Joaquin Torres Caballero, compositor de Arenal Bolívar

Joaquín Torres: soy de arena, mar y sol


Después de varios años de haberse apagado el boom de las orquestas cartageneras, volví a ver al compositor Joaquín Torres Caballero sentado en una reata del Parque de las Flores, en pleno Centro Histórico de Cartagena.

Ya había perdido la cuenta de cuántos años llevaba sin verlo y sin saber de su vida. Por eso, ese día, cuando lo encontré haciendo fila para alquilar un teléfono celular, pensé que, por lo menos, podríamos determinar una fecha posterior para conversar sobre su carrera musical y demás milagros.

Su imagen era diferente: la que otrora fuera una imponente estatura, ahora lucía un poco encorvada, mientras que en su cabeza avanzaba una inclemente calva que se abría paso entre motas de cabello blanco, que le hacían más evidente las arrugas del rostro y el abatimiento de los ojos.

Sobre su figura lenta y esmirriada ya no estaban los elegantes vestidos con los que se presentaba a los festivales y a los espectáculos en donde las orquestas y conjuntos interpretaban sus composiciones. Ahora, la ropa raída hacía más enfática la impiedad de los nuevos tiempos. En ese instante recordé que días atrás alguien me había comentado sobre los padecimientos de salud de Joaquín Torres por culpa de un exceso de azúcar en la sangre.

Intercambiamos un tenue saludo y concertamos una cita para los días venideros, debido a que en el momento en que nos encontramos, el antes afamado compositor estaba más interesado en que le alquilaran ese teléfono celular que en conversar conmigo.

Yo te busco”, fue su tajante forma de despedirme. Unos días después me quedé esperando los resultados de la búsqueda que me anunció, como para salir del paso, y fue entonces cuando me decidí a establecer la forma de encontrarlo: primero hablé con el periodista Andrés Frías, su paisano y amigo, quien tampoco pudo dar con él.

Después, contacté al productor Wady Bedrán (quien años atrás tuvo mucho que ver con el despegue de su carrera), pero su mejor recomendación fue remitirme a los buenos oficios del compositor Lucho Vega (paisano, amigo y colega de Torres), pero la estrategia resultó infructuosa, aunque varios meses después el mismo Vega habría de llamarme para proporcionarme el número de un teléfono celular mediante el que podría encontrarlo.

Pero, ojo —me advirtió el maestro Vega—, ese número no es de él, sino de un hijo, porque Joaco no tiene celular. No sé lo que le pasa, pero anda como escondiéndose de la gente. Yo, que voy cada rato a Arenal, casi nunca lo veo”.

Esta vez no se escondió: el hijo respondió la llamada, pero a los pocos segundos estaba Joaquín Torres en su lugar contestando mis requerimientos. Su voz parecía alegre y amable, mucho más que durante el reencuentro en el Parque de las Flores.

Le expliqué de nuevo la intención de la entrevista y convinimos en reunirnos un sábado en la mañana en la Calle Pedro Adán Brioschi, del barrio Escallón Villa, en donde estaba recién mudado. Porque era esa otra de sus facetas más comentadas por los colegas: su tendencia a cambiar de casa, como quien cambia de camisa.

 

Ave perdida, que salió volando en la distancia…

 

Lo encontré sentado en una mecedora y sobre una terraza que no era la de su vivienda. Se protegía del sol bajo la sombra de un arbusto. Las ropas anchas acentuaban un poco más el patetismo de su delgadez, lo que junto a su rostro sin afeitar le daban el aspecto de abandono y de desesperanza que tienen las estrellas venidas a menos.

Unos minutos antes de comenzar la entrevista le expliqué otra vez la intención de la misma, sobre todo haciendo énfasis en que su canción “Samba en PalenqueS lleva mucho rato siendo un clásico de la música tropical colombiana, concepto que él ratificó moviendo asintiendo con la cabeza.

