Raúl Gómez Jattin, su misera y su gloria.

Descansa de nosotros, Raúl, así como nosotros descansamos de ti


Descansa de nosotros, Raúl, así como nosotros descansamos de ti

Comentarios al margen del libro Arde Raúl, la terrible y asombrosa historia del poeta Raúl Gómez Jattin, de Heriberto Fiorillo. 
Por Eva Durán*
Cronopios – Agencia de Prensa

¿Qué nos obsesiona de Raúl Gómez Jattin? —me pregunto.  ¿La sola calidad indiscutible (gloriosa) de algunos de sus versos, o el morbo enfermizo que suscita su locura, su miseria, su homosexualismo?
 Si José Asunción Silva hubiera muerto de muerte natural, anciano y próspero, prolífico padre, esposo amante, ¿existiría la Casa de Poesía Silva? ¿Estuviera su rostro en los billetes de $50.000?
 Si Andrés Caicedo se hubiera salvado de ese lamentable accidente con pastillas, de esa sobredosis brutal, y anduviera por ahí, en cuanto festival de cine se hace en el mundo, ¿los textos que escribió hasta los 25 años recibirían la atención, difusión e importancia mediática y editorial de que gozan en estos momentos? ¿O estarían donde deberían estar, como los pilares (no la cumbre) de una obra literaria que no se cristalizó, desgraciadamente, a causa de su temprana muerte? 
Estas preguntas y otras, me hacía  mientras leía el libro “Arde Raúl: La terrible y asombrosa historia del poeta Raúl Gómez Jattin“, de Heriberto Fiorillo, cuyo ejemplar recibí generosamente autografiado de manos del autor en Cartagena a principios de año (la húmeda, la lúbrica Cartagena, refugio de amantes, botín de políticos infames). Hermosa edición, pasta dura, papel fino, una cinta roja que hace de separador de páginas como en un  misal de arzobispo, y el extraño detalle de un broche que lo cierra pudorosamente como diario de quinceañera.
¿Terrible la historia de Raúl? Sí, pero por lo digno de lástima que era ese pobre hombre, torturado por la locura y la droga; y esquilmado, además, aún en vida, por la corte de parásitos obsequiosos que conocían la fecha aproximada en la que recibiría regalías por sus libros o por cualquier otro concepto (Raúl es el más importante “betseller” poético de la industria editorial colombiana) para pegarse a él y sacarle droga y dinero a cambio de un poco de sexo y compañía (pag. 293).
¿Asombrosa? Temo que no. En la historia, incluso en la actualidad, existen en el mundo cientos de artistas como él, geniales e innovadores,  destruidos por el vicio y la indisciplina. Al momento de su muerte, poco (nada) quedaba del genial autor de Tríptico Cereteano, de Los Hijos del Tiempo y de ese inmortal poema titulado “El Dios que Adora”. La conciencia del reconocimiento de que era objeto, con justicia “Soy el mejor aunque fueran otros los que salieran en televisión”, (Pág. 77) hizo que Raúl perdiera rigurosidad en su trabajo, cualquier imagen interesante o ingeniosa que se le ocurría la entregaba a sus amigos con la equivocada certeza de que estaba legando a la posteridad una obra de arte. 
Hace años, Maria Mercedes Carranza realizó una reseña para su columna en la Revista Semana, del texto de Vladimir Marinovich sobre Raúl, que mereció un importante estímulo económico del ministerio de cultura. Vladimir conoció a Raúl, lo acompañó, le ayudó a pasar sus últimos poemas y, tras su muerte, utilizó sus recuerdos y otros datos para ganarse unos millones que no le caen mal a nadie en el país del Sagrado Corazón. Ella se preguntaba si era válido utilizar los recuerdos de un amigo para hacer eso, y terminaba la columna con un “No sé, no sé”.
