Julio Rocha Maciá, compositor cartagenero

Julio César Rocha, con el folclor en la risa


Lo primero que me sorprendió al inicio de la conversación con Julio César Rocha fue cuando me dijo que era cartagenero.
Y la sorpresa consiste en que todos estos años estuve creyendo que este compositor era nativo del algún rincón de lo que antes se conocía como el Magdalena Grande. Es decir, la zona conformada por las regiones del Magdalena, el Cesar y la Guajira.
Y, por lo que recuerdo, parece que no era yo el único confundido. Siempre hubo confusión en el gremio de músicos y compositores respecto a la certeza de su verdadero origen. 
Él mismo estimulaba el enredo, empezando por su forma de hablar, que es bastante parecida a la de los nativos de las provincias del norte de Colombia. Incluso, en alguna ocasión, como invitado de un programa radial de música vallenata, le preguntaron por su procedencia, y nunca dijo que era cartagenero.
—¿Usted es guajiro?—, le preguntó la locutora Amira Soledad Morelos Mora.
—¡Nooooo! —se apresuró a corregir con acento cesarense— Yo soy del Valle. 
Para aumentar el volumen de la incertidumbre, el cantante sanjuanero Otto Serge le envió un saludo en la canción “Luna”, de la autoría del mismo Rocha: “Julio César Rocha y Abercio Medina, pa’ San Diego”, decía el cumplido refiriéndose a una población del departamento del Cesar. 
De todas maneras, vale destacar que Julio César Rocha, pese a su dicción cantada, es uno de los compositores de música de acordeón que más llevan en su estilo la esencia de lo que llaman el folclor sabanero. Más claro: la expresión melódica que identifica a los territorios de Bolívar, Córdoba y Sucre.
De su pluma y de su cabeza no solo han surgido canciones con estilo vallenato, sino también porros, cumbias, chandés; todas con la misma tonalidad y riqueza melódica que enmarca las composiciones de los viejos juglares del Bolívar Grande.
Y no solo eso. Su presencia, sus chistes, sus parrandas tienen mucho de homenaje a la música sabanera. Mucho arraigo al folclor de la Costa Caribe colombiana, a sus gentes, a su culinaria, a su historia, al color de su tierra, al bochorno abrasante de su mediodía, a las ciénagas y a los ríos que él ha conocido bien en todos estos años de correrías por los festivales folclóricos y por las parrandas que se organizan en esas calles pedregosas en donde la madrugada  no encuentra reposo por culpa de las guitarras, los acordeones, los tambores y los cantos.
Julio César Rocha es un cúmulo de amigos que saben compenetrarse muy bien con sus nostalgias. Prueba de ello podrían ser las jaranas de los viernes en la terraza de su vivienda, en su oficina de abogado o en cualquier otro escenario en donde la música y el ambiente folclórico no encuentren el rechazo de las pretensiones modernistas.
Recuerdo a Julio Rocha en el amanecer de los años ochenta. Era mi vecino en el barrio El Socorro, pero en realidad supe de su existencia a través de mi hermano Marco, quien para entonces era un aprendiz de guitarrista con miras a convertirse en bajista.
Yo apenas empezaba a saborear incipientes conocimientos sobre la música la música de acordeón del Caribe colombiano. Y las visitas a la casa de Julio Rocha resultaban aleccionantes, porque tenía entre sus manos el acordeón y la guitarra, instrumentos que empezaban a imponerse en el país, a pesar de los embates de la indiferencia y del rechazo interioranos.
No obstante encontrarse en una de las principales zonas urbanas de la Nueva Cartagena, la residencia de Julio Rocha parecía como si la hubiesen arrancado del corazón de alguno de los pueblos de Bolívar. Por todas partes está rodeada de cuadros y objetos que recuerdan el folclor y los rudimentos del campo: sombreros vueltiaos, mochilas, abarcas, jardines colgantes, mecedoras, llamadores, gaitas de cardón y, por supuesto, la presencia siempre folclórica del anfitrión y dueño de la casa.
