Los miedos de un pequeño violinista


Por: Ignacio Vélez Pareja

Yo tenía como 6 o 7 años cuando llegó el tocadiscos a Colombia. Era una especie de caja grande con radio de un lado, tocadiscos del otro, parlantes abajo y un espacio para guardar los LP. Mi padre fue a un lugar donde los vendían y le pidió a la encargada que le aconsejara sobre la mejor música que debía comprar, porque sabía muy poco de música clásica y universal. Ya en la casa, comenzaron a sonar esos LP repetidamente hasta que pudo identificar a los compositores más conocidos: Beethoven, 
Tchaikovski, Grieg, Mozart, etc. Después de eso, decidió que sus dos hijos mayores debían aprender a tocar algún instrumento musical. Le dije que me gustaría aprender guitarra. Contestó categóricamente que no, porque podría convertirme en un bohemio con todo lo que eso conllevaba (licor, cigarrillo, etc.). Sentenció, apoyado por mi abuelo, que lo mejor era que aprendiera violín. A los pocos días fuimos a 
Barranquilla y en un lugar llamado Casa Conti propiedad de un italiano, mi abuelo me regaló un violín.¡Nada que hacer! Tenía que ir al Conservatorio.

Asistía al Colegio de La Salle dirigido por los Hermanos Cristianos, situado en la Calle de la Factoría en la Ciudad Vieja de Cartagena de Indias. El Conservatorio me quedaba cerca, como a 4 cuadras, en la Calle del Coliseo. Estaba ubicado en una casona muy antigua donde se dice que se levantó la primera catedral de la ciudad en el siglo XVI. Mi padre también tenía su oficina relativamente cerca. Las clases en el colegio terminaban a las 4:30 pm y yo solía llegar al Conservatorio a las 5 pm. Mi clase de violín estaba programada a las 6 de la tarde. Por lo tanto, tenía que esperar hasta que mi maestra, Inés Pfaff, una señora alemana, muy hermosa terminara su clase de las 5 pm. Todos los días me pedía que mientras ella se desocupaba subiera al mirador a practicar mientras empezaba la clase. Muchas de esas casas tenían lo que conocemos como un mirador, en la azotea. El Conservatorio era una de ellas. Es una especie de torreón, o balcón, donde la gente, especialmente las mujeres de la época de la Colonia, disfrutaban de la brisa fresca al final de la tarde, para mitigar el calor y mirar cuando los barcos de Europa llegaban al puerto, trayendo la correspondencia.

Los miedos cotidianos de esa experiencia comenzaban con el recibimiento de la directora. Era una anciana quien pertenecía a una familia de reconocidos músicos de ascendencia italiana. Su nombre era Josefina de Sanctis de Morales, quien por alguna razón que desconozco, solía decir que mi padre y ella eran parientes, lo que hacía que fuera muy especial conmigo y me saludara de beso cada vez que llegaba. El problema era que tenía un bigote puyudo que me causaba una sensación horrible. 

Por otro lado, en las leyendas que circulaban se decía que en la Ciudad Vieja todas las casas coloniales tenían sus fantasmas. Además ocurría que en esos años, principios de los 50 del siglo XX, los vecinos de esa zona de la ciudad comenzaron a abandonarla lo que la convertía en una ciudad ruinosa y abandonada. 

Cuando hacía mis prácticas en el mirador pasaba volteando la cara para ver si estaba detrás de mí "el hombre sin cabeza", que era otra de las leyendas, o alguno de los otros fantasmas de la casa. Era un momento terrible que me ponía a sudar frío, y me paralizaba. Me sentía realmente aterrorizado. Para completar el panorama, a las 5:30 pm empezaban a volar murciélagos, sí, muchos murciélagos, provenientes de torres, iglesias, casas altas, en fin, de toda la Ciudad Vieja. Entonces, no solo tenía que cuidar mi espalda de los fantasmas, sino todo mi cuerpo, de los murciélagos.

A las 6 en punto por fin comenzaba la clase que duraba una hora. A las 7 de la noche todos salían del Conservatorio y la Sra. de Sanctis cerraba la puerta y se retiraba a sus habitaciones pues vivía allí. 

A esa hora por lo general mi padre no estaba esperándome, así que yo debía esperarlo a él solo sentado en la acera, con mi cajita del violín como única compañía hasta una hora indeterminada, digamos entre las 7:30 y las 8p.m. Las calles estaban vacías, pero llenas de fantasmas. En mis recuerdos, me veo con mi violín, mis libros y cuadernos en la maleta del colegio, sentado en esa acera, esperando cansado y asustado en esa calle solitaria, hasta que apareciera mi padre y me llevara por fin a la casa.

Esta historia se repitió casi diariamente durante un año. Después de ese año abandoné, por fin, las clases de violín. Debo reconocer que esas clases imprimen cierto carácter y que lo aprendido no se olvida. Esto último  lo constaté después de muchos años, ya muy mayor, en una feria de instrumentos musicales cuando visité el stand de un luthier e intenté raspar las cuerdas de un violín. El hombre que me atendió preguntó admirado: ¡Oye! ¿Sabes tocar el violín? Tal vez fue que simplemente agarré el arco correctamente y mantuve bien puesto el violín entre mi hombro y mi barbilla. Jamás toqué una sola pieza. Sólo pude llegar a lo que llamamos "solfeo" que es esa especie de ejercicios repetitivos para aprender a tocar un instrumento, como El Clave bien temperado de Bach...

 


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