Confieso mi prevención, no hacia Fiorillo, laureado periodista, excelente director audiovisual, buen escritor e investigador, documentado y riguroso, quien realizó una pesquisa interesante para la realización de este libro —“La investigación ha sido prolongada, constante, exhaustiva, incansable, heterogénea” (Pág. 11)—, sino hacia aquellos y aquellas que utilizan y manipulan la memoria de Gómez Jattin en provecho propio para aparecer reiterativamente en libros, revistas, documentales y periódicos. Muchos sostienen que Raúl lo supo muy bien, que su lucidez le permitió entrever lo que ocurría, y que conscientemente alimentó el fenómeno: —“Quiero ser tan famoso como Celia Cruz”. (pag. 269). 
Es muy fácil caer en la trampa. Por ejemplo, yo, que viviendo en Cartagena no fui amiga de Raúl (a diferencia, por lo que parece, del 90% de la ciudad), que no le admiro especialmente, que no le amo ni le odio, que no fui su víctima, que no moví un dedo por ayudarlo, que le fui completamente indiferente, puedo alimentar el anecdotario:
La vez que conocí a Raúl fue inolvidable para mí (con esta frase el lector queda atrapado a la espera de una historia truculenta), estaba él en los pasillos de la Escuela de Bellas Artes de Cartagena (entidad destruida por un infame gobernador conservador de cuyo nombre no quiero acordarme), y sin conocerme me abordó, me mostró la última edición de El Esplendor de la Mariposa y se dolió de la portada (formas cilíndricas en colores opacos).
—Qué nombre tan bonito le puse a mi libro, para que le pusieran una portada tan  fea —me dijo.
Yo, con esta manía que tengo de decir lo primero que se me ocurre, asentí:
—Es verdad, parecen supositorios.
Él puso cara de no entender, pero poco a poco su rostro se transformó en furia, y dos cosas hay peligrosas en la vida, tirar sin preservativo y suscitar la rabia de un loco furioso, así que puse pies en polvorosa. La última vez que le vi con vida, cerca de la estatua de la India Catalina, iba vestido solo por largos calzones hasta los tobillos, descalzo y descamisado, corriendo azorado entre dos hileras de vendedores de comidas y jugos, quienes le arrojaban basura, en medio de burlas y rechiflas. El día del accidente que puso fin a su sufrimiento y apuntaló su leyenda, un amigo pasó por mí y me pidió que lo acompañara al Hospital Universitario, que Raúl había muerto y estaba en ese sitio. Llegamos y mientras mi amigo averiguaba en recepción, yo me escabullí por el parqueadero y ahí estaba, primorosamente depositado en una bandeja metálica, en la cabina trasera de una camioneta de medicina legal, nunca más hombre, nunca más niño, nunca más fauno ni bestia, solo un cuerpo sangrante y patético de loco atropellado, que periodistas y serviles, amigos y lagartos se reparten desde entonces. 
¿Arde Paris? No, Arde Raúl. ¿En dónde? ¿En el infierno? ¿A la diestra de Dios padre? ¿O en la leyenda que sus áulicos, los editores y los medios alimentan cada día a la medida de su propio morbo y vanidad? 
II
El libro comienza con elogios a Raúl, desde diversos testimonios de poetas, escritores, periodistas, dramaturgos, críticos y un medio hermano. Fiorillo hizo un collage de fragmentos de artículos, ensayos, conversaciones, etc. No sé a ustedes, pero  a mí personalmente esa parte me resulta aburridísima. Debió dejarlo para el final, o no incluirlo. A menos que Heriberto haya decidido hacer como las mamás chantajistas (primero el remedio y después el helado). No ocurre así con la entrevista de Martha Kornblith (Pág. 482) que es muy a propósito, muy lúcida y amena. 
La segunda parte es un collage adaptado de múltiples testimonios y entrevistas dados por Raúl a diversos periodistas y escritores de 1987 a 1995, un monólogo realmente vital y de lectura fluida. En ella se ve cómo Raúl oscilaba entre el desamparo y el egoísmo, la bondad y la crueldad; y hablamos de un egoísmo y de una crueldad que muchas veces ejercía con lucidez, que no podían justificarse por sus cíclicos accesos de locura. En Raúl se cumple a cabalidad la máxima que leí en alguna parte de que “la historia solo se acuerda de los exagerados”, pero mi preocupación va mas allá, va a que pienso que todo este énfasis reiterado en escudriñar los detalles de su dolor y su desamparo, de su excentricidad, sus anécdotas violentas, estrambóticas y enfermizas, es una peligrosa apología (si bien inconsciente no menos dañina) de la droga y todas sus brutales consecuencias. 