Y un ingrediente más: una enorme colección de discos con todas las colecciones de quienes eran o son los protagonistas de la música vallenata. Y no solo vallenato: piezas discográficas pertenecientes a la música brasilera, a la salsa, al porro, a la cumbia, a la balada, al bolero y a todo lo que pudiera generar una magnífica conversación bajo el acecho de la madrugada.
Porque es un excelente conversador. Si de su boca no salen chascarrillos, puede entonces originarse una interlocución de kilates respecto a los orígenes de la música de acordeón o sobre la historia de las canciones folclóricas que han hecho fama en esta parte del mundo.
En aquellos tiempos, solo era licenciado en Matemáticas y futbolista frustrado. Después se convirtió en abogado, y es esa la profesión que ejerce con mucho éxito, a juzgar por el resplandor que emana de su oficina, sobre todo cuando recibe la visita de los amigos, siempre armados de alguna guitarra, aunque él ya tiene la suya colgada de la pared. Y aunque también mantiene su minicomponente y sus discos compactos, por si se presenta alguna excusa para compartir muchos vasos de whisky antes de que caiga la noche.
Cuando lo conocí, ya estaba sonando en las emisoras su canción “Luna”. Otto Serge y Rafael Ricardo, al igual que otros músicos y compositores, eran sus asiduos visitantes; y cualquiera de esas visitas era motivo para armar una buena parranda.
Después vinieron más canciones, más festivales y más francachelas, pero cada vez menos grabaciones. Y eso no parece afligirlo. Sabe muy bien que la música vallenata y la sabanera se convirtieron en “pistas de competencia” (como dice Diomedes), que de haberles seguido el juego no hubiera coronado los triunfos profesionales que ahora muestra hasta en su manera de vestir.
Pero lo que no ha cambiado son sus ganas de estallar en risas y de regodearse con los amigos, ya sea en la casa, en la oficina o en su finca, a unos metros del mar Caribe. Ahora luce más veterano, cabello blanco, gafas de aumento, un cumputador en donde guarda sus viejas y nuevas canciones, su incalculable colección de discos de acetato y compactos, que escucha todos los viernes bajo el estímulo de una cerveza fría.
Una de esas nuevas canciones es un merengue llamado “La plata del ron”, en donde desenrolla toda la jocosidad que lo caracteriza y que casi no pudo dar a conocer en sus primeras grabaciones, por andar inmerso en el paseo vallenato lírico, que era la moda en la década de los ochentas.
Lejos están los tiempos en que organizó festivales de la canción inédita en el estadio de sóftbol de El Socorro; o en los patios del Colegio Americano de Cartagena, en donde dictaba clases y estimulaba el talento de los jóvenes que mostraban alguna habilidad para la música.
De repente, le vuelven las ganas de revivir esos eventos, pero se acuerda de lo esquiva que es su ciudad con los certámenes culturales. Tal vez piensa que ya no carga las mismas energías del principio, por lo que a veces planea, pero no ejecuta. El tiempo sabe cómo hace sus cosas. 

Luna, testigo de mis penas...

—¿Y en qué parte de Cartagena nació usted?
—En el barrio Bruselas, pero con una simbiosis que me llevó a las regiones del Cesar y la Guajira. La mayoría de mi familia paterna es de esos lados.
—De esos lados pudo haber salido la vena musical...
—De pronto, aunque la inclinación por la música la tenía mi mamá, Cristiana Maciá Recuero, una cartagenera que cantaba muy bonito. Le gustaban las canciones de Escalona y los boleros antillanos. Pero en cuanto a mí, debo decir que fue mi entrada al Colegio Fernández Baena, en 1960, la que resultó determinante en mi formación para la música. Allí tuve contacto con las colonias del Cesar y la Guajira, porque, aparte del acordeón, nos unía el balón. Yo jugaba fútbol en esa época.
—Y eso pudo haber confundido a sus conocidos, sobre todo por el saludo en la canción “Luna”.
