Celio González en pocas palabras


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Lo primero que impresiona en el encuentro con Celio González son sus manos incompletas y dobladas como garfios, manos que no tiene inconvenientes en extender para saludar, pero impresionan. Y él lo sabe. Aún así, nunca las oculta en sus bolsillos.
A estas alturas, su figura siempre flaca y su cabello tal vez pintado de rubio, de un color indefinible por el asomo insistente de algunas canas, no se parece mucho a la que registran las carátulas de los discos que sonaban en las cantinas y en las fiestas de los caribeños que se enamoraban con sus boleros y dañaban mocasines blancos de tanto bailar sus guarachas impredecibles.
Debe tener unos 70 años o más, pero sus desplazamientos no son los de un viejito inservible, como pudiera pensarse, sino los de un cuarentón sonriente, portando en el cuello un collar indígena y vestido de un blanco deportivo que le disminuye un poco la imagen clásica de bolerista que uno acostumbra a prefabricar a partir de la voz y el sentimiento de los cantantes de su tipo.
El timbre de su voz hablando tampoco concuerda con la nitidez que se percibe en la interpretación de “Total” o “Vendaval sin rumbo”, porque en lugar de aquella limpidez lo que se escucha es un matiz aguardientoso, como si el trasnocho, el cigarrillo y los tragos de la juventud hubieran dejado el testimonio de su paso en esa sonoridad de parlante roto.
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Y así mismo suenan sus vocalizaciones de ahora, algo que muchos percibieron unos años atrás cuando Celio se subió a la tarima de la Casa del ritmo, en Cartagena, en una noche memorable, donde el también inmenso Rolando La Serie ofreció una de sus últimas actuaciones en homenaje al legendario bolero.
Celio se ha sentado frente a nosotros en el mismo instante en que otro de sus grandiosos colegas se despide para atender una llamada telefónica que no lo dejaba conversar tranquilo. Se trata de Nelson Pinedo, quien acaba de hacernos un recuento veloz de sus más de cuarenta años bendiciendo la música caribeña con su voz aún rutilante y sin cortapisas, en cuanto al manejo de los ritmos que se le impongan.
—Muchachos —dice Nelson, mientras se aleja—, los dejo con Celio. Hablen con él mientras regreso.
Y Celio sonríe, mientras se va desplomando en uno de los sillones abullonados del hotel donde se encuentra con su esposa, una mexicana de pronunciados rasgos indígenas, tan silenciosa como el cantante que ha dejado a un lado la cortedad verbal para tratar de hacerle caso a su amigo Nelson.
—Pero les advierto que yo no hablo mucho. —dice y agrega:—.Me imagino que la pasaron muy bien con Nelson. A ese sí le gusta hablar bastante. ¡Una cosa impresionante, muchachos¡. Yo me lo quedo oyendo y a veces creo que no va a parar. Claro, es que él antes de ser cantante fue locutor...
Lo interrumpimos para hablarle a cerca de un recuerdo que aún persiste entre varios matancerómanos de Cartagena que ahora bordean los sesenta y lo setenta años de edad.
—Tenemos el siguiente dato: cuando usted vino a Cartagena por primera vez, con la Sonora Matancera, el maestro Rogelio Martínez acababa de incorporarlo a la orquesta. Y le dijo: “Si el público de Cartagena te quiere, te quedas con nosotros definitivamente”. ¿Qué tiene que decir?
—Chico, que no me acuerdo. Pero a lo mejor fue así. Yo he venido varias veces a Cartagena, no solamente a cantar, también a pasear, porque aquí tengo muy buenos amigos. En todo ese tiempo, imagínate cuántas cosas no habrán pasado, a cuánta gente he conocido, a qué sitios no he ido. ¿Dónde fue eso que tú dices?
—En la plaza La Serrezuela.
—Tampoco recuerdo ese sitio.
—Pero, ¿sí se acuerda de sus inicios como cantante?
—Ah, de eso sí, porque yo toda la vida he cantado. Nací sólo para cantar. Pero el ser cantante profesional se lo debo a mi señora madre, que ya murió. Se llamaba Elisa Asencio Estregio. A ella le gustaba mucho la música y, tal vez por eso, quiso que yo fuera como uno de esos cantantes que ella admiraba. Afortunadamente, le respondí bien.
—¿Dónde ocurrió eso?
—En un pueblecito de Cuba que se llama Camajuaní. Allí nací. Ese pueblo colinda con Santa Clara, Las Villas, allá donde nació Rolando Laserie.
—¿Allí se inició como cantante profesional?
—Yo digo que sí, porque desde muy joven empecé a trabajar con tríos que tocaban de todo; y por hacer eso me daban mis pesitos. También empecé a participar en concursos y a ganar premios. Estuve en La Corte Suprema del Arte y también gané premios. Después vinieron las grabaciones.
—¿También en Camajuaní?