Le recordé sus visitas a mi casa, guitarra y cuaderno en mano, para ensayar las canciones inéditas con el acompañamiento de mi hermano Marco. Rememoramos sus incursiones en los festivales de música de acordeón, pero también en los conciertos orquestales, en donde a veces lo invitaban a subir a la tarima y a tomar el micrófono para decir “somos de arena, somos de sal, somos caribeños”.

El Joaquín Torres de aquellas épocas era elegante, aguajero y ampuloso cuando hablaba, lo mismo que cuando cantaba sus temas aún sin publicar. Él era el principal admirador de su propio trabajo, puesto que antes de llevar una canción a un concurso, ya se sentía ganador; y antes de que una canción saliera publicada, él le pronosticaba el éxito rotundo.

Algunas veces acertaba; otras, no tanto. Pero su nombre logró escalar entre las duras piedras de la competencia radial, hasta el punto de que llegó a comentarse entre líneas el supuesto crecimiento y solidez de su patrimonio económico, cosa que él no niega, como tampoco oculta la forma en que esos billetes fueron a parar al despeñadero de las parrandas prolongadas y de los amores furtivos y extramatrimoniales.

Prefiere recordar las incidencias de cómo compuso sus creaciones, cómo se las peleaban los intérpretes, cómo las exponía en los festivales y cómo se alzaba con el brillo de los trofeos que ya no guarda en ningún rincón de las casas que ocupa y desocupa como si fueran zapatos que aprietan.

Y fue en un festival del barrio San Fernando, a las afueras de Cartagena, cuando lo vi una de las últimas veces presentando cierta canción que no alcanzó a recibir ningún premio, porque el evento fue suspendido por una inconsistencia en la documentación que soportaban los organizadores.

Fueron muchas las canciones en diferentes ritmos y temáticas las que brotaron de la guitarra, de la garganta y de la cabeza semi calva de Joaquín Torres, pero solo dos se han quedado en las antologías de los melómanos sentimentales y de los hit parades de las estaciones radiales: “Samba en Palenque” y “El ribereño”, aunque siempre habría que destacar que la primera fue un cañonazo cuyo estruendo se oyó por casi toda Colombia, como una celebración al sentir caribeño, a lo bello de las cosas más terrígenas y al temple nativo de la tierra a la que fue dedicada.

 

Yo le canto con dolor, con esta mente que brilla...

 

La voz que sale de su garganta es dramáticamente delgada, como un penoso susurro.

Se toma unos cuantos minutos para comentar aspectos preocupantes respecto a su actual situación económica, pero termina retomando el hilo de la conversación cuando se le menciona a San Estanislao de Kostka-Arenal, el pueblo bolivarense en donde nació y pasó la mayor parte de su vida.

Allá —afirma entusiasta— vibra el folclor por todas partes. Los músicos, los compositores y los repentistas son cosa cotidiana”.

Es decir, ¿su vena musical es también silvestre?

Algo así. Desde pequeño sentí mucha inclinación por la música y la composición, pero es una cosa que viene del lado de los Torres. Ramy Torres, el cantante de Los inéditos, es mi primo. Y la inclinación de ambos viene de mi abuelo paterno, Joaquín Torres Almeida, quien era el trompetista de la banda Once de noviembre, de San Estanislao. Pero también tengo que mencionar a Rafael Torres Sabalza, mi padre, quien era uno de los cantantes más afinados que teníamos en el pueblo. Entre nosotros también está un tío, José Joaquín Torres, quien era un verdadero espectáculo bailando danza de negro. Dicen que la Danza de los negritos, que organizan en los carnavales de Barranquilla, la inventó él en Arenal, en donde todavía se celebra ese certamen.

¿Y a qué edad descubrió que usted también llevaba ese talento?

A los nueve años. Y el recuerdo que tengo de ese momento hace parte de una anécdota un poco graciosa: en ese tiempo a los niños no se les permitía estar en las parrandas de los adultos. Ese día, mi papá estaba jugando dominó con varios amigos en la casa de mi tía Rosa. De pronto llegó el gran decimero Roberto Castilla, y le cantó una décima a mi papá. Yo, a unos cuantos metros de la mesa de dominó, estaba escuchando atento; y de pronto dije: “papá, yo también puedo hacer una décima”. Y la hice. Recuerdo que decía: “Ooooooooohhh, señor Roberto Castilla/ usted que es mi señor/ yo le canto con dolor/ con esta mente que brilla”.