“Los habitantes de mi aldea/ Dicen que soy un hombre/ despreciable y peligroso/ Y no andan muy equivocados/ Despreciable y peligroso/ Eso han hecho de mi la poesía y el amor...“ (Pág. 45). No, mi querido poeta, ni la poesía ni el amor vuelven despreciable y peligroso a nadie, ese par de dones potencializan lo que tú eres, pero en tu caso, te sirvieron para justificarte, para joder, para utilizar y manipular y casi destruir a todo aquel que tuvo la intención de hacer algo bueno por ti, en tu provecho.
Cuando se leen las páginas de la segunda parte del libro, no se puede menos que sentir ternura hacia el Raúl niño, leyendo Las mil y una noches escondido bajo la cama y declamando versos para las visitas; creciendo en un Cereté plácido y bucólico, nadando en el río Sinú, jugando a la peregrina (o rayuela), iniciándose en la zoofilia (práctica extendida y muy común en las zonas rurales de la costa atlántica colombiana consistente en que los chicos en edad púber y adolescente se inician sexualmente utilizando a burras de vagina complaciente); observando a Lola Jattin (su madre) frente al espejo ponerse bella para atender a su marido; jugando al papá y a la mamá con amiguitas de ojos de gata y aprendiendo el noble arte de la siembra de la mano de su padre Joaquín. La niñez salvo a Raúl, y algo me dice que la única posibilidad real de salvación que tuvo, residía ahí, en esa parte de sí mismo que permaneció incólume en medio de toda la mierda en la que se revolcó hasta la saciedad en su vida adulta. 
Se siente también una inmensa ternura, pero también un dolor infinito hacia sus padres, aterrados por ese hijo hermoso y precoz que se les parecía morir de asma, que gritaba  ¡Me muero, mamá! ¡Me falta el aire! ¡No me dejes morir!; que educaron con esmero y con profunda fe y sacrificio (para sostenerlo en Bogotá vendieron poco a poco tierras y propiedades) y que terminó siendo la vergüenza más grande de sus vidas. A su madre Lola, ya anciana y enferma, terminó golpeando y agrediendo. Ella dijo al final: “Ojalá tuviera el valor de mandar a matarlo y ahorrarme así la angustia de no saber qué suerte nefasta correrá cuando yo muera” (Pág. 335).
Pobre Lola Jattin, calumniada en su juventud por las lenguas venenosas de esos pueblos malvados y retrógrados; despojada de hijos, familia y fortuna por un primer marido egoísta y codicioso, para  al final de su vida, tener que huir de su propia casa y esconderse porque su adorado y consentido hijo menor  (—“Tú vas a ser mi orgullo, quien saque la cara por mí” —le decía cuando niño) literalmente amenaza con matarla. Cuando piensen en Raúl, eleven una oración por ella, por la niña Lola, la primera y más inocente de sus víctimas. 
III
Como metáfora de Los Hijos del Tiempo, descrito por Gómez Jattin como un libro dedicado a la muerte, en la que todos los personajes han matado, van a matar o van a morir (Pág. 55), el libro de Fiorillo es la descripción detallada, metódica, reiterativa de una larga, angustiante agonía que se consuma con el cuerpo de Gómez Jattin reventado en el segundo carril de la Avenida Santander en Cartagena, desangrándose durante una hora en el asfalto, agonía que comenzó treinta años antes, cuando entra a la Universidad Externado y se inicia en el consumo compulsivo de marihuana, cocaína, bazuco y hongos. En el interregno, se nos muestra la potencia, el indiscutible talento de Raúl, tanto histriónico como literario, su creatividad, su inmensa cultura y sólida formación humanística, moldeada por su padre Joaquín; personalmente me identifico plenamente con su desparpajo, con la valentía y libertad de su palabra:
