ese paraíso de libros soñado por Borges. Un espacio menos para los libros y la lectura en una ciudad que necesita con urgencia multiplicarlos.

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