Enseguida, todo mundo me aplaudió. Pero ahí mismo me agarró mi papá por la mano y me dijo: “venga, no sea liso, sinvergüenza. ¿Quién le dijo que usted podía hacer eso?”

Enseguida me puse a llorar y le pedí perdón por el verso que había cantado. Mi tío, Pedro Marcial Torres, quien también estaba sentado en la mesa, le dijo a mi papá que me soltara, que lo había hecho bien. Y el viejo me soltó, pero ordenándome que me fuera para la casa, que allá arreglaríamos el asunto.

Cuando llegué a casa, me metí debajo de la cama. Pero en la noche, cuando regresó mi papá, escuché clarito cuando preguntó:

¿Dónde está el poeta?

Allá está, debajo de la cama—, dijo mi mamá.

Me hizo salir, pero, contrario a lo que yo creía, no me pegó sino que me cargó y me dijo:

Venga, mijo, no lo voy a castigar, porque yo estaba equivocado.

Y después le dijo a mi mamá:

Imagínate, María del Carmen, lo que hizo este pelao: se atrevió a cantar décimas con Roberto Castilla.

Mi mamá se puso a llorar, me abrazó y me dijo, “mijo, que Dios te bendiga ese privilegio.” Desde entonces, todos en la familia me apodaron “El poeta”.

Y ya con esa bendición familiar, ¿cómo fue la continuación del camino?

Después me dediqué a escribir versos vulgares, porque no tenía una guía, una motivación como para escribir verdaderos poemas. Aparte de eso, tenía el respaldo de seis amigos que se divertían con esos versos. Además, en el Colegio Mauricio Nelson Visbal teníamos un profesor llamado Fernando Saladens Dechamps, quien era un fanático de los versos de toda clase; y nos patrocinaba todo eso.

Ese profesor organizaba unos centros literarios en donde el principal protagonista era yo. Ya tenía once años y estaba haciendo primero de bachillerato y escribí una cantidad de versos que formaron parte de algo que llamé “La página literaria del grajo”, inspirada en una compañera a quien le hedían las axilas.

Recuerdo que un verso decía: “mejor que huelas a mierda/ como yo te lo decía/lo trajiste de mañana/ve que la mierda es humana/pero el grajo es porquería”. Esas cosas le gustaban al profesor y a los compañeros.

¿Y hasta cuándo duraron esos versos?

Hasta que un compañero, quien se las daba de muy fino, le puso las quejas al rector, un cura español, que era demasiado recto. Y el rector nos puso una trampa: esperó a que todos entráramos al salón y a que el profesor me pidiera que leyera los versos. Cuando terminé de leerlos, los compañeros que me apoyaban no paraban de reír, cuando de pronto apareció el cura, quien se había escondido detrás de una puerta y dijo: “así era como los quería coger. Usted, profesor, se me sale del salón. Y ustedes cinco están expulsados del colegio”. Pero en ese tiempo mi papá era el presidente del Concejo Municipal, y no permitió esa expulsión. Después, se organizó un concurso de poesía en el que resulté ganador con un poema que le dediqué a una compañera que me gustaba mucho; y creo que ahí di el primer paso para lo que vendría después.

 

Oye, palenquero, tu grito qué bonito es…

 

¿Y cómo fue ese encuentro con la composición musical?

Fue cuando hice contacto con Lucho Vega, quien ya era cantante. A él le enseñé mi primera composición, que se llamó “Ausencia”. En ese momento, él estaba componiendo su famosa canción “Fuiste mala”. Me acuerdo que mi canción hablaba de un hombre al que se le moría la esposa y lo dejaba con un bebé muy pequeño. La grabó Lucho Vega con el conjunto de los hermanos Ramos, en el mismo LP en donde está “Fuiste mala”. Pero resulta que en la disquera le cambiaron el nombre por “Ramera”, cosa que me disgustó mucho, porque yo ahí no estaba hablando de una prostituta sino de una esposa difunta.

