Un buen pastor


Permítanme un recuerdo. Fue en los años 80s. La gente en el barrio República de Chile, donde me crié, admiraba al pastor Abel Álvarez por muchas razones. Muchos, creyentes o no, lo recuerdan. A pesar de que nos resistíamos a ir a escucharlo, a pesar de nuestra altivez, siempre --con su biblia debajo del brazo-- se detenía unos minutos para hablar con los muchachos de la cuadra. Jamás dejó de tratarnos como vecinos y amigos. No existía en él distancia ni aprensión.

Era calvo y mediano y con una sonrisa que se veía desde lejos. Usaba --no por falsa humildad sino por austeridad-- perpetuas guayaberas. Usaba gafas cuadradas y una amabilidad siempre a la mano, filminas y no pantallas gigantes de cristal líquido; el púlpito y no pirotécnicos escenarios ni tarimas de estadios; un perífono y no una emisora de miles de vatios de potencia en antena. Escribía en mimeógrafos y no en grandes tabloides. Se ensuciaba de barrio, esquina y caño.

A este hombre lo conocía todo el mundo. Los choferes de buses no le cobraban los pasajes, pero él insistía en pagarlos. Pude constatar que muchas mujeres del barrio rogaban que sus maridos se “convirtieran” para que fueran como él. La gente sentía por él respeto y no resquemor.

Este pastor sabía que muchos de los adolescentes del barrio terminarían extraviados y fui testigo de cómo, desde su labor, trató de evitarlo. Luchó por la convivencia, libró por iniciativa propia una batalla contra las drogas; más con los muchachos de las calles que con los de su propia iglesia. La gente le importaba.

Enseñaba y crecía con el barrio. Nunca lo escuché hablando de prosperidad como señal de que Dios te oye sino de perseverancia, superación y fe. Decía que la educación era absolutamente necesaria para todos. Hablaba de la importancia del perdón y de ser socialmente útil.

Lo recuerdo apartando una pelea con su sonrisa para luego dialogar con los adversarios. No era un tipo manso, era un valiente sin agresividad. Los amigos del barrio fuimos pocas veces a sus servicios y él nunca hizo una interpretación lesiva del hecho ni de ninguna de nuestras actitudes de pelados díscolos.

El tipo tenía corazón humilde, también el talante para llegar a ser concejal, pero esa vida no le interesó ni mostró interés en captar adeptos para cautivar votos y hermanarse con mercaderes de la cosa pública. Decía, como Luther King, que el fin no justifica los medios porque los medios prevalecen en los fines.

Hoy algunos pastores enrostran a su gente sus caídas y esconden sus fallas bajo un manto de autoridad. De eso la gente se da cuenta más temprano que tarde ya que subestimar a los otros (creer que son borregos e ignorantes) es la más vil de las doctrinas.

En el pastor Abel jamás vimos la brusquedad con la que hoy algunos pastores esgrimen a sus adeptos la falta de conocimiento o la realidad de sus pecados, al contrario, decía que él también era un pecador igual que muchos. Tampoco observamos la altisonancia de decir que su palabra era la literal voz de Dios o que este le había hablado en sueños ni ninguna de esas imposturas. No fue un ser sagrado, leve y alado.

Lo que sí vimos los muchachos del barrio fue que le quitaba autoridad a la pobreza para dársela a la esperanza. Fue el guía de albañiles, vendedores ambulantes, choferes, mecánicos, estudiantes, vigilantes, amas de casa, carniceros; de cientos de personas humildes y desesperadas que vivían en una extensa latitud de desamparo. Y obvio, cuando no había para la ofrenda, pues no había. Conocía las penurias y los abismos. Además, sabía (y conocía en carne propia) que el salario de su gente no hacía rico a nadie. Jamás los esquilmó. Creo que eso es gracia divina.

Las veces que hablamos con él intuimos que no se las tiraba de inteligente, de mejor lector de las escrituras ni más sabio que Salomón (aunque decía que, si uno pedía ser sabio tanto como Salomón, podía llegar a serlo). Comprendo hoy que era mucho más espiritual que todos nosotros y no el más inteligente del barrio. Su afán, creo hoy, era demostrar a muchos que la fe es una construcción diaria y que ella puede cambiar a las personas. Esto es un ejemplo genuino de evangelismo.

Álvarez no usaba ese sonsonete demodé que usan otros: “Jesús te ama”; pero sí estaba ahí en momentos difíciles y de enfermedad, en situaciones de error y de congoja.

Hoy algunos pastores condenan unas cosas y salvan otras, se silencian ante injusticias y alzan la voz ante prejuicios, hablan de manera extensa sobre asuntos del mundo, se involucran más frecuentemente en él que en las cosas del espíritu, tratan a su gente como a adeptos, les hacen creer que poseen inmensa santidad personal y que sólo ellos pueden llevarles el conocimiento.

No soy evangélico, pero tengo grandes amigos y familiares que lo son, algunos dicen que “estoy en la promesa” y yo les mamo gallo. Los admiro y los quiero, pero en estos tiempos me lleno de razones para resistirme pues no concibo que algunos pastores hoy hagan pulso (o se compenetren) con los políticos en la plaza pública y hablen desmadrados y construyan (gesto a gesto, frase a frase) una realidad mediática y vacua. Eso no es decente porque la política, si bien es necesaria, es una actividad vivificante para los deshonestos. Claro, la religión promete un paraíso y la política también y quien trata de estar en ambos predios, los desnaturaliza y pervierte.

El pastor Abel Álvarez era un personaje de importancia. Murió relativamente joven en Magangué hace ya varios años. No fui uno de sus bautizados ni salvados y seguiré sufriendo de ignorancia bíblica, pero debo a su ejemplo el ser todavía alguien que cree en lo espiritual a pesar de que el mundo (en el que se regodean hoy algunos pastores) lo niegue con su interminable fiesta del ego.


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