UN PROBABLE CONSTANTINO CAVAFIS A LOS 19
Esta noche asistirá a tres ceremonias peligrosas
El amor entre hombres
Fumar marihuana
Y escribir poemas
Mañana se levantará pasado el mediodía
Tendrá rotos los labios
Rojos los ojos
Y otro papel enemigo
 Le dolerán los labios de haber besado tanto
Y le arderán los ojos como colillas encendidas
Y ese poema tampoco
Expresará su llanto
 Me identifico también con él en la sensación de que escribir es una forma de vengarse, más doloroso aún para la víctima en proporción directa a su aparente inutilidad, así como al amante voluble y cobarde se le castiga con la alegría de quien sacude las sandalias, se suelta el cabello y sigue viviendo. El poeta enarbola la palabra como espada de Damocles, sobre todo cuanto abarca su propio universo, en un juego sangriento en el que se apuesta todo cuanto se tiene, desde afectos y lealtades hasta el alma misma.
Prueba de la calidad de su histrionismo es la forma como engañaba a los médicos para que le dejaran salir de las clínicas, fingiéndose cuerdo. Es la forma como el público enloquecía con sus interpretaciones teatrales, incluso estuvo invitado a Europa con el grupo de teatro de Carlos José Reyes, pero una crisis generada por su drogadicción impidió que el viaje se concretara. Prueba de la calidad de su histrionismo es que siendo  marica, enamoró a una enfermera cuarentona y la convenció de que lo ayudara a fugarse del manicomio. La droga no solo destruyó a un gran poeta, también a un extraordinario actor que le habría ofrecido grandes triunfos a este país, tan falto de cosas buenas.
IV 
En la página 64 encontramos la publicación en primicia de un manuscrito inédito de Raúl llamado “Sobre las letras de Córdoba”, escrito en 1987 y entregado a una amiga que pidió a Fiorillo la reserva de su nombre. Hasta ahí todo bien, pero sigue que la donante pide la reserva de los nombres de los escritores analizados por Raúl, y Fiorillo aceptó publicar el texto mutilándolo. Por un lado, da grima que Raúl haya tenido tan poco criterio, al confiar un texto así en manos de una mujer tan cobarde y con tan poca personalidad, pero más grima da que un periodista de los kilates de Fiorillo se haya prestado para ese juego grosero y tan común en nuestro medio de no pisarle la manguera a nadie influyente, incluso a los mediocres y culpables; con el agravante de que es una falta grave a los derechos de autor de Raúl. Se acepta eso cuando el autor está vivo y se le pide autorización, pero no si está muerto y no puede defender la integralidad de lo que ha escrito. El asunto me afecta especialmente pues soy de Cartagena, una ciudad en la que una agusanada, parásita e inútil aristocracia vive y se sostiene desde hace trescientos años, entre otras cosas, con la práctica reiterada del amiguismo, la mentira, el chantaje, la manipulación y el “protégeme que yo te protegeré”. La excusa que ofrece Fiorillo de que el valor conceptual de su contenido justificaba la publicación no es válida. Esto es un irrespeto para el lector. Nos queda la kafkiana tarea de dilucidar quiénes son “S”, “G”, “M” y “EP”. Y bueno, en últimas, ¿Cuál es el temor de saber la opinión de Gómez Jattin sobre sus contemporáneos? ¿Es que acaso él es el Papa grande e irrefutable de la crítica literaria? ¿Qué validez tiene la opinión de alguien que califica de mediocre a Juan Carlos Onetti  (pág. 65) y de inteligente la literatura de Judith Porto de González (pág. 298)?  ¡Por Dios! ¡Dejemos de lado ese güevón parroquianismo! 
V
