Esto por encima de todo


El 10 de agosto de 1954 un destello entre el barro perturbó el cromo de una tarde improductiva. Marcela fue la primera que notó el resplandor dorado. Le pareció una moneda a Flavia. En medio de la lluvia, las amigas se acercaron. Flavia alzó el objeto, limpiándolo con las que caían de las ramas de un guayacán florecido.

Se trataba de un anillo de matrimonio, delicadamente diseñado, exuberante en su sencillez. Tenía grabadas tres palabras: This above all. Las mujeres, todavía solteras, se preguntaron de qué manera esa joya había llegado a aquella cuneta del parque Antonia Santos, en donde acostumbraban caminar luego de la comida.

Fantasearon, pero ninguna se lo dijo a la otra, con el hombre que había elegido ese aro sin piedras decorativas.

Recrudeció la precipitación. El cielo, además de encapotado, se había poblado de relámpagos. Se instalaba en el ambiente un olor frugal. Flavia y Marcela corrieron a casa, cubriéndose las cabezas con sus chaquetas, dando pasos rápidos, pero cortos, por temor a resbalarse. Se sentían festivas. Algo tan simple como una sortija (no sabían, y no supieron nunca, si era de mujer o de hombre) había cambiado su ánima, les había dado esperanza.

Marcela pensó que todo aquello era el indicio definitivo de que su novio le pediría contraer nupcias en breve.

Creyó Flavia que la frase en inglés era la clave, alejando el pensamiento de quedarse con el anillo, pese a que sentía que le pertenecía.

Dos pisos y veintisiete escalones arriba del viejo edificio en el que vivía Marcela, el par de amigas encontró refugio. Se secaron. Ambas parecían pasadas por sopa fría. Flavia puso a hervir la tetera. Tomaron café con bizcochos de chocolate. Marcela llevaba todo el tiempo el aro de oro en su bolsillo. A Flavia le desagradó el olor a vinagre de la cocina de su amiga. No demoró en salir a colación la sortija: ¿qué harían con la joya, quién debía quedársela, cuál de las dos tenía más méritos para conservarla?

Pasó por sus cabezas vender la sortija y dividir el dinero en partes iguales. Flavia propuso informar el hallazgo en el barrio. Pero desecharon la idea porque cualquiera podía atribuirse su propiedad.

Como se hacía tarde, Marcela le dijo a Flavia durmiera allí esa noche. Flavia asintió. Se conocían desde chicas. Y había un detalle que las hermanaba: ninguna tenía padre; la una por abandono, y la otra por un aneurisma díscolo y a destiempo. La muerte puede juntar más que la vida.

Durmieron en camas separadas. Flavia fue la primera en caer rendida. Marcela lavó la ropa de ambas y ordenó la cocina antes de tenderse en su lecho. Soñó Marcela con un hombre alto, moreno, delgado mas no atlético; un profesor de idiomas que había conocido a una norteaméricana recién llegada al país como parte de los Cuerpos de Paz. Se habían enamorado a primera vista en un autobús, citándose para el sábado siguiente. Él había llegado tarde, luego de escabullirse de dos citas previas. Las semanas pasaron y nada pudo separarlos. Ni siquiera el hecho de que él vivía ya con otra mujer. Fueron amantes durante 16 meses. Él le pidió matrimonio de rodillas. Ella era una mujer grácil, los ojos de aceituna, el pelo rizado y negro. Ella contestó que no quería tanto drama en su vida. Lo siguiente que había sucedido se intuía. El sueño de Marcela, indeterminado en tiempo y singularmente lleno de detalles, culminaba con aquel hombre pasmado de rabia arrojando el anillo lo más lejos que pudo. Despertó a las 3:28 de la madrugada Marcela, con la respiración levemente agitada. Se sirvió un vaso de agua, tratando de no olvidar los detalles. Redactó un pequeño párrafo y no pudo dormir más.

En la habitación contigua, Flavia también soñaba pero con un hombre negro de pocas palabras. Hijo único, hábil en los negocios. Había conocido, luego de un accidente menor, a una enfermera, alta y simpática, que le había curado su rodilla izquierda. El negro quedó fulminado por la belleza de la enfermera, una mujer risueña y tan segura de sí misma que sin duda era el trofeo todavía no alcanzado por ninguno de los médicos y residentes de la clínica. El hombre de negocios había insistido más allá del cansancio. La abrumó con flores y dedicatorias. La enfermera, más por condescendencia que por amor, había aceptado una única invitación a cenar. Fueron al mejor restaurante de la ciudad. Él prometió todo cuanto era posible prometer. Si bien el negro tenía algunas maneras ordinarias, lo compensaba su animosidad. La enfermera acabó casándose con él luego de dos años atiborrados de regalos que no necesitaba. La mala hora para el negro llegó cuando su mujer se encontró casualmente con un antiguo amigo de infancia, originando el flechazo previsible. La mujer se fugó de la casona de cuatro pisos que el negro había comprado para ella. Fue una noche de septiembre cuando ella arrojó la sortija. Flavia se despertó a las 6:02 de la mañana, impresionada pero segura de que su inconsciente le había revelado un mensaje clarísimo.

Cuando despuntó el naranja del nuevo día ambas amigas eran otras. Transformadas por sus sueños, discutieron en pleno desayuno, intentando convencer a la otra de la conveniencia propia de quedarse con el aro de matrimonio. Ninguna pensó que era un designio de la mala suerte. Reflexionaban sólo en torno a la historia soñada que precedía a la sortija.

La amistad sufrió una ruptura irreparable. Marcela acabó tirando la sortija a la basura, tras conservarla durante cuatro meses de renovadas y violentas discusiones con Flavia. No obstante, el anillo sí estaba destinado para una de ellas, pero como no pudieron ponerse de acuerdo, tuvieron ambas una larga lista de amantes que jamás se comprometieron con ellas. No se puede decir que fueron infelices, aunque la amargura rondó sus vidas como sobrevuela el pájaro de la tristeza: a deshoras.


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