A CONJURAR EL MIEDO


Si algo temo es que mis hijos mueran primero que yo. Ahí es donde creo que la vida consiste en la pérdida. Casi todo está mal repartido en el mundo, menos el miedo. Todo el mundo tiene miedo y casi siempre tiene que ver con la muerte. En ese sentido, el miedo es muy democrático.

Sin embargo, a pesar del miedo, tenemos la opción y la capacidad de ser valientes. Uno se vuelve héroe muy a pesar suyo; es decir, no obstante nuestras flaquezas, nuestras debilidades, nuestros miedos. La pregunta es si es bueno ser valiente, intrépido, osado, arrestado. Una pregunta que aparece sin previo aviso. Una pregunta que se resuelve (o, no) todos los días, de forma silenciosa.

Lo que más me impresionó de la visita del Papa Francisco, fue advertir la dimensión masiva del sufrimiento, del dolor y de la sed de consuelo que experimentan las gentes de la Nación. Más que miedo, apareció el heroísmo generalizado. Para obtener una bendición directa del Papa las personas hacían lo que fuera. Una madre con su hijo sobreviviente de muerte súbita, en brazos. Una mujer con la carne desfigurada por el ácido. Gente en situación de calle. Gente desahuciada, violentada, despreciada. Gente cansada del miedo. Y con ganas de ser valiente para enfrentar un período histórico, como el actual, lleno de todo tipo de miedos.

Quizás, un mecanismo muy efectivo de defensa, es el olvido como recurso individual y colectivo. Olvidarnos de la muerte, por ejemplo, nos permite convivir, existir y, en especial, competir. Si hay un miedo lacerante y a flor de piel, padecido a diario, es, precisamente, el miedo al fracaso. Estamos en una sociedad que nos obliga a competir en virtud de un éxito mal entendido. Para algunos, conseguir el triunfo en términos del consumo, estamos conminados a hacer lo que sea. La estructura económica, política y social condiciona buena parte de las decisiones que tomamos en la vida. Con quien nos casamos, qué carrera estudiamos, qué negocio montamos. En ese sentido, el miedo al fracaso, casi se convierte en miedo a vivir, es decir, a equivocarnos.

La instrumentación del miedo, según Jean Delumeaux, consiste en grupos minoritarios capaces de explotar las angustias colectivas al punto de llevarlas a la categoría del pánico; o, peor aún, promover la superioridad de un grupo social, sobre otro. O justificar la explotación, la jerarquización o el racismo. Si pasamos a un caso político reciente, tenemos que, solo una sociedad cercada por el miedo podía votar el “No” al proceso de paz. Juicios basados en falsedades y haciendo apología del miedo, encontraron en la redes sociales, el camino para el contagio colectivo de las mentiras más irracionales. Según Bauman, la proliferación del miedo, deviene en la pérdida del espíritu crítico, y también, en la pérdida de responsabilidad personal aparejada por la subestimación o la exageración de unas supuestas fuerzas oscuras.

No de otra manera se explica que nuestra sociedad pasa con facilidad de un pánico colectivo al horror; e, igualmente, en otro extremo, seguir al entusiasmo y felicidades colectivas por un partido de fútbol, o repentinamente, a aclamaciones de odio generalizado y de ataques y amenazas de muerte, por ejemplo, a un raponero que tenga la desgracia de caer en flagrancia.

De muchas maneras puede interpretarse la visita del Papa Francisco a Colombia. Prefiero saborear la idea de que el Santo Padre vino a conjurar los peores miedos sembrados en nuestra sociedad. Vale la pena defender la paz. Vale la pena perderle el miedo a la paz y participar de un proceso de maduración colectiva. Demostramos en la visita de Francisco, que si se puede. Podemos respetarnos unos a otros. Podemos sostener la esperanza. Y, si el miedo es un sentimiento que embarga a todos los seres humanos, no es menos cierto que somos capaces de conjurarlo de una cierta manera. Francisco lo dijo: Demos el primer paso.


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