“Soy un aristócrata y los aristócratas comen y beben mejor” (pág 159). Estas palabras definen muy bien el arribismo de Raúl, un hombre que no laboraba (podemos en justicia, señalar tres brevísimos periodos: el tiempo que dictó clases en un colegio secundario de Cereté, el que dedicó al teatro y el breve tiempo que invirtió en escribir), que no fue responsable de sí mismo ni de nadie.  Conservo la grabación de una entrevista realizada al poeta Pedro Blas en Cartagena poco después del accidente de Raúl, en la que denuncia el irrespeto de Raúl hacia todo el trabajo consistente y continuado de toda una generación de artistas cartageneros que venían gestando una obra responsable. Pedro sostiene que Raúl llegó como emperador a menospreciar e intratar a los artistas de clase media y baja de la ciudad, pero que se arrodillaba y lamboneaba y se dejaba lambonear por el “seudo señorío local” hambriento a su vez de codearse con un poeta. Recuerdo así mismo la conversación que sostuve con el poeta e investigador Jorge García Usta por los días en que a Raúl, un grupo de damas cartageneras le celebraron los cincuenta años con una fiesta de piñata en el Parque de Bellas Artes. Jorge me decía: “He estado en reuniones muy elegantes con Raúl, con gente muy bien de Cartagena, y nunca, nunca, lo vi enloquecerse en esas reuniones, nunca lo vi ofender ni agredir a nadie ¿Por qué no hace ahí lo que hace con los transeúntes que ataca impunemente en la calle? ¿O lo que hace con sus amigos y familiares? Esa celebración es una gran hipocresía”. En este mismo sentido, el semiólogo e investigador Jorge Nieves apuntó en una conversación informal: “Dizque está loco, sí, cómo no, y todos los días lo veo comprando en Magali Paris, paga lo que tiene que pagar y no se deja brincar las vueltas, para eso sí está lúcido y vivo”. Esto le da la razón a los miembros del personal médico del hospital San Pablo cuando se negaron a atenderlo al final, pues entendían que lo suyo era “medio buscado” (pág. 289). Buscado, afirmo yo, hazte el loco y todos te mantienen, te consienten y te dan plata. Que era loco de verdad verdad por etapas, es cierto, innegable, indiscutible; decir lo contrario es un exabrupto, pero que también se hizo el loco para joder y manipular por pura “malditidad”, también es innegable. Él mismo lo admite: “En cambio a mí me toca hacerme el loco. Cuando estoy en la mala, me hago el loco, me arrebato, y los amigos me llevan a una clínica, me dan comida, me pagan un tratamiento, los médicos me regalan dinero, escribo un libro, me lo publican y lo vendo” (pág 290). Así, cualquiera.
VI
En la página 97, párrafo 5, se dice que Raúl ”fue trasgresor, liberador, provocador y didáctico”. Las tres primeras cosas son ciertas, pero... ¿Didáctico? Debe ser  que yo soy corta de entendimiento, pero juro que he leído el libro cinco veces y no le encuentro lo didáctico a Raúl por ninguna parte. No enseñó a hacer buenos poemas porque eso no se enseña, se tiene el don o no se tiene y punto. ¿Qué pudo haber enseñado Raúl? ¿A combatir el machismo? ¿Es Raúl el Florence Thomas de los maricas?
Se dice que Raúl era un espíritu de mujer atrapado en el cuerpo de un hombre. “Mi homosexualismo es una búsqueda. No tiene nada que ver con el afeminamiento. Lo cual no niega que dentro de todo homosexual inteligente pueda haber una gran mujer”.
Es cierto que la mojigatería hay que acabarla, degollar todo ese machismo malvado que ha castrado tantas generaciones de hombres y mujeres cuya sexualidad e integralidad toda se han visto supeditadas a unas normas sociales, culturales y religiosas que dañan empequeñecen y coaccionan.  Pero en mi opinión, Raúl, más que combatir, fortalece los estereotipos imperantes. Nos enseña que se puede “culear” impunemente a la sirvienta, como buen aristócrata; como amo que se respeta, comerse a la negrita disponible y gratuita que aguarda en la cocina: 
 