En ese momento, ¿cuáles artistas eran sus influencias?

Siempre he sido un admirador ferviente de Alfredo Gutiérrez.

Ese sería el patrón en su pueblo, Arenal, pero, ¿con cuáles se encontró en Cartagena?

Con muchos. Imagínate que cuando tenía 22 años, mi papá me trajo a Cartagena para que continuara mis estudios, y mi lugar de residencia fue el barrio Olaya Herrera, sector Central, el antiguo Caimán. Allí aprendí a escuchar toda clase de música, por la influencia de los picós, y empezaron a surgirme canciones casi todos los días. Quienes escuchaban esas canciones decían que yo estaba adelantado para la época. Uno de esos fue el productor Wady Bedrán, a quien le debo mucho en el avance de mi carrera.

Hablemos de ese encuentro con Bedrán…

A él tengo que rendirle todas mis pleitesías, porque fue quien me descubrió. Yo trabajaba en Puertos de Colombia con Ausberto Bedrán, un hermano de Wady. A él le entregué un casette con un repertorio de mis canciones inéditas para que se lo diera a Bedrán.

Recuerdo que para esa época ya tenía compuesta la canción “Ave perdida”, que llegó a los oídos de Rafael Ricardo y Otto Serge, quienes en ese momento estaban en el pináculo de la gloria. Rafa, en cuanto la oyó, dijo que esa era la canción de su vida. Sin embargo, Wady Bedrán resolvió que ese tema no iba a ser para ellos, sino para Alfredo Gutiérrez. Y allí fue cuando pensé que esos eran designios de Dios, porque por medio de una composición mía iba a tener relación con mi gran ídolo. Salió publicada en un “Fiesta vallenata”, de esos LP que publicaba la disquera CBS todos los fines de año.

Alfredo la grabó con un acordeón armonizado, y el éxito fue impresionante en el interior del país, en donde todavía es un clásico de la música de acordeón.

A parte de eso, Wady apreciaba mucho mi modo de cantar, porque yo —modestia aparte— soy muy afinado. Fueron varias las producciones en las que le colaboré grabando coros, sobre todo en los temas folclóricos en donde se necesitaban los unísonos, que son característicos de los cantos negroides.

Pero el gran público supo que existía Joaquín Torres gracias a la música tropical orquestada. ¿Cómo fue ese cambio?

Se dio, porque, gracias al éxito de “Ave perdida”, Wady Bedrán empezó a creer tanto en mí que me llevaba a sus grabaciones y me pedía conceptos sobre canciones, melodías, letras, etc., lo que para mí era un honor, porque tú conoces de la sapiencia musical de Wady.

Resulta que en una de esas grabaciones, Michi Sarmiento, quien era uno de los músicos invitados, me dijo que había escuchado “Ave perdida”, que le parecía muy linda y que siempre se la dedicaba a su novia, cuando se le ponía brava.

Pero al mismo tiempo aprovechó para sugerirme que compusiera canciones más alegres, algo así como lo que él venía grabando con Nando Pérez, quien para esos días ya tenía pegados los temas Fidelina y Taconazo. Algo parecido me dijo Wady. Y me quedé pensando en que a lo mejor tenían razón, debía darle un giro a mis canciones, porque hasta el momento solo había compuesto canciones vallenatas románticas.

¿Y cómo se dio ese giro?

Cierta vez que veníamos viajando de Barranquilla a Cartagena, en el mismo carro venían dos funcionarios de Colpuertos, uno era supervisor de área; y el otro, un subalterno nativo del Palenque San Basilio.

Venían discutiendo sobre algo que no recuerdo, pero sí tengo presente que el supervisor insultó al palenquero tratándolo de cimarrón y de ignorante. El otro, muy comedidamente, le recordó que su pueblo tenía artistas y deportistas de fama, pero que lo que le faltaba era que le hicieran una canción.

