Alicia en el país de los atentados

Alicia en el país de los atentados


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Después de haber salido ilesa de nueve atentados en su contra, en diferentes partes del país, Alicia (*) terminó por aceptar que en ningún lugar de Colombia estará completamente segura. Por eso busca que el Gobierno la mande a vivir al extranjero.

Desde los 16 años hizo parte del frente 39 de las Fuerza Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), que opera en los Llanos Orientales, en cuyas localidades, según la reinsertada, “casi todo el mundo tiene que trabajar para la guerrilla, porque es ella la que gobierna esos territorios”.

En el caso de Alicia, sus padres, hermanos y vecinos, desde diferentes actividades, colaboraban con la subversión, pero sin tener que vivir en ninguno de los campamentos que las Farc mantienen jungla adentro, salvo que algún lugareño se viera envuelto en lo que los comandantes del frente consideraran una infracción.

“Yo estaba trabajando en un puesto de comidas rápidas que me instalaron los guerrilleros —cuenta Alicia—; y me iba muy bien. Con eso me ayudaba para la crianza de la niña que tuve con Antonio (*), otro muchacho que laboraba en los campamentos de las Farc. Tenía buenos clientes. Algunos compraban al contado y otros a crédito. Un día, revisando números, me percaté de que una vecina ya llevaba un crédito demasiado grande. Naturalmente, resolví cobrarle, pero se molestó y salimos de pelea. Ella me tiró una botella y yo le puse en la cara la lámina caliente con que cocinaba las carnes para las hamburguesas. El comandante se enteró y, como castigo, nos envió al monte, pero a diferentes campamentos”.

 

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Dice Alicia que sus deseos de huir de la guerrilla surgieron casi desde el mismo día en que entró a la selva, “porque el trato es igual para hombres y mujeres. A nosotras nos toca cocinar y lavar, pero también levantar cercas, tumbar un monte, hacer huecos para escondites y recibir instrucción militar; y a nadie le importa si una tiene la regla, cólicos o cualquier otra cosa. Para todo hay que pedir permiso, hasta para tomarse un vaso de agua o hacer el amor con el marido o con el hombre que le guste.”

Por haberse encontrado con Antonio en ese mismo campamento pensó que su permanencia en la selva sería un poco más cómoda; mucho más cuando resultó embarazada de su segundo hijo, pero las cosas nunca fueron como las imaginó, porque de todas maneras le tocaba hacer los trabajos que a todos les encargaban... hasta participar en operativos.

“Esos operativos —recuerda— eran más que todo de retirada, cuando se sentía cerca la presencia del Ejército Nacional; o cuando, por medio algún colaborador civil, se sabía que los soldados pensaban atacarnos. En ese caso nos tocaba movernos de un sitio a otro, mediante largas caminatas que duraban hasta tres días, sin parar ni siquiera para comer. A veces, quienes podíamos, nos robábamos una pastilla de caldo de gallina concentrado, la echábamos en un vaso de agua y con eso nos alimentábamos”.

A los pocos días de regresar de una de esas caminatas, Alicia recibió la primera agresión por parte del Ejército, cuyos efectivos sorpresivamente localizaron el nuevo campamento y, con helicópteros y hombres por tierra, adelantaron una ofensiva en la que varios combatientes perdieron la vida.

“Fue espantoso. Lo único que se oía era el sonido de los helicópteros, el tableteo de las ametralladoras y las explosiones de las granadas. Varias esquirlas de esas granadas me cayeron en la cabeza, pero sólo me di cuenta cuando un grupo de compañeros me recogió del suelo, me escondió en un hueco y me dejó con una pistola en la mano, por si llegaban a descubrirme. Desde el hueco escuchaba la correndilla de los soldados gritando, ‘pilas que se nos escapan esas hijueputas guerrilleras’. Y yo, apretando la pistola contra mi pecho y con las botas llenas de agua, barro y sangre, pero también rezando, porque una ni que esté en el monte disparando deja de pensar en Dios. Los soldados se fueron, los compañeros regresaron a rescatarme. Y ahí fue cuando decidí que esa no seguiría siendo mi vida”.

