El Banco, Magdalena

El río Magdalena Viaje sobre una arteria sangrante (III)


A las 4 de la tarde pasamos cerca de una boca llamada Río Nuevo que anteriormente era el mismo río Magdalena, pero fue abierta para crearle una entrada a la población de Mompox, la cual también recibe el nombre de río Mompox.

Siendo las 5:30 de la tarde, un bulevar adornado de bongas gigantescas con los tallos pintados de blanco desde la raíz hasta la mitad, nos dice que llegamos a Mompox y a su pintoresca albarrada. La maratón hizo una parada hasta el día siguiente, pero los tambores del chandé, tanto como las palmas y los pies de las bailarinas, continuaron mucho después de que partieron las embarcaciones y se detuvieron sólo el 31 de diciembre del moribundo año 2002.

En Mompox, al igual que en el muelle de Barrancabermeja, un ejército de mosquitos infecciosos ataca desde que son las 5:30 de la tarde. Pero el ambiente festivo que rodea los ámbitos de las plazas coloniales no permite que los visitantes se detengan en la ponzoñosa bienvenida de los zancudos y sí en una de las angostas calles en donde un grupo de teatro está poniendo en escena las vicisitudes de la cándida Erendira con su abuela desalmada.

En los días siguientes, antes de que tres ministros cierren la tarde con una andanada de discursos, un actor callejero se convierte en un señor muy viejo con unas alas enormes; seguidamente, un grupo de niñas, al son de los tambores de un grupo de chandé, canta y danza a las puertas de la iglesia Santa Bárbara.

De todas las manifestaciones culturales que los mompoxinos prepararon en el homenaje al autor de Cien años de soledad, los grupos de chandé son los que más parecen llamar la atención de los visitantes, tal vez porque dicha expresión músico-danzística es actualmente una de las más promocionadas por artistas colombianos como Joe Arroyo y Carlos Vives, según lo reafirma el grupo Casabe, de San Zenón, (Magdalena), que hizo presencia en la depresión mompoxina durante los festejos en torno a la obra literaria de Gabriel García Márquez.

Lo grupos de chandé, a diferencia de los conjuntos de gaita nacidos en las sabanas de Bolívar, Córdoba y Sucre; o a diferencia los conjuntos típicos vallenatos, no tienen instrumentos melódicos, dado que ocho mujeres se encargan de los cantos en coro, mientras igual número de hombres toca percusión o hace palmas acompañando las voces femeninas.

Un conjunto de chandé consta de tres tambores: el primero de ellos se denomina tambora, que consiste en un tubo de madera con un diámetro aproximado de 30 centímetros, que el ejecutante coloca en sus rodillas o en un soporte de madera en forma de X que le facilita tocar el instrumento con sus manos, o con baquetas (dos palos) sobre los parches de cuero que éste tiene en ambos extremos; los otros dos tambores, el repiqueador y el llamador, son de forma cónica y poseen un parche de cuero en su extremo más ancho. El instrumento que da el sonido brillante es el guache, cuya sonoridad se asemeja a la de la guacharaca vallenata, aunque el guache no necesita trinche ni está rallado en su superficie. Más bien consiste en un cilindro de metal( o fabricado con el fruto del totumo) lleno de piedrecitas o semillas, para que al ser agitado por el instrumentista reproduzca el sonido brillante que se oye al fondo de cada pieza musical.

Cuentan los integrantes del grupo Casabe que en tiempos remotos, cuando el nacimiento del chandé se estaba gestando en las riberas del río Magdalena, se tocaba con un tamborcito parecido a la actual caja vallenata, pero en ese entonces se conocía como bambuquito, que fue muy popularizado por María de Jesús Palomino Rodríguez, más conocida en estas regiones como “La Chula”, quien había nacido en la localidad de El Rabón (Magdalena).

A cerca de La Chula, las nuevas generaciones han tenido noticias, gracias al homenaje que Joe Arroyo tituló Mosaico de La Chula, en donde se destacó la canción Tamarindo seco; pero también por la grabación que hiciera Carlos Vives de El Caballito, que a su vez resultan ser dos de las piezas mayormente interpretadas por los conjuntos folclóricos de Mompox, con los que un grupo de mujeres baila y toca palmas, tal como lo hacían los abuelos de tiempos lejanos cuando una buena cosecha o una subienda exitosa les despertaba la alegría para parrandear con una música que en otras partes del Caribe colombiano también suelen conocer como pajarito.

A las 8 de la mañana del martes 11 de diciembre, en los embarcaderos naturales del puerto de Mompox volvimos a ocupar la chalupa El Ribereño con destino a Barranquilla. Erasmo Antonio Mora, el primer piloto que nos embarcó en Puerto Triunfo, apareció nuevamente, esta vez en compañía de un ayudante más viejo, más alto y más gordo que el muchacho silencioso a quien siempre le tocó sortear las vicisitudes de los numerosos bancos de arena en el camino a Barrancabermeja.

A medida que avanzamos, las alfombras de taruya son más abundantes, debido a la cercanía de la ciénaga de Zambrano (Bolívar), según nos enteramos por los comentarios de Erasmo y su ayudante. El Magdalena vuelve a ser profundo y brillante en su superficie, lo que aprovechan los chaluperos para navegar a toda velocidad levantando grandes cantidades de agua por donde penetra la luz del sol para formar pequeños arcoiris a los costados de la embarcación.

