Wilman “El Chino” Restrepo

Las dos películas de El Chino


En “Bandoleros”, la película que un grupo de jóvenes del barrio Las Reinas filmó con escasos recursos técnicos y monetarios, Wilman Restrepo Taborda es el protagonista.

En el barrio le dicen “El Chino” o “El Chinaco”; y en el filme caracteriza a un ladronzuelo de poca monta, quien de un momento a otro alcanza “estatus” delincuencial al asociarse con un grupo de narcotraficantes que lo llena de dinero y fama, aunque posteriormente termina agujereado a balazos en una calle solitaria.

La película que ha sido su vida no es muy diferente de la que Colombia y el exterior han visto, gracias a la cantidad de copias ilegales que se regaron por todos los rincones de la piratería audiovisual, sin reportarle a los creadores un solo centavo de ganancias.

Mucho antes de que recibiera la propuesta actoral, El Chino sobrevivía en las calles estirando la mano hasta donde le fuera posible raponear; y durmiendo en hoteles baratos, cuando no en reclusorios para niños y jóvenes, hasta que aparecieron quienes ahora son su mujer y su suegra.

“Si no es por ellas, me hubiera llevado el diablo”, dice sin hacer el menor esfuerzo por robustecer la crepitación que tiene por voz.

Sentado en uno de los muebles de la vivienda de su suegra en el barrio Nelson Mandela, El Chino relata imperturbable, o ríe exhibiendo una empalizada de dientes breves y disparejos que trabajosamente le iluminan el rostro tantas veces machacado por el sol y el pavimento. En sus ojos, pequeños y tristes, juega una luz tan enigmática que parece de metal.

Desde antes de aventurarse en la película de ficción, El Chino también sostuvo su película real como ayudante —o sparring, que llaman— de las busetas de la ruta Blas de Lezo-Centro, oficio en el que todavía se desempeña, mientras se materializa el milagro que recientemente le anunciaron en el pasado Festival Internacional de Cine de Cartagena.

“Figúrense que a mí y a ‘El Salva’ —narra refiriéndose a Erling Salgado, el director de ‘Bandoleros’— nos van a mandar a estudiar. El Salva se va para una escuela de Cuba a estudiar cine; y yo tengo que escoger entre Bogotá o Medellín para estudiar actuación. Pero me dijeron que en Cuba uno se la pasa encerrado y no puede ni hablar por teléfono. Mejor me voy para Medellín, porque allá me van a dar apartamento, alimentación, sueldo y me puedo llevar a Johana Karina, mi mujer”.

El Chino no recuerda si en otro momento de su vida fue tan elogiado y manoseado como cuando actores, directores, escritores y productores colombianos y extranjeros lo rodearon durante el Festicine para elogiar su actuación en Bandoleros, cosa que, según dice, “no me ha subido los humos. Yo sigo siendo el mismo man tranquilo del barrio. Le regalé un suéter a Felipe Aljure y él me regaló una camisa de Gino Pascali; y la Chica Morales me prestó su carro. Pero no me creo la gran vaina por eso”.

La película de viento y piedras que El Chino viene protagonizando desde antes de encontrarse con Johana Karina, comenzó a los ocho años de edad, cuando su familia decidió mudarse para Cartagena.

“Nací en el barrio Moravia, uno de los más pobres y llenos de milicianos y paracos que tiene Medellín. Mi papá era camionero. Mi mamá nos cuidaba a mí y a mis hermanos, que éramos seis. De pronto, el patrón de mi papá encontró chamba en Cartagena y tuvimos que mudarnos.

Primero vivimos en Marbella, como unos tres años. Después nos fuimos para el Alto Bosque y vivimos otros tres más, mientras estudiaba la primaria en el Fernández Baena y viajaba en el camión con mi papá.

Cuando terminé la primaria, nos mudamos para Las Reinas. Allí empecé a relacionarme con los manes de las esquinas, a trabajar en las busetas y a formar mis peleas para que nadie me la montara. De pronto a mi papá se le acabó la chamba y salió con el invento de que teníamos que regresar a Medellín.

Los demás se fueron. Yo me quedé, porque ya estaba bien amañado en Cartagena. Ahora me creo tan cartagenero como ustedes. Mi mamá trató de obligarme, pero no pudo. Me quedé con un hermano mayor que trabajaba también como sparring, mientras yo andaba por la calle rebuscándome.

Pero todos los manes que andaban conmigo estudiaban, menos yo. Uno de ellos empezó a decirme que tenía que estudiar, que el estudio era bueno, que no sé qué vaina... Y yo decía que el estudio era para locos. Pero al fin me convencieron y empecé el bachillerato en el Moderno del Norte. Cuando iba por segundo grado comencé a aburrirme y a hacer desorden entre los compañeros para que nadie le parara bolas a las clases. Hasta que los profesores se reunieron y resolvieron que tenían que botarme.

