NO, ESTOY BIEN


NO. ESTOY BIEN  (cuento)

“No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte”. ERNESTO SÁBATO.

 

Durante cuatro años se siguió comentando con tristeza, recordando con nostalgia y con una lágrima a punto de brotar, las amargas horas de muerte vividas en ese fatídico veinte de enero. Pero después al parecer la gente las olvidó. Los hijos fueron creciendo huérfanos en medio del campo, algunos matrimonios tuvieron más y más hijos para llenar los vacíos dejados por los niños fallecidos en la catástrofe. Las viudas dejaron abandonadas en el rincón más oscuro de la casa los trajes negros de mangas largas, paulatinamente dejaron de llorar sus muertos, y éstos irremediablemente siguieron pudriéndose en sus fosas. La humedad, las polillas, el olvido y los años fueron dañando amarillentos recortes de periódicos, que informaban sobre la tragedia, y que algunos conservaban entre las hojas de un libro preferido o pegadas con colbón en una pared cualquiera de la casa. Con el pasar inexorable del tiempo la tragedia fue tomada como algo accidental y las Corralejas volvieron a realizarse en los pueblos vecinos.

Muchos años hace de la caída de los palcos y Gregorio Arrázola, meciéndose en la mecedora de madera pintada de marrón donde se ha recluido ahuyentado por el peso y los achaques de ochenta y tantos años de vida, aún relata esa remota tarde.

Gregorio Arrázola estuvo en uno de los palcos con cuatro de sus mejores amigos del barrio, los mismos cuatro que no volvió a ver con vida. Recuerda que desde las dos de la tarde estuvieron apretujados en los palcos echándole al estómago trago tras trago de ron Tres Esquinas ligado con agua de coco, combinación apetecida y muy popular por esos años, hablando paja, fregando la pita, vacilando y piropeando a las muchachas hermosas que estaban por aquí o por allá, luciendo bluyines apretados y franelas de colores. El goce llegó a ser de lo mejor cuando docenas de manteros y banderilleros y garrocheros se deleitaban con los toros en el redondel. Pero la embarró la lluvia.

Primero unas gotas asiladas y luego, al instante, el torrencial aguacero. Y desde entonces, cuando el cielo se va encapotando, cuando nubes oscuras y densas lo cubren todo, cuando huele a lluvia, cuando se sienten las gotas de agua lluvia azotando el techo de zinc de la casa de los gallos de Evelino Montes, cuando observa cómo la tierra del patio de la casa se va convirtiendo en barro amarillo y espero, frunce el ceño, se torna silencioso, triste, quiere estar solo, deja escapar algunas lágrimas y recuerda las gotas de agua lluvia que fueron mojando la plaza y los palcos y a los manteros y a los garrocheros y a los espectadores y a las fritangueras y a los amarradores y a los mirones…

─ ¡Puta lluvia!, se tiró la tarde de toros.

Recuerda que lo dijo Toribio al coger la garrafa y servir un trago para iniciar una nueva tanda. Después de eso no sabe qué pasó. Fue como si de un golpe certero hubiesen apagado las luces de la vida. Cuando volvió a la fragilidad de la existencia se encontró sentado en el lodazal. Nunca ha comprendido qué lo hizo reaccionar, si el grito desesperado de un niño atrapado bajo un grueso madero, si el correr de las personas con familiares en los brazos, si los sollozos de la gente o los relinchos de un caballo de Policía montada que chapoteaba barro allí a su derecha. Lo que sí sabe es que apareció sentado en el suelo cargando y soportando en los hombros la desgracia inmensa, mientras que la franela blanca, la de la botella de ron Tres Esquinas dibujada en el pecho, estaba pegajosa y empapada, y por la cara le chorreaba un agua negruzca que se desprendía de los pegotes de barro que se adherían con fuerza a sus cabellos. A su alrededor, miles y miles de astillas de madera, que eran los frutos de la catástrofe misma.

Y siempre que los nietos le preguntan qué sintió cuando los palcos se cayeron, dice que no sabe, que nunca lo ha sabido porque no se dio cuenta a qué horas se cayeron. Ellos insisten, le preguntan, le incomodan diciéndole que algo tuvo que sentir cuando los palcos se movían, se hundían, que algo debió experimentar cuando se caía ese mamotreto de palos; pero él es enfático en decir que no sabe, y si le vuelven a preguntar es entonces cuando se emberraca y gritando dice:

─ ¡Carajo! Yo no sentí nada.

