En medio de la cuarentena Villavicencio cumple 180 años.

El mar de Villavicencio


Lo primero que me llamó la atención de Villavicencio es ese aire vegetal y primario, al tiempo salado y dulce. Hoy sé que es el resultado de lo que se da en ella. En Villavicencio se da una especie de doble nacimiento del mundo: se empina una montaña indomable y se acuesta largamente la llanura.

Yo era un costeño que se las tiraba de citadino porque había vivido doce años trabajando en periódicos y universidades en Bogotá, pero al final resultaba ser una rara mezcla de citadino extraviado y un hombre rural inconforme. Y lo peor, sabía en el fondo de mi corazón que extrañaba al mar. El mar es la medida de todo lo que nos falta, he constatado siempre.

Por eso cuando una amiga me propuso venir a la Corporación Universitaria del Meta a dar clases no me imaginé que se iba a presentar en mi vida este nuevo amor. Sé hoy, de manera inconsciente, que lo que buscaba era mi mar, aunque ya estaba resignado a no verle. Pero me equivoqué.

Llegué a la casa de mi primo Efraím Rojas Vásquez y su esposa. Cuando me asomé balcón que da vista al patio, ahí estaba: el mar verde. El otro mar de Colombia. De inmediato, se dio ese contacto geológico, sentí el mismo parentesco que le siento al mar de Las Tenazas en Cartagena. Pero este era una especie de mar invertido. Mar que tiene las mismas gesticulaciones de mi mar, pero este, el mar de Villavo tiene un oleaje de pájaros, una marea de algarabías, un fragor de animales a lo lejos, una espuma espesa de árboles. Y, además, tiene esa cosa propia de todo mar: un frenesí por la distancia que nos obliga a mirarla.

Ese mar verde es el mismo mar que describieron Germán Castro Caicedo, Alfredo Molano, Silvia Aponte y otros. Pensé en el Capitán Guadalupe, en los poemas de Eduardo Carranza. Me adentré entonces en los oleajes de música del llano, amé los octosílabos de su potente tradición. Son los mismos ocho versos de mi entrañable vallenato. No hay diferencia, me dije.  Aquí me quedo.

Mi primo Efraím Rojas Vásquez es un costeño muy conocido en la ciudad por haber sido profesor del Colegio Cooperativo Antonio Villavicencio. Es poeta y un lector formidable. Debo a su espaldarazo y a su perenne entusiasmo asumir la nueva etapa de mi vida que fue conocer a los villavicenses, comprender su idiosincrasia y, sobre todo, a no perderme en sus calles y plazas. Calles que he hecho mías.

No puedo hablar de Villavicencio y el llano sin nombrar una comunidad inmensa en corazón que me acogió y valoró. La comunidad unimetense a quien debo muchísimo de mi crecimiento profesional e intelectual. La Unimeta hizo redoblar mi amor por esta ciudad. Esta comunidad me abrió sus puertas y pude entender, de manera debida, el legado de Rafael Mojica García, su fundador, quien también fue un foráneo educador que se enamoró de Villavicencio y construyó a pulso una universidad que ha dejado una marca en la región. Este año la Unimeta cumple 35 años de empuje, de creer en el esfuerzo y de ofrecerle profesionales que están siendo nuevas figuras en la escena de lo público y, lo mejor, son hoy quienes toman las decisiones.

Villavicencio cumple hoy, 6 de abril, 180 años. Aunque nos parezca cosmopolita aún está en plena construcción, afronta muchos problemas, pero es referente nacional. Una ciudad que revisa día a día sus vocaciones no es una ciudad que se queda anquilosada en un solo sector productivo, como ha pasado con otras.

Aún está a tiempo de escribir su historia, que no vengan de otros lados a contársela. Aquí puede observarse lo bueno de lo rural y la excelencia de las ciudades. Tradicionalmente ocurre lo contrario, que las ciudades adquieren lo peor de lo rural y los pueblos asumen lo peor de las ciudades. Villavo, desde mi humilde punto de vista, mantiene ese rico equilibro que desdeñan las nociones de desarrollo impuestas por entidades y expertos a lo largo de décadas. Por eso es y seguirá siendo la puerta al llano.

Villavo es un ejemplo a seguir.

 


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