Al escuchar eso, giré la cabeza y le dije al palenquero que yo podía hacer esa canción. Él pensaría que lo estaba embromando, porque en ese momento casi nadie en el Puerto sabía de mi vena de compositor. Aún así nos pusimos de acuerdo y planeamos una visita a San Basilio.

Fuimos un domingo. Y lo primero que encontramos fue un picó y gente bailando alrededor. El palenquero me dijo, “si no sabes bailá, la gente te dice que te vayas”.

Después fuimos a felicitar a una muchacha que estaba en vísperas de casarse, pero cuando llegamos la encontramos llorando, porque al novio se le había roto un diente y decía que hasta que no se lo arreglara, no se casaba.

Luego fuimos a una gallera, en donde una de las personas que me presentaron preguntó si yo era problemático: “aquí no busques problé, porque aquí nació Pambelé”, me advirtieron.

Y así, con todos esas anécdotas, compuse la canción “Samba en Palenque”.

¿La compuso en cuanto volvió a Cartagena?

No. Antes pasaron unos días. Pero recuerdo que durante alguna conversación con Wady, él me había dicho que las melodías que uno sueña debe aprovecharlas enseguida y convertirlas en canción, porque siempre son éxito.

En ese tiempo, yo andaba con una grabadora pequeña para grabar todo lo que se me pasara por la mente. Una noche me acosté pensando en los argumentos que había recogido en Palenque y salí soñando que estaba en Brasil, viendo una comparsa cuyos integrantes iban cantando “samba, samba, samba en Palenque, samba, samba eeeh…” Y yo pregunté que por qué estaban cantando ese estribillo en Brasil; y uno de ellos me dijo, “es que esta comparsa es de Palenque”.

Enseguida desperté sobresaltado, tomé la grabadora y empecé a componer la canción.

¿Cómo llegó a manos de Nando Pérez?

Al día siguiente de haberla compuesto, fui a la casa de Wady, quien me invitó a Gamero, su pueblo, a visitar a Irene Martínez, quien estaba un poco enferma. En el carro que tomamos para ir al pueblo iban otros artistas amigos de Wady, entre esos Nando Pérez.

Hubo un momento en que le dije a Wady, “escucha esta melodía”. Le canté “Samba en Palenque”. Nando Pérez, quien estaba cerca oyéndome, hizo que se la repitiera varias veces. Y así fue como se la entregué.

¿Quiénes participaron en la grabación?

El pianista fue Boby Pérez, quien en ese momento trabajaba con Los inéditos; y Rey Arturo González, en el bajo. Ellos hicieron los arreglos. De los otros, no me acuerdo.

¿La canción demoró mucho para pegar o fue éxito inmediato?

Desde que salió se convirtió en éxito, se volvió la canción del año de la disquera Codiscos, ya que en menos de 12 meses vendió 50 mil copias, que era una barbaridad en esa época.

Eso le generó dos discos de oro a Nando Pérez en dos años consecutivos, mientras que a mí me nombraron compositor del año 1984. Eso generó invitaciones a ruedas de prensa por todo el país, pero la que más recuerdo fue en Bucaramanga, en la casa de una niña enferma de cáncer, Ángela Carvajal, quien tocaba muy bien el sintetizador. Su familia era millonaria y ella les había dicho que antes de morirse quería conocer al compositor de “Samba en Palenque”. La familia me contactó sin complicaciones y me llevó a su casa. Allá estaban los periodistas esperándome, pero lo mejor fue cuando la niña y yo nos pusimos a cantar. Ella se emocionó mucho y lloró. De paso me hizo llorar a mí. Todavía lloro cuando recuerdo esa anécdota.

Supe que fue grabada en el exterior…

Sí. La grabaron los Hermanos Kenton, de República Dominicana. Ellos se ganaron el premio a la mejor canción latinoamericana en Nueva York. También la grabó una orquesta filarmónica de Francia.

¿Qué dijeron los palenqueros cuando escucharon la canción?

Les gustó tanto que me convertí en un ídolo para ellos. Todavía es la hora en que llego a Palenque y es como si llegara Pambelé.