—Es posible. Pero en el caso de la canción, lo que ocurrió fue que Otto Serge me nombró junto con el cantante Abercio Medina, natural de San Diego (Cesar), pero como él no hizo ninguna diferencia en el saludo, la gente pensó que yo también era de esa población.
—Y en cuanto a lo familiar, ¿cómo fue el contacto con el Cesar?
—Por ese lado el contacto empezó cuando mi papá, Julio Rocha Martínez, dejó la agricultura y se dedicó al contrabando. Por esa actividad, a nosotros nos tocaba viajar todas las semanas desde Valledupar a Maicao. Yo era un niño, pero ya estaba vinculado al trabajo, en vez de estar jugando como los demás muchachos de mi edad; y me tocaba acompañar a mi papá en el transporte de la mercancía. Al mismo tiempo nos relacionamos demasiado con las familias Mendoza y Ariño, que eran músicos. Goyo Mendoza era primo de Colacho Mendoza. Y yo, que llevaba esa inquietud musical por dentro, encontré en ellos el aguacero que necesitaba para aflorar.
—¿Qué cosas afloraron con esas primeras inquietudes?
—Lo primero fue escribir mis cantos, pero descomponiendo las canciones de otras personas. Las de Escalona, por ejemplo. Me las aprendía, pero les inventaba algunas cosas, hasta cuando cumplí los 11 años de edad y empecé a crear melodías propias con ayuda de la caja y la guacharaca, que eran los instrumentos que más a la mano tenía y que resultaron fáciles de ejecutar. Instrumentos más complejos, como la guitarra y el acordeón, los aprendí mucho tiempo después.
—¿En qué momento se atreve con el acordeón?
—Estando en Valledupar empecé a mirar cómo se tocaba ese instrumento, aunque en ese momento era poco probable que llegara a tenerlo. Cuando volví a Cartagena, en el barrio Bruselas conocí a un señor llamado Óscar Puello, quien tocaba acordeón; y me le pegué, hasta que logré que me enseñara los primeros compases. La guitarra vino mucho después. Ya estaba casado, era docente y vivía en el barrio El Socorro, cuando me conocí con Rey Arturo González y Marco Álvarez. Entre los dos me enseñaron a sacarle melodías a las cuerdas. Ellos me decían que me quedaba mucho más fácil crear las melodías cuando tuviera que grabar casettes con mis canciones para entregárselas a los cantantes.

—Su primera canción propiamente dicha...
—Fue una que le dediqué a mi abuelo, José Manuel Rocha Barrios. Yo tenía 14 años, vivía en Cartagena, pero él estaba en Valencia de Jesús (Cesar), viviendo con una tía mía. Un día vino a Cartagena y, como él era tan especial para mí, se me ocurrió hacerle esa canción. La titulé así, “Mi abuelo”. Esa canción todavía está inédita.
—¿Cuál fue la primera canción que le grabaron?
—La titulé “Remanso de amor”. Y en realidad no nació como una canción sino como un poema. En esa época leía mucho y un día me puse a imitar a los escritores que admiraba; y fue así como me salió esa pieza. Después me puse a ver que a ese trabajo solo había que ponerle melodía, porque ya tenía rima y contaba una experiencia sentimental. Y así nació la canción. Es esta la única vez en que he escrito primero la letra, para después ajustar la melodía, cosa que me costó mucho trabajo, porque fue algo casi a la fuerza.
—Y hablando de literatura, ¿quiénes fueron sus maestros en este aspecto?
—Yo he sido romántico toda la vida, y creo que por eso me ha gustado siempre el trabajo de Gustavo Adolfo Becquer. Ese poeta me sensibilizó tanto que todavía su influencia se nota mucho en mi trabajo. Por muy folclórica que sea la canción, se nota la presencia de ese maestro.
 —Volviendo a Remanso de amor, noto que es una canción de tonos altos. Para ese tiempo, ¿ya usted manejaba esos conceptos?
