INCONCLUSA FE DE ERRATAS: PREFACIO


Por rescatarme de la palabra autómata, que por impersonal peca de insensata y nada inaugura, terminé hurgándome el alma. A ese momento le atribuyo todo atisbo de lucidez en mi vida: el día en que entendí que yo, por sobre todo oficio y circunstancia, escribía. Aún así, luego de esa comunión con el sí mismo donde el instinto se funde con el pensamiento profundo, donde las contradicciones mengüan y se sonríe sin más, me sentí huérfana. Desolada. Desolada, como se sienten los drogadictos y los urgentes de Dios, de justicia. Todo lo que siempre querré es tiempo para escucharme y escribir. Desde entonces, viajo.

Pero no fue en la tristeza cuando comencé a escribir esta historia. Fue antes, mucho antes, en pleno hervor de alguna felicidad, a la sombra de unos naranjos en el patio interior de una casa vieja de ciudad Tarija, al sur -muy sur- de una Bolivia occidental y cristiana. Para ese entonces, yo pasaba los días entre las novedades de los viajeros que se alojaban en el hotel petit del que me hacía cargo, los paseos por los viñedos de altura, y la transcripción -casi infructuosa- de más de cuarenta y dos relatos de viaje y estación; relatos que nunca terminé de transcribir por una suerte de boicot que yo misma me fragüaba y donde cuento, en todas las personas conjugables y con una fidelidad pavorosa, lo acontecido, lo que fue de mí luego de salir de ese Caribe estridente e insondable que me parió, y del cual atesoro un puñado de amigos, la promesa de una vista frente al mar y mis padres: dos carnes en un solo ser.

Comencé a viajar antes de aprender a tomar cualquier servicio de transporte, en la casa de mis padres: más de venticuatro metros de frente y ya no recuerdo cuántos de profundidad, fueron mi pequeño reino salpicado de ensueño y lo más parecido a la idea de libertad. No pocos de los que hoy me leen recuerdan el callejón Laurina, la casa de los Laureles, los jardines, patios y otros espacios de la guarida que compartía al sur oriente de Cartagena de Indias con el convoy conformado por mis hermanos mayores y mis padres. En alguna de sus habitaciones, sin morrales ni maletas, cuando ya no había quedado árbol por trepar, me internaba de cuando en tanto en la biblioteca, y abría a destajo libros, folletos, revistas de cocina y otros textos, segura que, en alguna hoja de esos artefactos discretamente mágicos, encontraría yo la verja perfecta para saltar, la puerta sin seguro a otros lugares donde mis pequeñas expediciones de exploración fueran interminables. Y en esa habitación, entre ediciones de Editorial Oveja Negra, colecciones completas de enciclopedias salvat, poesía y literatura popular,costumbrista y otros tantos libros que comienzo a olvidar, me hice a un mundo totalmente propio y ajeno al que cohabito con ustedes. Y ante los ojos de padres, trabajadores de casa, Juanita la nana y todos mis hermanos, me guarecí ahí: entre las historias que los escritores inventaban, los enrredos de Neruda, lo entonces incomprensible -para mi niña cabeza- de Hesse, hasta aterrizar en la cabaña del Tío Tom, la novela antiesclavista más bella que ha contado un humano sobre la faz de la tierra, y que casi dos décadas después volvería a encontrar en Gualeyguachú, un pueblo bellísimo en medio de la mesopotamia argentina. Esa novela, en específico, volvió todos esos años después a mí, como prueba irrefutable de que yo, en efecto, había cruzado la puerta y brincado mil verjas, y que al contrario de Alicia, las maravillas estaban en el cotidiano de un agricultor y sus sembradíos, en las historias de un guión hecho de contingencias; acepté que había estado viajando desde que comencé a leer; y por ahí derecho, como si se tratara de la respiración misma -con sus dificultades e intermitencias- a escribir.

Así es que he decidido contarme a través de las historias que he escuchado y vivido, a petición de mi memoria. Esta es la razón por la que comparto con ustedes lo que existe en la necedad de la dicha y la clarividencia del dolor, para mantener vivo lo que aprendí, para inmortalizar a quienes me amaron, e incluso a los que no tanto. Como un tributo a lo insondable de la vida.
Imágenes de 20.000 km a bordo de un citröen del año 64, de 420 km en dos ruedas dando vueltas por zona gaucha; y su génesis, en casa,en la universidad pública, los desvaríos del amor, las conquistas sociales de mi generación, testimonios y otras revelaciones, hacen parte de este escrito cuya cronología desafía el paso del tiempo, o lo intenta.

La autora.


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