 

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Alicia llevaba tres meses en el campamento —menos de la mitad del castigo de ocho meses que le habían impuesto— cuando se asoció con Manuel (*), el padrino de su hija mayor, para escaparse hacia una finca en la que sólo duró dos semanas, puesto que una tropa de las Farc la descubrió y, al mismo tiempo, por medio del comandante de la misma, recibió la noticia de que el castigo aumentaba a un año de trabajos forzados en diferentes campamentos.

“Pero completaba poco tiempo de regreso a la selva, cuando se presentó otro ataque del Ejército en el que murieron varios de mis compañeros y capturaron a un grupo de mujeres entre las cuales caí yo, que ya tenía el embarazo bastante adelantado. El comandante de las tropas me dijo que si colaboraba, el Gobierno me ayudaba y hasta podría sacarme del país con mis hijos. Un día, decidida a todo, les dije que si rescataban a mi hija, les colaboraría. Pero rescataron a cinco niños, menos a la mía, lo que quería decir que los guerrilleros me la habían movido para otros campamentos. Eso me resintió con el comandante del frente 39 y delaté a 47 jefes.”

Quince días después, Alicia fue trasladada a una población de los Llanos Orientales, diferente a su tierra natal, en donde duró poco tiempo, para posteriormente ser llevada a un albergue de la Cruz Roja en Bogotá, hasta que el Gobierno la auxilió con el presupuesto suficiente para instalar una discoteca que era administrada por uno de sus hermanos, quien casi pierde la vida una noche en que un grupo de hombres armados abrió fuego dentro y fuera del recinto.

“Y no sólo eso —dice—: a mi hermano lo ultrajaron, lo patearon, le rompieron la cabeza con la cacha de las pistolas, le preguntaban, ‘¿dónde está la perra de tu hermana?’, le quebraron todos los dientes y destrozaron el lugar. Pero mi hermano se mantuvo callado. Nunca dijo dónde estábamos mis hijos y yo, porque los pistoleros querían llevarme viva para el campamento. Esa vez me gasté una buena platica restaurándole la dentadura a mi hermano y reparándole el local al propietario. Puse le denuncia, y el Gobierno me envió para Cali.”

 

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Tiempo antes de llegar a la oficina de reinsertados de Cali, Alicia tuvo noticias de que Fernando, el padre de su hija mayor, había muerto en combates contra el Ejército Nacional. Y fue, haciendo las diligencias para recibir nuevas ayudas del Gobierno, como conoció a Emeterio(*), otro guerrillero que había desertado casi en la misma época en que a ella la capturaron.

“Con el presupuesto que nos dio el Gobierno, abrimos un minimercado y una licorería, que al poco tiempo fueron saqueadas por hombres armados que una madrugada fueron a buscarnos para matarnos. Yo estaba embarazada de mi tercer hijo; y no sé si fue por la impresión del atentado, pero empecé a enfermarme terriblemente. Y así, enferma y todo, me fui con mi hijo y mi marido para Manizales, en donde me detectaron una diabetes gestacional que obligó a que me hospitalizaran por varios días. Allí estuve hasta una vez que descubrieron que alguien había echado un somnífero en el suero que me aplicaban. La idea era dormirme y entregarme a los guerrilleros. Los directivos del hospital comenzaron a investigar y capturaron a dos hombres y a una mujer. Los tres eran los enfermeros que habían encargado de mi atención.”

De Manizales, Alicia, Emeterio y los niños partieron hacia La Dorada (Caldas), en donde no duraron mucho, “porque estando en una oficina de la empresa Servientrega —con mi hijo recién nacido en brazos— por poco me mata un paramilitar a quien yo había conocido, unos años atrás, en los Llanos Orientales, cuando las Farc asesinaron a su padre. Él siempre pensó que yo había participado en ese crimen, pero no es así. Ese día, cuando yo iba saliendo de Servientrega, frenó la moto en donde venía, se bajó y sacó una pistola diciéndome, ‘así quería cogerte, perra malparida’. Te voy a matar’. Yo lo único que le respondí fue, ‘bueno, mátame’, y le di la espalda para proteger al niño, pero al tipo se le encasquilló el gatillo; y, cuando la gente empezó a gritar y a llamar a la Policía, se montó en la moto y desapareció”.