 

Déjenlo quieto, que está operao...

 

Tengo entendido que usted se convirtió el compositor de cabecera de Nando Pérez…

Sí, porque entre nosotros se despertó una empatía que se rompió un tiempo después con ciertas desavenencias que ahora no vienen al caso.

Pero sí viene al caso hablar de “El ribereño…”

Esa fue la siguiente canción que Nando me grabó y de la que siempre he pensado que es mejor canción que “Samba en Palenque”, aunque no tuvo el mismo éxito, porque siempre resulta difícil igualar o reemplazar un batazo con otro.

¿Cómo nació esa canción?

Nació en medio de una crisis de salud, porque en ese momento yo era vicepresidente de la Asociación Nacional de Cooperativas de Colombia, y por eso pasaba la mayor parte del tiempo en Bogotá. Todavía no había pasado la euforia de “Samba en Palenque”, pero Nando Pérez ya estaba preparando material para su nueva grabación y me preguntó que cuál canción le tenía lista.

Yo no tenía ninguna, pero ya estaba pensando en escribir algo cuando me iba bajando de un avión en el Aeropuerto El Dorado, de Bogotá, y me dio un dolor en la espalda, como si me hubiesen enterrado un cuchillo. Caí inconsciente y cuando desperté, después de varios días en coma, estaba en el Hospital Bocagrande, de Cartagena.

Mientras estuve en coma, la prensa publicó que yo estaba al borde de la muerte, que quizás no saldría de esa crisis, pero salí. Y, cuando desperté, lo primero que recordé fue que no le había hecho la canción a Nando. Los médicos me dieron de alta, después de explicarme que se me había roto la pleura y por eso duré tantos días en coma.

Estando en mi casa, le dije a mi esposa que me trajera lápiz, papel y la grabadora. Comencé a escribir sobre la idea de que un costeño en Bogotá debe ser elegante, prudente y caballero para que la gente lo quiera. Pero el costeño que llega con ínfulas, dándoselas de conquistador, con lisuras, a ese lo marcan, no le dan ni la hora.

Las amigas cachacas que andaban conmigo en mis parrandas, decían que el hombre que nace cerca al río, al mar y a la arena, es un hombre viril. Y ese fue otro ingrediente para la canción: “Soy de arena, mar y sol/soy ribereño/aee/Soy ardiente en el amor/soy muy costeño/aee…”

Pienso que Nando Pérez la grabó con todo el sentimiento, porque cuando comienza me manda este saludo, “Joaquín Torres, que Dios te bendiga”. Y más adelante dice: “déjenlo quieto que está operao”. Ahí se estaba refiriendo a mi hospitalización.

¿Qué vino después?

Nando Pérez se mudó para la disquera Sony Music, en compañía de Rey Arturo González y me grabaron la canción “Quisiera”, que estuvo en los primeros puestos de sintonía radial junto con el tema “Va pa’ esa”.

 

Soy el mismo Eros, el rey del amor...

 

Pasemos a su faceta de festivalero…

Esa faceta empezó cuando me invitaron al Festival bolivarense del acordeón, en Arjona, para integrar el cuerpo del jurado. Los organizadores me conocían por el éxito de “Samba en Palenque”, y tal vez pensaron que yo solo componía canciones de ese estilo. Pero les dije que primero me dejaran participar y al año siguiente podía volver como jurado. Ese año participé y gané. Hasta la fecha he llegado a acumular 147 primeros puestos en concursos de canciones inéditas en esos festivales.

¿Todas están grabadas?

Algunas no, otras sí. La mayoría está inédita. Pero vengo pensando en grabar un disco compacto en el que incluya mis canciones tropicales que han sido éxitos; y las canciones vallenatas que han ganado en los festivales, pero más que nada las costumbristas, que son unas cuarenta.

Esos temas están dedicados a cada uno de los pueblos del Caribe colombiano en donde se realizan festivales. Por eso creo que deben grabarse. Y porque no quiero morir sin que quede una evidencia de lo que hice a mi paso por este mundo.

 

Octubre de 2009


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