HOSPITAL SAN PABLO: CON LOS JINETES DEL APOCALIPSIS POR DENTRO


El presente es un adelanto del libro de mi autoría en preparación "Los enfermos del Hospital San Pablo", adelantado al interior del semillero de investigación HISTORI-MED [Historiografía Médica Cartagenera]. El libro narrará la historia de ese centro hospitalario cartagenero, contada en cinco capítulos: "Con los jinetes del Apocalipsis por dentro". "El primer enfermo tenía los pulmones desintegrados". "El segundo Enfermo llegó de Sibaté, con Amor", "El tercer enfermo fue el protegido del cóndor". "El cuarto enfermo fue barrido por el vendaval que borro todo". Comparto fragmentos del primer capitulo, aún en elaboración.

La verdad, es que inicialmente me dijo que no. Con la firme intención de ser una negativa contundente, irrevocable y lanzada con autoridad. Dibujada en sus labios delgados sin la más mínima misericordia, sin consideración y sin tener en cuenta el rayo intenso y emotivo de luz presente en mis ojos oscuros, que hizo que resplandecieran las pepitas semipreciosas de su inmenso collar, cuando le hice la invitación para que me contara la historia de los enfermos del hospital sanatorio San Pablo.

Fue un dialogo de más de una hora, tratando de presentar numerosos argumentos para convencerla de que aceptara mi solicitud, mas uno a uno fueron desarmados como quien tumba un castillo de naipes con los dedos, no con desdén pero sí con convicción. Fue algo así como una confrontación, un pulso de propuestas y justificaciones, una batalla frente a una negativa férrea impuesta por quien ha ostentado el poder y lo ha manejado con decisión. La palabra ‘no’ antecedió a todas las frases y fue blandida en lo alto como si fuese la lanza de un guerrero dispuesto a todo.

Me levanté de la banca donde estábamos sentados. Ya no tenía nada que señalar, ya buscaba las palabras para despedirme dignamente sin que se notara que estaba inmerso en el desconsuelo, cuando me miró diferente, con una intensidad y una profundidad que no pude descifrar. Dejó que el silencio creciera y nos envolviera mientras negaba insistentemente con la cabeza, girándola de derecha a izquierda. Rompió el silencio y me dijo justo antes de que se desvaneciera en humos: “Aquí en el hospital San Pablo anduvieron a sus anchas. Aquí encontraron espacio. Aquí se refugiaron los jinetes del apocalipsis. Esta edificación, de paredes gruesas y sólidas, sin que nadie lo notara jamás, estuvo destinada a que mientras sirviera como hospital, fuese sanatorio o no, permitiera en su seno la presencia de los jinetes del apocalipsis que han devastado a la humanidad”.

No entendí nada de lo que quiso decir con esas palabras, no comprendí lo referente a los jinetes. Le dije: “no te vayas”, pero no prestó atención. Se marchó disolviéndose entre la bruma de la madrugada. “Volveré, volveré, vendré a buscarle todos los días”, le grité poniéndome de pie pero ya había desaparecido del todo. La plazoleta en construcción estaba desolada y solo alumbrada por una hermosa luna llena de septiembre que estaba colgada en lo alto de Zaragocilla y que estuvo todo el tiempo reflejándose en el poquito de agua acumulada en la fuente a medio construir.
Me senté de nuevo en la banca y sin más salida que observar la silueta del edificio en proceso de remodelación. La brisa, la imaginación y tal vez una realidad oculta a los ojos de los desprevenidos contribuían a que viese fugaces sombras o figuras humanas que se deslizaban, me decían adiós o me llamaban con las manos desde los ventanales desnudos.

Tal como se lo había señalado, regresé todas las madrugadas siguientes y en silencio me senté en la misma banca a esperar. Sin afanes. Sabía que ella en algún momento llegaría. Octubre fue un mes lluvioso e incluso bajo un torrencial aguacero la estuve aguardando.

“Eres obstinado”, me dijo apareciendo desde el otro lado de las gotas de agua lluvia que me esmerilaban la visión y me tenían empapado por completo. “Soy terco, es mi defecto”, le dije intentando secarme los labios con la manga de la camisa.