Gregorio Arrázola cuenta que estuvo largo tiempo sentado en el barrial. Y es cierto, porque estuvo primero observando sin ver y después llenando su memoria con las dolorosas imágenes, las mismas imagines que se implacables lo persiguieron en las noches siguientes, las mismas imagines que revive ahora en su vejez, las mismas imágenes que desdibujadas dentro de pocos años lo envolverán a la hora de la muerte.

Sabe y lo dice a quién se lo pregunta, que los gritos del niño que estaba bajo el pesado madero se apagaron pronto y segundos después su cuerpo yacía inmóvil. Sus párpados abiertos dejaban ver unos ojos grandes con pupilas muy dilatadas como queriendo decir algo, mientras por una comisura de su boca brotaba un hilillo de sangre que pronto se mezclaba con el agua y con el barro. Para esos instantes ya no llovía. La gente corría entre el reguero de maderas buscando con angustia a sus familiares y amigos. Algunos buscaban del barro a los muertos y los tiraban en los camiones o en las camionetas. Dice que estando sentado en el lodazal no tenía valor para ayudar, permanecía confuso, temeroso, temblando y sin pensar en sus amigos. Sólo viendo pasar a su alrededor cientos y cientos de personas presas de la desesperación.

─ Gregorio ─ cuenta que le gritaron.

─ Gregorio. ¿Tienes algún hueso roto?

Y sabe que saliendo del estado de estupor en que estaba, respondió que no, que estoy bien. Pero en verdad no lo sabía. Con el veneno del miedo corriéndole por la sangre, se fue revisando palmo a palmo el cuerpo. Observó sus manos callosas y fuertes, fue moviendo un brazo, el otro, una pierna, la otra, se tocó la cabeza, la cara, se palpó todo el cuerpo y volvió a gritar:

─ No. Estoy bien.

Se levantó tiritando mientras los pantalones chorreaban agua y barro. Sin prestarle atención a esto empezó a caminar rápido, le temblaban las manos, el corazón le palpitaba fuerte y seco en el fondo del pecho y transpiraba goterones de sudor frío. Con la cabeza embolatada y la mirada fija en el suelo, cruzó la plaza de Mochila. La gente pasaba a su lado corriendo y lo tropezaban a cada rato. Los pies se enterraban sin esfuerzo en el barro espero de las calles. Con grandes zancadas atravesó un parquecito de escaños azules y árboles marchitos y tristes, y luego en un suspiro recorrió las seis cuadras hasta llegar a su casa. Con estrépito, con el miedo en las manos, pálido como un niño asustado entró en la vivienda, cerró la puerta de un golpe y sin darse cuenta, según comenta hoy, le puso atravesada una gruesa tranca de madera.

Refiere que Adela, su mujer, llorando le preguntó algo que no entendió, pero le dijo con voz temblorosa:

─ No. Estoy bien.

Aún recuerda que llegó hasta el radio de pilas de donde salía la voz de uno de los locutores de Radio Sincelejo, quién describía las heridas de las personas que llegaban al Hospital Regional. Con desesperación apagó el aparato, y temblando terminó de cruzar la salita, atravesó el comedor, entró a los dormitorios y sin fundamentos esculcó bajo las camas y detrás de los escaparates, ya con vértigos y todavía enfundado en la ropa embarrada se fue al baño. Con un pote de leche klim vacío sacaba agua de un tanque de doce latas y la dejaba correr por su cuerpo. Así estuvo casi una hora. Cuando salió, se cambió de ropas y anduvo nuevamente dando vueltas por toda la casa. En dos ocasiones llegó al patio y gritó para sus adentros:

─ No. Estoy bien.

“Andas como sonámbulo”, sabe que le dijo Adela, pero él no contestó. Fue a la cocina, alcanzó una botella de aguardiente Cristal y se la empinó. Tragó abundante licor hasta que sintió que la garganta se quemaba al paso del líquido. Cuenta que luego llevó al patio un taburete de cuero, lo recostó a un palo de guayaba, se sentó y miró al cielo que estaba prácticamente oscuro. Más tarde llamó a Adela y le preguntó qué había pasado, así como si nada. Y ella con el asombro pintado en los ojos y con el desconcierto tornado susto, le respondió con voz quebrada:

 ─ “Gregorio, se cayó la Corraleja”.


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