Ideas sueltas: el transporte público me hace animal


No tengo alguna fijación con los medios de transporte de Cartagena, es sólo que en ocasiones éstos conforman un microcosmos de lo que somos como ciudad, es como meter dentro de una cajita con ruedas una muestra de cada ejemplar y esperar a ver cómo reaccionan unos con otros.
Lo peor, es que cada día soy uno de esos, como un cobayo, o para ser más criollos un cuy; un animal muy cariñoso y que rara vez muerde, sólo si tiene que hacer sus necesidades o quiere regresar a su jaula.
Me da piedra que además del calor y del hambre que uno lleva, tenga que soportar el trato displicente del conductor… la calma y la amabilidad se transforman…

Todo empieza en las mañanas, cuando me siento como una vaca, y no es que me crea gorda o algo así -bueno, a veces un poquito- el caso es que la sensación de rumiante se debe al bus que debo tomar para ir a trabajar.
La vaca es fuente de algunos de los alimentos básicos en la dieta humana, y desafortunadamente así nos ven algunos conductores: “¡ruédate, ruédate, que hay espacio!”, pero eso sí carajo, ¡paga el pasaje completo! que con 100 pesos menos te pueden hacer quedar en ridículo.
Nada raro tiene el origen de la frase “estás mamado”.
Así las cosas, llegar a Mamonal (zona industrial de Cartagena) es toda una odisea cuando de transportarse por sí mismo se trata: “los de a pie” tenemos que aprender a vivir con el destino de movilizarnos apretados, estrujados, y hasta con daños en la ropa (yo por lo menos, ya he partido vestidos y camisas tras engancharme en pedazos de lata levantados).
Bien dicen algunos expertos urbanistas y sociólogos que la clasificación de los grupos humanos actuales radica en los que tienen carro y en los que no, es entonces cuando me siento como un perro… pero de esos flacos y callejeros.
Dicho sea de paso que el perro, según definiciones científicas, constituye una subespecie del lobo, y a eso hemos sido relegados muchos, o por lo menos la ausencia de un transporte digno me hace pensar eso.
El caso es que todos los días me quejo porque debo hacer malabares para no salirme por la puerta, compartir puesto con bultos de yuca, papa y verduras; y pelear con el sparring (algo así como el asistente del conductor). Soy como un mico, ¡y qué mico! A ratos no sé si enojarme, llorar de impotencia o reír, sobre todo porque mi corta estatura me hace parecer una camisa colgada en el tendedero cuando me agarro de los elevados pasamanos, y ni hablar de la agilidad que (muy al estilo de los peces cuando los quieren atrapar), he desarrollado cada vez que un hombre poco caballero intenta hacerme saber a través del sentido del tacto y del roce cuerpo a cuerpo cuál es su género, cual caballo de cría.
Hace unas dos semanas tuve que aprovechar una frenada en seco para propinarle un codazo a cierto personaje, a quien no fui capaz de hacerle reclamos verbales por su rostro de “soy peligroso”, el golpe fue lo suficientemente fuerte para hacerle entender el mensaje.
El “totazo”, como decimos popularmente, acompañado de una sonrisa musitando un “ay perdón” con cara de ironía dio resultado (las mujeres a ratos tenemos algo de víboras). No me volvió a tocar, pero no hay derecho a tener que recurrir a eso.
Una de las imágenes que más recuerdo, y que más risa me dieron luego del desagrado, fue cuando creí enloquecer al escuchar maullar a muchos gatos, miré a todos lados menos hacia el frente, donde una señora reposaba en su silla mientras cargaba cinco gatos dentro de una canasta de mercar. Era como un racimo de felinos mostrándome los dientecitos. No sé porqué tantos, no sé porqué tan cerca de mí (no me gustan mucho los gatos), pero allí estaban y los debía tolerar y casi tocar por lo apretados que estábamos en el bus.
Me “metí” en los ojos de los gatos, como en un flash back de películas y mi mente subió a la estratosfera mientras el inclemente y cruel calor me deshidrataba. Fue como si cada imagen en el bus me dijera cosas. Yo sólo quería bajarme, escurrirme como un ratón, o como una babilla "volver a mi charca".
No obstante, debo confesar que una vez, sin querer, fui molestia para otros; pero el espacio no me permitía más: estaba en el estribo del bus, repleto a más no poder, y no me sentía segura porque mi punto de apoyo era la ventana del mismo. Había un joven allí, y tuve que poner mis manos contra la ventana, y estando frente a él recordé las novelas en las que ponen a las actrices lloronas contra la pared, pero yo era la malvada del “paseo”.
El pobre iba nervioso y evitaba mirarme –con todo y lo mal encarada que iba parecía una leona-. Además yo hacía peripecias para no quedar más cerca de lo debido cuando el bus frenara… ¡fue horrible, y el muchacho ni siquiera me gustaba!.
Me sentí en Cartagena –como cuando una recapacita y medita locamente acerca del lugar en el que está- y concluí que así vivimos cada día al transportarnos: cada persona con sus afanes, molestias, problemas y necesidades. Todos, tan diametralmente distintos en un mismo espacio… eso somos y con eso debemos vivir. Ser seres sociales implica eso. No lo soporto a diario, de hecho, hay días en que lo detesto – y me siento una cucaracha - … pero voy rodando en el proceso de reírme del caos y del maltrato que como usuarios de un servicio tenemos que soportar, o bien, a estas instancias, asumir.


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