—Yo creo que sí, gracias a la guitarra. La cuestión es que la canción salió tan alta, que mi compadre, el acordeonista Mariano Pérez, tuvo que ayudar a bajarle algunos tonos, pero lo hizo con muchas ganas, porque la canción le gustó bastante, y la grabó con Guillermo Klele, el que para mí era el único que podía grabarla en ese momento. Los coros eran tan impresionantes que Carlos Piña, quien hizo la primera voz, quedó afónico después de la grabación. Cuando me lo presentaron en Medellín, lo primero que hizo fue darme un regaño cariñoso: “tú fuiste quien me puso a sufrir con los coros de ‘Remanso de amor’”, me dijo.
--En esa época empezaron a salir los compositores que defendían al paseo vallenato romántico, pero usted tenía una carga folclórica en su formación. ¿Cómo hizo para sortear las dos cosas?
—Pienso que el vallenato folclórico nace de siempre. Cuando ya podemos sentarnos a decir, de aquí para allá es vallenato, el aspecto folclórico es determinante. La condición romántica es posterior. Ella llegó con un nuevo grupo de compositores que salimos de la provincia, pero que tuvimos la oportunidad de pasar a la universidad, de conocer que existían otras posibilidades literarias y melódicas, aspectos que no conocieron los primeros juglares. Por eso creo que los años 70 y 80 fueron determinantes en lo que se preveía como el futuro del vallenato.
—“Luna” es de esa misma escuela. ¿Cuál es su historia?
—Esta canción resultó  mucho más elaborada que las primeras, porque ya yo tocaba guitarra. Se la dediqué a una novia que fue mi compañera durante algún tiempo. En una oportunidad tuve que irme para Bogotá a hacer una especialización en la Universidad San Buenaventura y ella se quedó aquí en Cartagena. En una de esas noches de nostalgia que tiene Bogotá me dije, “carajo, la luna que estoy viendo aquí a lo mejor es la misma que ella está viendo en Cartagena”. Es decir, estaba tratando de fantasear a que me comunicaba con la muchacha a través de la luna. Esa misma noche me invadió la musa. Salió la letra y la melodía y la canción quedó lista de un solo tirón: “Luna/ testigo de mis penas/tú sabes que por ella/vivo con mi sufrir...”
—¿Cómo llegó a manos de Rafael Ricardo y Otto Serge?
—En ese momento, como estaba empezando en mi afición por la música y la composición, no perdía oportunidad de estar en donde estuvieran los músicos y los compositores. En una ocasión me presentaron a Rafael Ricardo cuando tocaba en el estadero La Piragua, del barrio Bocagrande. Creo que Rafa tocaba allí  todas las noches. Cuando terminó su jornada, nos quedamos y empezamos a parrandear. Aproveché y le canté la canción, que, por fortuna,  le gustó.
Para esa época yo trabajaba en el Colegio Americano de Cartagena. Tres días después de la parranda, Rafa me fue a buscar al plantel. Me pregunto, “Julio, ¿cómo se llama la canción que me cantaste allá en La Piragua?” Y resulta que no tenía nombre, porque esa ha sido una de mis fallas, nunca les pongo nombres a las canciones, y son los intérpretes quienes terminan bautizándolas.
Rafa me explicó, “hombre, lo que pasa es que voy a grabar. Santander Durán Escalona me dio dos canciones, pero una me gusta y la otra no tanto. Entonces, vamos a grabarte esa canción”. ¡Mierda!, yo estaba que saltaba de felicidad. Y ahí mismo en la biblioteca del colegio, Rafa sacó su grabadora y le canté el tema. Pero tenía mis dudas, porque Rafa Ricardo gozaba de un aprecio muy alto entre los compositores del Cesar. Muchos de ellos, como Romualdo Brito, Gustavo Gutiérrez, Tobías Enrique Pumarejo y Sergio Moya Molina, entre otros, le habían dado canciones. Y me dije: “carajo, yo ahí no tengo cabida”.Pero Rafa se llevó la canción para Medellín, a la disquera Codiscos. Como a los cinco días, me llamó mi compadre Abercio Medina y me dijo, “compa, la canción va”. Pero no me convencí hasta que me pusieron la maqueta del tema ya hecho en el estudio.
