Una pregunta de rutina


Esto que voy a contar sucedió en noviembre del año pasado y el testimonio que escuché, que apenas fue de veinte minutos, cada cierto tiempo regresa y me da vueltas en la cabeza.

Esa vez, a eso de las siete de la mañana, tomé un taxi en el aeropuerto de Barrancabermeja. El conductor, de unos treinta años, me hizo una pregunta de rutina: ¿qué tal el vuelo? Nunca imaginé que mi respuesta fuera a desencadenar el relato que voy a intentar resumir a pesar de mi mala memoria. La respuesta que le di al taxista fue: la verdad es que me dormí apenas me subí al avión.

«Ojalá yo pudiera dormir. Eso es bravo, oyó. Cada vez que cierro los ojos tiemblo y sudo frío. Hace tres años que estoy retirado del ejército y eso allá era duro, hermano, porque a mí me tocaba era en el monte. Allá uno camina noches enteras, duerme mal, come mal, toma agua puerca. Pero, aunque usted no lo crea, el cuerpo se termina acostumbrando a todo eso. A lo que uno nunca se acostumbra es a ese traqueteo de balas y a esa zozobra de no sentirse seguro en ningún lado. Nosotros combatíamos a la guerrilla, y eso podía ser en cualquier sitio; había que ir a donde nos mandaran. Ese trabajo no es para todo el mundo, oyó. La gente cree que para eso hay que tener huevas; pero qué va: lo único que hay que tener es resignación y marihuana a la lata. Porque, hermano, dígame usted de qué otro modo uno aguanta ese miedo tan berraco a que lo estén esperando en una emboscada o de saber que en el próximo paso le puede estallar una mina».

Mientras el taxista hablaba, iba deslizándose como un autómata por la carretera serpenteante que lleva a la ciudad. Hablaba calmado pero sin pausa, mirando siempre al frente, sin exceder el límite de velocidad y sin que se le asomara una sola expresión en la cara.

«Vea, yo soy de por aquí cerca, de Yondó, y no nos digamos mentiras: uno se mete a soldado cuando ya no encuentra nada más que hacer. Imagínese, uno sin estudios y sin trabajo y con una niñita que mantener, pues uno hace lo que sea, ¿o no?. Y para decirle la verdad, hermano, yo no tengo corazón para meterme a bandido. Pero lo que uno gana de raso no alcanza para nada. Mire, a mí me pagaban 670 mil pesos al mes, y de eso me descontaban lo de la comida; calcule usted. Entonces uno se pasaba meses metido en el monte, lejos de su familia, jodido, y al final regresaba uno a la casa sin un peso; pero, eso sí, luciendo el uniforme del glorioso ejército nacional. Y con ese uniforme a usted le fían donde sea, sobre todo trago».

Cuando alcanzamos la intersección con la carretera que conecta a Barrancabermeja con Bucaramanga, el taxista levantó por primera vez los ojos hacia el espejo retrovisor y me dijo, con aquella misma voz impasible, que ese cruce era peligroso y había que tener mucho cuidado porque, una semana atrás, un bus intermunicipal había destrozado a dos jovencitas que iban en una motocicleta. Son varios los accidentes que han habido en esa zona y sin embargo ninguna institución ha tomado la iniciativa de instalar reductores de velocidad. En ese punto el taxista frunció el ceño, guardó silencio mientras cruzaba, y luego de completar la maniobra continuó hablando con el mismo estilo monocorde.

«Y tan jovencitas que eran... Pero vea, es que eso es bien duro: yo me pongo en los zapatos de esa pobre gente, los papás, los hermanos. Yo sé lo que es eso. Yo perdí a casi todos mis compañeros en un combate. Usted sabe que en el monte los compañeros son lo único que uno tiene. Nos cogieron por sorpresa. Eso es peor de lo que usted se puede imaginar, hermano; eso no se lo deseo a nadie. De vaina no me mataron a mí también. Estuve grave por mucho tiempo por un impacto de bala que me hizo perder un riñón, y otro en la pierna por el que casi me desangro; pero vea, gracias a Dios aquí estoy. Pero ya después de eso yo no fui el mismo y al final terminé pidiendo la baja. Hermano, uno no entiende lo que es la guerra hasta que le toca pelear en ella. Es que en serio uno no tiene ni puta idea. Ahora cada vez que cierro los ojos veo a mis compañeros gritando y destrozados por las balas...»

Aquí el taxista interrumpió su relato para aclararse la garganta y así permaneció en silencio el resto del trayecto. En los semáforos se quedaba mirando a través del parabrisas, hacia la nada, con unos ojos muertos. Es posible que estuviera reviviendo en su memoria aquello que acababa de contarme. Al final, cuando llegamos a mi destino, se giró sobre el asiento y cerró su testimonio mirándome directo a los ojos: «y así es la vida, hermano, unos son los que mandan y otros son los que se joden. Son veinte mil pesos nada más, patrón, y por aquí siempre a la orden».


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