La cocinera hace todo, se levanta la falda 
y lo trepa a uno a su pubis, te pone las manos 
en las nalgas y te culea en esa ciénaga insondable 
de su torpe lujuria de ancha boca.
 
En el mundo jattiniano, sin embargo, la mujer no es un ser amado, amante ni digno de amor, respeto o consideración; es un objeto fetiche, desechable, que está por debajo de las burras y las mulas que tanto placer le dan:
 
Claro que la burra es lo máximo del sexo femenino,  
pero la mula lo chupa y la yegua  es de lo mejor
 
A ver, las mujeres, ¿qué opinan de esto? Ese silencio es lo más parecido a la complicidad, el que calla otorga. 
Dice más adelante: 
Todo ese sexo limpio y puro como el amor
entre el mundo y sí mismo. Ese culear con 
todo lo hermosamente penetrable, ese metérselo 
hasta a una mata de plátano, lo hace a uno 
Gran culeador del universo todo culeado, 
Recordando a Walt Whitman. 
 
Hasta que termina uno por dárselo a otro varón
Por amor, Uno que lo tiene mas chiquito que el palomo.
Ese fragmento, por el contrario, es de una absoluta limpieza, de una sabiduría y de una belleza muy grandes, nos remite al maestro hindú Osho, cuando nos enseña que el sexo es absolutamente libre y natural, que en él no caben reglas, culpas, edades, normas, intereses, circunstancias, razones; que todo cuanto existe en el universo no es más que un dulce llamado a la cópula.
Otro hermoso verso citado por el libro dice:
 En el cielo profundo de mis masturbaciones
ocupas ese ámbito de deseo irrefrenable y voraz
inagotable y tierno que te devora el sexo
aunque tú no lo sepas. 
VII
El libro cuenta la siguiente anécdota, ocurrida en un Hospital psiquiátrico: a la hora del desayuno, Raúl no quiere probar bocado. Trujillo (el doctor encargado de su tratamiento) ordena que le pongan una camisa de fuerza. Dos enfermeros lo hacen. El psiquiatra les pide que tomen entonces los huevos, el pan, el café con leche, los revuelvan en una licuadora y le introduzcan el potaje resultante a Raúl, ano arriba, mediante una sonda. En este punto, el autor de la investigación debió haberse detenido a analizar y cuestionar lo atroz de la situación descrita. El potaje que le mandaron ano arriba a Raúl no lo alimentó. ¿Por qué torturarle de esa manera si ya estaba atado y sometido? ¿No era más humano, menos indigno, menos humillante, introducirle la sonda por la boca y alimentarlo como debe ser? Será —y esta es una suposición malvada— que el psiquiatra con este acto de tortura castigó (subconscientemente, claro) la mariconería de Raúl? Esta reflexión trae a mi cabeza a la afamada y veterana actriz colombiana Margalida Castro, quien durante años estuvo en hospitales psiquiátricos, donde —según sus propias palabras— fue sometida a inhumanos, crueles tratamientos. Escapó en compañía de quien posteriormente sería su marido y escribió el libro Camisa de fuerza, que en sus palabras, es una bomba contra los métodos de la psiquiatría en el país. Raúl era un paciente violento, difícil, astuto, traicionero, pero eso no justifica la crueldad del psiquiatra hacia él.  
Sin embargo, es en el aspecto psiquiátrico donde, en mi punto de vista, se sitúa el  principal aporte de la investigación, ya que esta perspectiva no había sido abordada por ningún autor más allá de la mera anécdota. Fiorillo realiza en compañía de los médicos de Raúl un análisis concienzudo de su drama, su enfermedad, su Edipo,  llevado a extremos patológicos: 
 “Erotismo es recordar las perfectas piernas y los senos erectos de mi madre, que me amamantaron, de mi madre, hasta su última vejez” (pág 54). 
Raúl hace una sobre–identidad de su mamá Lola Jattin. Cuando él entraba en confianza y se daba algunas libertades entre los amigos, imitaba a una mujer, molestaba y hacía mímicas parecidas a las de Lola” (pág. 332). 
Salía de mujer a la calle, y cuando se vestía de mujer se presentaba a sí mismo como Lola Jattin. Se reconciliaba, en cuerpo e imagen, con su madre. “Mi mamá era bonita. Yo saque sus piernas” y las mostraba (pag. 274) .
¿No les recuerda a la película Psicosis, de Hitchcock? Nada más le hizo falta el hacha.
Otro mérito plausible del libro tiene que ver con los dos capítulos finales, en francés e inglés, con lo que se busca difundir el trabajo de Raúl en esos idiomas.  En su libro anterior, La Cueva, Fiorillo reservó para el final una traducción resumida del contenido del libro, lo que considero un acierto y algo que otros autores e investigadores deberían emular. 
VII
Pese a los puntos señalados sobre lo que a mi juicio son desaciertos, me gusta del libro el que está hecho con buena fe y con admiración sincera hacia Raúl y hacia su obra. Le escuché a  alguien decir que el libro no es más que un anecdotario ilustrado de chismes y consejas de comadres. Esa es una visión simplista, pues Fiorillo utilizó profusamente los testimonios de amigos y enemigos de Raúl (que los tuvo, solo que mágicamente cambiaron de bando tras su muerte), pero también echó mano de toda la información que tuvo a su alcance, por todos los medios disponibles. Este libro es el primer trabajo investigativo de gran envergadura publicado sobre la vida y obra de Gómez Jattin, lo que lo convierte en un material de consulta permanente. A la larga, cada quien vive y asume cada autor a su manera y este trabajo permite esas múltiples lecturas. 
Al final queda la poesía. Me remito al poeta Jhon Junieles cuando dice: la farándula se va, la vida social se va, la fama se va, el trabajo queda. Y de Raúl, más que su vida miserable, quedaron, en mi opinión, quince poemas hermosos, perfectos e iluminados. Invito a amar lo bueno que nos dejó y a colocar en su justa posición al personaje, invito a no seguir alimentando (y de esta manera invitar a imitar) el mito de su pesadillesca existencia. Invito a hacerle caso a él mismo cuando pide: “Los poetas amor mío son para leerlos/ Léelos mas no hagas caso a lo que hagan con sus vidas”.
The End

Descansa en paz Raúl, gracias por la buena poesía que nos legaste; “construiste —como lo más valioso después de ella— un fracaso a la medida de tu orgullo, de tus versos, de tu locura”, descansa de ti mismo y de nosotros, así como nosotros descansamos (con inmenso alivio) de ti, donde quiera que estés.


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