La luz opaca del bombillo de un poste provisional colocado pocos días antes, se me antojó triste, pero me permitió verla. Estaba imponente, toda una gran señora de piel excesivamente blanca, toda una matrona, dirían algunos. Tenía un vestido estampado con unas flores inmensas, eran unas margaritas que parecían vivas y me dio la impresión de que batían sus pétalos bajo la furia del viento que regaba lluvia por todos lados. Avanzó sin tocar el piso enchumbado, se sentó a mi lado y pude observar que la lluvia no la mojaba. Tenía el cutis lozano, la mirada encendida y se le derramaba a gotas la felicidad. El cabello negro y corto, cuidado con esmero y dedicación. Un par de aretes brillantes que le cubrían los lóbulos de las orejas contribuían a mejorar la iluminación. Tenía aplicada, sin la intención de impresionar, un tris de rojo carmesí en los labios y una capa tenue de polvo blanco de almidón sobre las mejillas. Un inmenso y brillante collar de perlas nacaradas daba dos vueltas en torno a su cuello y le acentuaban la imponencia, mientras enmarcaban una importante y flácida papada. De brazos rollizos y regordetes, cubiertos por una piel laxa. Me pareció que tenía las manos excesivamente pálidas y delgadas, con suavidad, como si fueran unas palomas cansadas, las colocó entre cruzadas sobre su regazo.

Tuve la impresión de que fuimos rodeados poco a poco. No veía a nadie a través de los goterones de lluvia que caían, pero sentía cada vez más la presencia de nuevas energías. Estuve a punto de preguntarle por mi invitación, pero no me atreví. La lluvia arreció de pronto, se incrementó el viento, bajó la temperatura y me dijo sin mirarme, sin apremios, como si tuviera toda la eternidad para contar la historia que le había pedido, y sin darme la más mínima explicación del por qué cambió de parecer.

“Mire, aquí en el hospital San Pablo estuvo un caballo blanco, y el que lo montaba tenía un arco, y le fue dada una corona, y salió venciendo y para vencer. La peste blanca estuvo presente en estos pasillos y pabellones. Afectó a varones y a mujeres por igual. Temida por todos y sin que todos tuviesen explicaciones del porqué los médicos que la enfrentaron no fueron afectados. Y hubo otro caballo, de color bermejo, y al que lo montaba le fue dado poder de quitar de la tierra la paz, y se le dio una gran espada capaz de borrar la mente, los recuerdos y la realidad. Se albergaron hombres y mujeres vacíos, cuerpos sin espíritus que estuvieron perdidos en sus propios laberintos, pobres seres que anduvieron por corredores y rincones rumiando, buscando la paz perdida. Y aquí hubo un caballo negro, y el que lo montaba tenía una balanza en la mano y decía: dos libras por un denario, seis libras por un denario; no dañes el aceite ni el vino. Hombres y mujeres macilentos llegaban con el cuerpo y el alma dañados, sin retorno aunque esperanzados en ser abanicados con las plumas de un ave inmensa, con el deseo de reposar en el regazo del cóndor que anidaba allá tras esa ceiba inmensa. Y también hubo un caballo amarillo, montado por un jinete que tenía por nombre muerte. Le fue dada potestad para matar con espada y generar mortandad, generando devastación y dolor. Hombres, mujeres, niños y ancianos fueron paseados sin lastima en ese caballo amarillo por el cuarto jinete del apocalipsis”.

Hizo silencio y entonces lloraba sin ruido. Las lágrimas llegaban casi al final de las mejillas, sin borrar en lo más mínimo la superficie tersa producida por el polvo de almidón. Yo estaba desconcertado, nada de lo dicho era lo que esperaba. No entendí una sola de sus palabras, no fui capaz de ubicar sus sentencias dentro de la historia del hospital San Pablo. Me hizo una seña con la mano derecha intentando tranquilizarme. Sabía que no había comprendido nada de cuanto me había dicho. “Ya entenderás todo, la lluvia te ayudará, respira lento y solo escucha”. Hizo una pausa, sentí que se me erizaban los vellos cuando creí que leía unos versículos desconocidos del génesis o de otro de los libros de los testamentos. Lentamente dijo: “el comienzo fue con la peste blanca, la del caballo blanco del primer jinete del apocalipsis, de los enfermos que llegaron al hospital sanatorio San Pablo, el primero tenía los pulmones desintegrados”.


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