--¿Pensó en algún momento que la canción iba a pegar, a pesar de lo desconocidos que eran Rafael Ricardo y Otto Serge?
—Me atrevo a decir que Rafa es el músico más grande y más completo que ha dado Bolívar. Y de pronto, uno de los más completos que ha dado la costa Caribe. Es una persona con una sensibilidad musical extraordinaria. Eso lo saben los guajiros y los vallenatos. 
La segunda vez que lo vi fue cuando el compositor Fernando Meneses, quien para esa época vivía aquí en Cartagena, en el barrio El Prado, me llevó a su casa. Y ahí estaba Rafa. Es decir, ya los músicos y compositores famosos sabían de sus calidades musicales. Rafa apenas había hecho un LP con Pellito Torres y Libardo Narváez. Aún así, el público común no lo conocía. Sin embargo, tenía prestigio entre sus colegas, y por eso no me dio temor entregarle mi canción.
—¿Cómo incidió el éxito de “Luna” en la vida que usted llevaba hasta ese momento? 
—Eso cambió mi vida de forma profunda, porque los músicos empezaron a buscarme. Tuve contacto con artistas de la talla de Daniel Celedón, quien me dijo que le había gustado mucho mi canción, lo mismo que a Ismael Rudas y a Gustavo Gutiérrez, quien se impresionó mucho por haber encontrado a un compositor novel en la nómina de los grandes. Esa situación causó un efecto doble en mi persona: uno negativo y otro positivo. Lo positivo fue que empezaron a conocerme. Lo negativo fue que comencé a hacer dos y tres canciones diarias, pensando en que entre más canciones hiciera, más me buscarían y más me grabarían. Y resultó que no era así, que estaba sacrificando mi talento en procura de la cantidad. Hoy ni siquiera recuerdo esas canciones.
—En ese instante, ¿ya el compositor era el empresario que es ahora?
—Creo que no. Aunque el caso mío era sui generis, porque estaba muy dedicado a la Pedagogía. Y casi enseguida entré a la universidad a estudiar el Derecho y no tenía la facilidad de movilizarme a Valledupar. De allá me llamaban para que llevara mis canciones, pero  mis ocupaciones no me lo permitían. Aparte de eso, ya tenía la responsabilidad de mi hogar, cosa que no podía sacrificar por irme para Valledupar a entregar una canción que exigía que me quedara dos o tres días parrandeando en aras de que la grabaran. Viéndolo bien, por esos factores me marginé de la relación con los músicos que estaban de moda. Los que me grabaron tuvieron que venir a mi casa a buscar las canciones, porque me sentía imposibilitado para estar viajando. No era pedantería ni mucho menos, sino ocupaciones y más ocupaciones.
 —Hablemos de “Golondrinas viajeras”, otro éxito en manos de Otto Serge y Rafa Ricardo.
—Esa canción se la dediqué a una muchacha del municipio de Arjona. Allá fue en donde la conocí, nos hicimos muy buenos amigos, teníamos una relación muy  bonita, pero de pronto se me desapareció; y hasta la fecha de hoy, no he sabido algo de ella. La época en que se desapareció era de un invierno. Y yo hice la comparación con las golondrinas que abundan en el verano, pero en tiempos de lluvia se desaparecen: “Dónde van/golondrinas que se pierden/bajo el peso de la noche/en un invierno sombrío.../”
—Esa es de sus canciones la que más carga poética contiene... 
—Así es. Y te cuento que no la pensé mucho. Tanto la melodía como la letra me llegaron enseguida. Cuando se la canté a Rafael Ricardo, me dijo en el acto: “esa es la mía”. Yo acostumbraba a cantarle tres o cuatro canciones, para que tuviera de donde escoger, pero esa vez me cortó: “no me cantes más nada, porque me confundes. Me quedo con esta”.