—No. Eso fue en La Habana. Lo que pasa es que ya yo estaba un poco grandecito y decidí viajar para darme a conocer; y tú sabes que en La Habana era donde estaba la cosa buena. Allá llegaban los mejores músicos, cantantes y compositores de Cuba. Recién llegado, me conocí con un grupo que se llamaba Los Jóvenes del Cayo. Con ellos hice un par de grabaciones que más o menos se oyeron. Después me llamó el conjunto de Luis Santí, y de ahí pasé a otro que para mí era uno de los mejores (si no el mejor) de los conjuntos que había en ese momento en Cuba. Se llamaba El conjunto casino. Ese mismo año en que grabamos tuvimos un éxito que se llamó “Plazos traicioneros”. Después seguí con otros conjuntos, hasta que llegué a La sonora matancera.
—¿Cómo fue esa entrada a la Sonora...?
—No recuerdo muy bien con cuál conjunto estaba trabajando, pero sí que un día me llamaron de la oficina de Rogelio Martínez, diciéndome que necesitaban hablar conmigo; y me les presenté enseguida. Me hicieron unas pruebas y la cosa como que les gustó. Claro, cuando yo llegué los chachos de la película eran Daniel Santos y Celia Cruz, así que no podía dármelas de mucho. Pero eso sí, yo mismo escogía mis canciones, gracias a que siempre estuve en contacto con buenos compositores.
—¿Quiénes eran sus compositores de cabecera?
—Tenía varios, pero los más cercanos siempre fueron José Dolores Quiñones, el de “Vendaval sin rumbo”; y Ricardo Perdomo, quien hace poco murió. El me entregó el bolero “Total”, del cual hice dos grabaciones, pero la primera, y la que ustedes más recuerdan, fue con La sonora matancera.
***
Ese collar extraño que reposa en el pecho del maestro Celio González es el testimonio inequívoco de su afición a la santería, una costumbre cubana que muchos artistas asimilaron desde sus respectivos nacimientos, pero que pocos comentan por diferentes razones; y el hecho de que Celio responda con sonidos guturales cuando se le menciona lo del collar, es también una muestra inequívoca de que no quiere hablar de ello.
Pero sí comenta su fugaz incursión en las pastas sonoras con el desaparecido Tito Puente, de donde surgió otra de sus magnificas interpretaciones, “La primera piedra”, un batazo de cuatro esquinas en todo el Caribe, como él mismo dice, y le da la misma categoría a “Borincana”, la canción que más sintonía lograra en el trabajo discográfico que hizo con Fruco y sus tesos, en la disquera Fuentes, de Colombia.
—A nosotros nos gusta mucho “Guaguancó número tres” y “Reina Rumba”—le decimos.
—Ajá —dice él—. “El guaguancó...” lo grabé con Celia Cruz, porque cuando me tocaba hacer coros en La sonora, varias veces combinábamos nuestras voces y a Rogelio Martínez se le ocurrió que podíamos hacer un número a dúo para lucirnos. Y nos lucimos. Y lo que más me gustó de “Reina rumba” fue el manejo de las trompetas, aunque en La sonora eso siempre fue lo mejor. Sobre todo en una canción que grabó Celia. Se llama “Palo mayimbe”. ¿La han oído?
Le pregunta no encuentra respuesta, por obvias razones...
“Me he dado cuenta —prosigue el maestro— que hay muchas cosas de la La sonora matancera que fueron muy buenas y no lograron ser tan populares. Yo, por ejemplo, grabé varias guarachas magníficas, pero la gente siempre me pide los mismos temas: “El balcón aquel”, “Cien mil cosas”, “Amor sin esperanza”, “Humo”...
—Usted grabó “Besito de coco” casi a la par con Ismael Rivera, quien lo compuso. ¿No le pareció un reto tremendo?
—No, porque teníamos estilos diferentes. Además, te repito, yo me le mido a todo.
—¿Cómo recibió usted el boom de la salsa?
—Cuando eso sucedió ya yo me había radicado en México; y la verdad es que no me dio ni frío. Ese cuento de la salsa para mí nunca ha existido, porque no es más que un invento de los puertorriqueños. Ellos le llaman salsa a la guaracha y al son, que son de nosotros, los cubanos.
—¿Cuánto tiene de vivir en México?
—41 años.
—¿Y no se le ha dado por grabar rancheras?
—No. Yo sigo con mi música cubana.
—¿Cómo le pareció “Alquimia: la Sonora del Siglo XXI”?
—Buena. Sirvió para que los jóvenes hicieran contacto con las generaciones pasadas.
—¿Cuántas orquestas ha organizado desde que llegó a México?
—Ninguna. Yo nunca he intentado organizar orquestas, porque los músicos son muy indisciplinados y problemáticos.
—Pero sabemos que sus hijos sí son músicos...
—Sí. Tengo dos: uno que canta en inglés y español, y también es bajista. Es el mayor. Se llama Celio González. El otro se llama Celio Lázaro. Es especialista en percusión. Ahora mismo está trabajando con Ricardo Arjona.
—¿Cuándo regresa a Cuba?
—Ni que me paguen voy a Cuba.
—¿Por qué?
—Porque yo estoy en mi México lindo y querido y que digan que estoy dormido y que me entierren allí.
Junio de 2001


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