Dos pasajeros señalan varias bandadas de pisingos que se espantan con la presencia de la chalupa corcoveando con fiereza en la inmensidad del río. Cuando no tengo qué hacer —dice uno de los conversadores—, salgo con un primo a cazar pisingos, que son más sabrosos que las gallinas, si los preparas sudados. El otro día matamos como veinte.” La conversación se interrumpe cuando pasamos por San José del Purgatorio, un pequeño y pobre pueblo, en el que, a juzgar por los mensajes de las pancartas y los pasacalles, los habitantes presumían que Gabriel García Márquez y el presidente Álvaro Uribe estarían en el recorrido por el río.

Bienvenido presidente Uribe, Necesitamos un colegio, Bienvenido Gabo, Nosotros también somos Colombia, rezan los cartelones escritos con alguna prisa antiestética. La lancha se detiene unos minutos, pero nadie desciende, no obstante las invitaciones de los pobladores. Continuamos la marcha y en diez minutos llegamos al municipio de Zambrano (Bolívar), en donde los periodistas interioranos volvieron a asombrarse con la enorme cantidad de niños saltando hacia el agua, cuando la lancha de una empresa tabacalera les arroja cajetillas de cigarrillos que ellos pescan como si fueran valiosas perlas.

En estos pueblos parece que la costumbre es pedir y pedir”, comenta un sociólogo que venía dormido desde Mompox, al igual que otros tripulantes que empiezan a descender de la embarcación en busca de una banda de músicos que toca alegremente alguna pieza clásica de las riberas del río. Varios niños se cuelan en la lancha a pedir dinero que les sirva para comprar zapatos o panes, según las palabras de un pequeño de aproximadamente nueve años, quien dijo llamarse Misael.

¿Tus padres no te dan todo eso?”, pregunta el sociólogo, para quien los regalos que la firma tabacalera arrojó a los niños de Zambrano resultaron más que “una acción humillante”, pero el niño no se despoja de la sonrisa cuando responde: “mi papá tiene un poco de días que no trabaja. Aquí no hay empleo y en la casa somos muchos”. Por boca de una señora gorda nos enteramos que en Zambrano la costumbre de tener muchos hijos se ha vuelto legendaria. Aquí cada matrimonio tiene mínimo diez hijos —dice—. En la casa de los Vergara hay 68 personas. Es que aquí las niñas no han cumplido 13 años cuando ya tienen el primer hijo”.

De pronto, el sonido bestial de la banda se acalla bruscamente y los tripulantes de El Ribereño regresan a sus puestos. Algunos se colocan los chalecos flotantes que cuelgan del techo de la lancha cuando la embarcación vuelve a dar saltos seguidos, como un caballo en galope afanoso, al ingresar por un caño que nos conducirá directamente a la población de Plato (Magdalena). Un grupo aproximado de seis gallinazos, apostados sobre el vientre de un caballo muerto encima de una de las partes secas del río, picotean las entrañas del cadáver, indiferentes a la ruidosa presencia de nuestra chalupa.

Dos pescadores ancianos, parados en la orilla del río, sumergen en el agua un objeto parecido a una canasta, pero hecho con maderas y una red de plástico, que varios nos quedamos observando, a la vez que escuchamos la voz de uno de los lancheros luchando con el ruido del motor: “Es una barredera -explica-. Los pescadores la meten en el agua durante un rato. Después la cierran y así cogen varios pescados de un solo tiro”. Pero lo cierto es que, mientras estuvimos observando la faena de los dos ancianos, ni un solo pez vibró dentro de las redes. Sólo el agua, volviendo a su lecho, se mostraba escurrida desde el plástico de la barredera.

A las 4:00 de la tarde llegamos a Barranquilla luchando con la fiereza del río, que en esta parte del trayecto es más ancho, tenebroso y amenazante, como si estuviera dispuesto a chupar, de una buena vez, las vidas de quienes osan herir su superficie a fuerza de motores y fibras de vidrio siempre lavadas por todos los metros cúbicos de agua que el Magdalena está sangrando desde su mismo nacimiento. Atrás han quedado pueblos como Heredia, Robles, Barrancavieja, Calamar, San Juan de Trinidad, Cerro San Antonio, Salamina y Sitio Nuevo.

En la mañana, el viaje hacia Cartagena tiene una parada de varias horas en Calamar, en donde el calor se anida en la frente de los habitantes, pero a los forasteros les enciende el cuerpo sin que exista redención posible mientras el sol permanezca en su reino del mediodía. Y es en Calamar en donde el río abre una de sus costillas para dar nacimiento al Canal del Dique, por donde las lanchas entran y surcan el agua quieta a través de platanales, sembrados de yuca y campos abiertos en donde pastan las vacas y las aves atraviesan la claridad del cielo.

Allá en Pasacaballos, en donde el río, a través del Dique, se hermana con la bahía de Cartagena, termina el recorrido con la tarde a cuestas. La sensación de movimiento de las chalupas aún permanece en los cuerpos de los tripulantes y las embarcaciones se quedan huérfanas, mientras llega el amanecer. Al día siguiente harán el mismo recorrido, pero en sentido contrario hasta volver a las zonas resecas en donde el río nos mostró sus huesos.

Diciembre de 2002


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