Con esa canción me pasó algo anecdótico en Bogotá. Yo soy como los ratones de ferretería: a donde quiera que llego  me pongo a buscar música para ver qué encuentro. Estando en el aeropuerto El Dorado, esperando un vuelo, me metí en una discotienda y me puse a ver los LP que allí tenían. De pronto vi un disco del dúo Los Ahijados, de República Dominicana; y, para sorpresa mía, la primera canción del lado A era “Golondrinas viajeras”, pero no aparecía mi nombre en el crédito sino D.R.A. Entonces me entró la duda: no sabía si se trataba de mi canción o de una homónima. Enseguida le dije al dependiente que pusiera el disco y, en efecto, era mi canción. Apenas volví a Cartagena llamé a Codiscos, la empresa en donde grababan Rafa y Otto, y hablé con la señora Silvia Arango, la gerente de Prodemus, y ella se encargó de ponerse en contacto con la casa Quisquella Récord para que en lo sucesivo se acordaran de poner mi nombre en los créditos.
—En cuanto a las regalías, ¿qué arreglo  hizo Silvia Arango?
—Creo que ninguno, porque hasta la fecha no he recibido ninguna regalía por concepto de la versión de Los Ahijados. Al respecto, Silvia me explicó que Codiscos no tenía ningún contacto con las empresas disqueras de República Dominicana. Por esa causa, ni los dominicanos cobraban regalías aquí en Colombia, ni los colombianos cobraban en República Dominicana. Pienso que esa situación es injusta para los compositores, porque, al momento de perder, perdemos todos, ya que los dominicanos han sido siempre unos clientes nuestros. Han estado en el gusto de los colombianos, porque somos muy afines. Lo mismo pasa con la música colombiana entre ellos.
—“La Razón” es otra de las canciones clásicas suyas, pero se sale del formato del paseo romántico...
—Porque Rafa hizo una combinación de porro con paseo sabanero cuando la grabó.
—¿De quién fue la idea? ¿Cómo acordaron eso?
—Nunca hubo acuerdo, empezando porque la canción se llamaba “María del Rosario” y Rafa le puso “La Razón”. Esa letra se la compuse a una muchacha que tenía otro compromiso sentimental, y la forma de vernos era después de las 11 de la noche, cosa que en ese tiempo era una exageración. Imagínate que yo salía del trabajo a las 6 de la tarde y esperaba cinco horas para poder verme con ella. Pero teníamos una celestina que se llamaba Margarita Olivo, y en su casa era en donde yo esperaba a la chica. En esa espera, estando en un negocio de bebidas, se me ocurrió la canción, pero en aire de son. Después se la canté a Rafael Ricardo y me dijo que le gustaba, pero que quería hacerla más alegre. En el momento no sugerí nada, porque por mucho que quisiera hacerla distinta ya tenía en los oídos la melodía y el ritmo de son. El caso es que Rafa se la llevó sin decirme si la grabaría o no.
Un día que el conjunto se dirigía a un concierto en Montería, aprovecharon para recoger canciones, pero parece que les faltaba una y empezaron a buscar en unos casettes viejos en donde encontraron la mía. Se pusieron a analizarla para ver cómo la cambiaban y lo que lograron fue transformarle la melodía, aunque de todos modos quedó muy bonita: “Le mandé con Margarita una razón/para María del Rosario/Ahora espero que me dé contestación/y no me ha contestado/Si supiera que yo me muero de amor/no se habría demorado/Y me hubiera hecho llegar esa razón/ que yo estoy esperando/Mayo, por qué te estás tardando/Mayo por qué me estás matando...”

—Miremos su experiencia como concursante de festivales...
—Yo voy a los festivales como quien va a una fuente, a beber. Porque sucede que eso de la alteración de la música autóctona no es nuevo. Siempre ha habido personas en los medios de comunicación interesadas en propagar cosas que están muy lejos de la esencia de la música terrígena, pero la siguen calificando como si fuera lo puro. Y si uno no se pone las pilas, termina influenciado por esos equívocos con intenciones comerciales. Por lo tanto, una forma de mantener el contacto con el folclor legítimo son los festivales. Eso me nutrió muchísimo.
