Tarde, muy tarde


El anden 7 del tren de lejanías estaba inusualmente despejado. Apenas un hombre con uniforme de piloto, y dos señoras bastante desconfiadas y entradas en los cincuenta, más allá, cada una con su maleta. El fernbahnhof de Frankfurt aún era desconocido para Antonio Bodiu. Sin embargo, la señalización de aquel terminal no era del todo caótica, y algunas frases hechas de un alemán aprendido hacía dos años eran suficientes para ubicarse en casi cualquier lugar del país que inventó la imprenta.

El suyo era un aspecto deliberadamente cuidado. Antonio llevaba puesta una camisa verde cerrada hasta las muñecas y un pantalón italiano. Lo único que no le gustaba era su maleta porque parecía la de una adolescente; tenía pintados, cual si fuese aerosol, unos símbolos extraños propios de hip hop. Aquello le desagradaba pero evadió el pensamiento, fijándose en que a pesar de haber llegado dos minutos tarde al anden, el ICE de alta velocidad también tenía un retraso de seis minutos. Una suerte, pensó. Faltaban dos semanas para el solsticio de verano, pero hacía calor, salvo que sin humedad, sin los vapores del Caribe que había dejado atrás, a un océano de distancia.

Necesitaba tomar la línea que iba hacia Dortmund. El tren se anunció sin demasiado estrépito, con discreción alemana; se detuvo y abrió sus compuertas. Antonio miró al piloto quien dio un paso adelante al sentirse observado. Subieron al tren. El hombre se perdió de vista en los asientos de primera clase. Los asientos de segunda clase, sin embargo, no estaban mal, eran bastante cómodos. Y sobre todas las cosas en el vagón había silencio y limpieza, dos cosas fundamentales en la vida de Bodiu, quien para entonces subía su maleta al portaequipajes, echando un vistazo alrededor. Sólo otro hombre de barba espesa y cobriza, en camiseta, acababa de entrar al vagón. El teutón reparó a Antonio Bodiu de arriba a abajo, con desprecio. Antonio le respondió alzando sus cejas, mirándolo con atención a los ojos. Como si se tratase de un reto, el de la barba desvió su mirada y empezó a estirar sus brazos, como si los preparase para una pelea. Antonio se divirtió con la ocurrencia, era un espectador de la psicología humana, y no pudo evitar que se le escapara una sonrisa ante la ridícula manera que tienen algunos hombres para imponerse en un ambiente cualquiera. Aquellos especímenes, pensó Antonio, son dignos de estudios científicos y tratados filosóficos sobre la ilimitada estupidez que pervive en todos nosotros.

Apenas el tren de alta velocidad inició su marcha, el de la barba dejó el numerito y buscó dónde sentarse. Antonio Bodiu sacó el libro sobre Leonardo Da Vinci que había leído interrumpidamente en el avión. Había estado coqueteando con una de las azafatas que le había preguntado si él trabajaba en radio. La mujer, que había dicho llamarse Laura, tenía los ojos miel, enmarcados por algunas arrugas incipientes, que sin embargo le aportaban carácter a su rostro, tenía una expresión amable y la dentadura perfecta. Antonio asintió.

—Soy periodista, sí.

—Lo reconocí por su voz.

—La tuya también es muy bonita.

—Gracias, pero no estoy segura de eso—dibujó ella una microexpresión de melancolía, similar a una pequeña hendija en la que cabía toda la tristeza del mundo.

—En esta vida estamos seguros de muy pocas cosas.

Laura sonrió tímidamente. Ambos estaban llamando la atención de los demás tripulantes, especialmente de un español medio calvo que iba tosiendo en el asiento contiguo con una mujer vieja. Luego de alizar con sus manos un poco la falda de su uniforme cobalto, Laura comprendió que debía dejar en ese punto la conversación. Bodiu tenía una mirada simpática, condescendiente, parecía sostener la misma mirada cada vez que Laura le ofrecía el desayuno, un paño tibio, o material de lectura.

—¿Me autoriza que lo despierte, si se duerme, para tomar el desayuno?

—Oh, no creo que duerma—dijo él, guiñando un ojo.

—¿Pero si lo hace?

—Entonces, no.

Ambos rieron. Recordaba Antonio esa sencilla conversación, pensando en que se había sentido muy bien hablando con Laura, pero en ese momento, en el tren de camino a Dortmund, percibía un leve desasosiego, quizá por no haber hecho algo más para entrar en contacto con aquella mujer, o porque aquel idiota de barba seguía mirándole de vez en cuando, frunciendo el entrecejo, enseñándole los dientes escarpados. Antonio cerró el libro y no hizo más que mirarlo con seriedad durante los siguientes ocho minutos. El tipo se sintió incómodo, si hubiera podido escupir, si no fuera prohibido, lo hubiese hecho dentro del vagón. Entonces el de la barba se levantó. Dio cuatro pasos hasta el borde del asiento de Antonio y le preguntó qué mierda miraba.

—La única mierda que veo eres tú.

El castellano que profería Bodiu había tomado fuera de lugar al de la barba que a continuación había dicho los insultos previsibles. Entonces Bodiu se levantó de su asiento, reconociendo que sentado estaba en posición de desventaja. Se acercó al alemán abriendo los brazos, como si fuese a abrazarle, con una sonrisa. El confuso gesto descolocó al hombre de camiseta que dio un paso hacia atrás, pero fue más rápido el rodillazo que Antonio había lanzado y encajado entre los huevos del barbudo. Ya no parecía tan amenazante. Había chasqueado sus dientes, reprimiendo un grito, y ahora sólo parecía un niño con una barba de utilería, revolcándose en el piso, tensando su mandíbula, mientras sobaba con ambas manos su Johannes lastimado. Antonio bajó la maleta del portaequipajes, golpeándolo a propósito al de la barba en la cabeza. El otro seguía en el piso, sobreactuando su dolor. Pensó Antonio, fugazmente, en la miel ocular de la azafata que jamás volvería a ver. En su vestido que ocultaba una muy probable lencería negra.


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