 

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Después de comprobar que el peligro no cesaba, y que tal vez no cesaría en mucho tiempo, Alicia y Emeterio volvieron a Bogotá, en donde, con ayuda del Gobierno, consiguieron trabajo como administradores de un albergue para ancianos, de donde tuvieron que huir nuevamente, cuando “llegaron dos hombres haciéndose pasar por familiares de uno de los hospedados y diciendo que querían conocer a la administradora, porque estaban muy agradecidos con el asilo. Yo estaba en una pieza cercana a la recepción y escuché las palabras de los tipos. Enseguida mandé a Emeterio con los niños para un albergue vecino, tomé el teléfono y pedí un taxi. Así que cuando los tipos llegaron hasta la oficina en donde yo estaba, ya había llegado el taxi, me volé por una ventana y escapé. Dos días después llamé al albergue vecino para dar la dirección a donde me podían mandar a los niños”.

Después de esta experiencia, la pareja de reinsertados comenzó a adelantar gestiones para que el Gobierno los enviara al exterior, “pero nos dijeron que hasta allá no podían ayudarnos, aunque sí podían darnos un presupuesto para que nos escondiéramos donde quisiéramos; y así compramos una finquita en La Gabarra (Norte de Santander), en la que una noche se metió un grupo de paramilitares. Buscaban a los antiguos dueños, pero como no los encontraron nos dijeron, ‘no les vamos a hacer nada, pero desaparezcan’. Y lo único que pudimos sacar fue una mula que vendimos por 600 mil pesos y nos vinimos para Cartagena”.

En la Terminal de Transportes Cartagena de Indias, un agente de la Policía, después de escuchar sus cuitas, los llevó a una pieza en el barrio El Pozón y les colaboró durante 20 días, después de los cuales empezaron las invasiones en el sector Isla de León. Alicia y Emeterio demarcaron un terreno en donde levantaron una rancho con tablas y láminas de zinc, pero la encargada de echarlos nuevamente fue la naturaleza: el 11 de noviembre de 2004 las lluvias inundaron el sector y el Gobierno distrital debió recluir a los damnificados en el Estadio de Fútbol Jaime Morón.

“Y hasta allá fueron a buscarnos los enemigos. Pero nos salvamos, porque Emeterio trabajaba como vigilante y, cuando venía muy cansado, nos acostábamos en las cabinas de transmisión para que no nos estorbara ningún ruido. Una madrugada llegaron dos hombres armados, quitándoles las sábanas a todo el mundo y preguntando, ‘!dónde están los cachacos, dónde están los cachacos!’. Los únicos cachacos éramos nosotros, pero afortunadamente la gente no dijo nada y los tipos se fueron. Al día siguiente huimos a Galerazamba, porque a Emeterio le hablaron de un trabajo en ese pueblo. Alquilamos una pieza y después una casa. Allá estuvimos cinco meses, hasta que nos separamos, porque mi hombre quedó sin trabajo y se la pasaba amargado, les pegaba a los niños y también a mí. Él se quedó con su niño, de 5 años; y yo me traje el de Antonio para Cartagena.”

Desde hace unos tres meses Alicia trabaja como muchacha del servicio en la casa de una funcionaria que la acogió y le dio a cuidar una vivienda en las afueras de la ciudad, en donde vive con su segundo hijo, de 7 años; sueña con recuperar a su hija (de 9) y, con ayuda del Gobierno, marcharse para Francia, “así como hicieron con Wilson Bueno Largo, el que liberó al congresista Lizcano”, dice.

 

(*) Los nombres fueron cambiados

por petición de la entrevistada.


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