—¿En cuántos festivales ha salido triunfante?
—He ganado en Arjona; en Turbana, dos veces; en El Carmen de Bolívar, en Montelibano, en Sahagún; fui el primer rey en Chinú; en Caucasia (Antioquia); fui rey en el Festival del cantor marginado, en Uribia (Guajira). He ocupado segundos lugares en San Juan Nepomuceno y en el Festival del Magdalena Grande, que se celebra en Barrancabermeja.
—¿Por qué nunca asistió al Festival de la leyenda vallenata, en Valledupar? 
—Por dos razones: la primera, mis ocupaciones. Y segundo, porque el Festival Vallenato ocupa una semana y no tengo esa facilidad para perderme de la casa tantos días. Mi profesión no me permite esa libertad.
—La más famosa de sus canciones festivaleras es “Arjonera”. ¿Cómo nació?
—La protagonista de esa canción es la misma mujer de “Golondrinas viajeras”. 
Una vez, estando en el estadero La Piragua, me encontré con Héctor Baldovino, un amigo arjonero que me invitó a su pueblo. Tomamos un taxi y, a los pocos minutos de haberme embarcado, me dormí. Cuando desperté, ya estábamos en Arjona. Y Héctor me dijo: “hombre, lo que pasa es que un amigo mío cumple años hoy. Se llama Gustavo Nieto.” Ese día fue cuando me conocí con ese acordeonista. Estando en la parranda, le comuniqué a Gustavo Nieto que tenía una canción llamada “Arjonera”. Se la canté y me sugirió que la presentáramos en el Festival bolivarense del acordeón, que se celebra en ese municipio. Ahí mismo le buscamos los tonos y los arreglos. La presentamos en el festival y ganamos. Para ese entonces, la poesía estaba muy arraigada en mí. Pienso que son etapas que uno experimenta; y si son determinantes, dejan huella. 
—Se supo que Jorge Oñate y los hermanos Zuleta se peleaban esa canción, ¿por qué no se las entregó?
—Porque desde que llegué a Arjona, el día en que conocí a Gustavo Nieto, le dije que la canción sería suya. En esos momentos él estaba preparando una grabación con Luis Carlos “El Papi” Daza. Pero, en cuanto la canción ganó en el Festival de Arjona, se presentaron varias ofertas, pero ya me había comprometido con Gustavo.
—Después que “Arjonera” fue grabada, ¿no volvió a tener contacto con Oñate y los Zuleta?
—Sí. A través de Mario Zuleta, uno de los hermanos menores de Poncho y Emiliano, volví a tener contacto con el conjunto. Incluso, les envié varias canciones. Me dijeron que a Poncho le había gustado una, pero para lograr que la grabara me hubiera tocado ir a Valledupar y estar allá dos y tres días parrandeando y yo no tenía tiempo para eso.
—¿Cómo es su vida de compositor?
—Sigo haciendo canciones, tal vez no con la misma periodicidad de antes, pero las sigo haciendo. Es más, estoy preparando doce canciones que pienso grabar con mi propia voz y con acompañamiento de guitarras.
—Una de las más nuevas es “La plata del ron”. ¿Cómo se le ocurrió?
—Fue una vez estando en un partido de fútbol con unos amigos funcionarios de la Fiscalía de Cartagena. Entre ellos estaba el difunto fiscal Wilson Medrano. El grupo tenía por costumbre que cuando terminábamos el partido, nos sentábamos en algún sitio a tomar cerveza. Y cuando alguien decía: “yo no participo hoy, porque la plata que tengo en el bolsillo es para pagar la luz”. Y enseguida le replicaba Wilson: “No, no, no, esa es la plata del ron; y esa no se puede coger para pagar servicios”.
“Uno tiene que ser serio en la vida/sobre todo con el plata del ron/no puede cogerla pa’ la comida/para pagar la luz/ni pa’ medicina/tampoco para una operación/así esté en peligro la vida/o esté dura la situación/por eso la plata del ron/es mejor gastarla enseguida/”
Julio de 2007


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