—¡Te vas!—, me dijo el director.

—¡Métase su colegio por el culo, viejo marica!—, le dije. Y volví a la calle. Y otra vez los pelaos del barrio me convencieron de que siguiera estudiando. Una parte de ellos estudiaba en la Universidad Libre. Un día me llevaron. Me metí como si fuera un alumno más. Pero después de tres meses se dieron cuenta de que yo era un colado y me llamaron a la rectoría. Aunque la cosa salió bien, porque le dije al rector que yo quería estudiar, que quería echar pa’ lante.

Mandaron a buscar mis papeles al Moderno del Norte y me matricularon. El rector de allá le sapió al de acá que yo era un indisciplinado y un atrevido. ‘Pero acá la cosa es a otro precio’, me dijo el rector de la Libre.

Cuando ya iba por cuarto de bachillerato, alguien le tiró un lapicero por la espalda al profesor de Matemáticas. El man se dio la vuelta y encontró a todo mundo señalándome. Y yo estrilando contra los que me acusaban, pero el profe no se convenció y me empujó la cara con la mano. Arranqué el brazo del pupitre y se lo tiré con tanta rabia que le abrí una brecha en la frente. Me echaron otra vez.

Entonces, me puse a caminar por el Centro, por Bocagrande y por El Laguito, viendo cómo conseguir la plata de la comida y de la dormida. Después de un tiempo me conocí con ‘El moro’ y ‘El cabeza de estadio’, dos manes que habían empezado como gamines y terminaron cuidando y lavando carros.

Me invitaron a que los acompañara en esa chamba, una vaina bastante aburrida, porque esos manes siempre estaban sin plata. Y un día les dije: ‘espérenme aquí que voy a buscar la comida’. Me fui para la playa. Los playeros no me paraban bolas porque, como me veían tan pequeño, me creían bobo. Aunque ya tenía 12 años.

En ese son me iba cogiendo todo lo que podía en las carpas o en las toallas playeras y en los kioscos. Hasta que un día me tumbé un cilindro, de esos que se cuelgan en el cuello. Lo cogí de la carpa de unos turistas y salí corriendo sin saber qué era. Pero cuando lo destapé, mi hermano, eran un poco de billetes de a cien dólares.

Hice el cambio y salieron como nueve millones de pesos. Me fui para Medellín y le compré una nevera, una estufa y un televisor a mi mamá. A mis hermanos les compré ropa. Y yo también me pulí con la percha.

Después me aburrió el frío. Me regresé para Cartagena. Una noche me uní con unos manes del barrio y, como a la una de la madrugada, nos metimos en San Andresito y nos tumbamos un maletín lleno de pura mercancía.

Enseguida me fui para Bogotá y vendí todo. De ahí arranqué para Buenaventura. Allá me conocí con otros manes que se la pasaban en los puertos tratando de colarse en los barcos que viajaban para Estados Unidos.

Dos de los más tesos del grupo logramos colarnos en un barco carguero. Y de buenas que encontramos un contenedor abierto. Nos encerramos y nos quedamos quietecitos para que nadie nos descubriera, pero de pronto al compañero se le dio por salir a la cubierta a orinar. Y lo pillaron.

Ya estábamos en Miami. La única que hablaba español en el puerto de Miami era una señora que nos preguntaba que en dónde estaban nuestros familiares. Le dijimos que en Colombia. Al día siguiente nos mandaron en avión para Bogotá.

Allá estuvimos en el Bienestar Familiar como dos días. Yo decía que era de Cartagena. Y me mandaron para el Bienestar de aquí. Y el Bienestar me mandó para una casa que le dicen Protección. Allí estuve un año hasta que me aburrí y me volé.

Pero no duré mucho en la calle, porque a los tres días intenté robarle una cámara a una turista y me pillaron. Me mandaron para Asomenores. Allí me trataron bien. Duré un año encerrado y otro año con libertad asistida.

Ya tenía 16 años cuando regresé a la calle; y la gente del barrio me hacía pedidos. Yo escribía en una lista lo que me pedían y me iba para el Centro. En la tarde o en la noche regresaba con todo lo que estaba en la lista. La gente me pagaba lo que quería o podía.

Con eso dormía y comía en residencias de la calle de la Media Luna. Un día me pidieron una bicicleta y me acordé que unos días atrás había visto una en un almacén de La Matuna. Me metí y agarré la cicla como haciéndome el loco. Le amarré en la barra una bolsa del almacén y esperé a que saliera una señora muy elegante que vi pagando en la caja registradora.

Me le fui detrás. Me le pegué un poquito. Y un tipo que estaba en la puerta me dijo:

—¡No joda, pelao, te la echaste con esa cicla!.

—Sí, marica—le dije señalando a la señora—, me la regaló mi tía.

Pero el cuento de los pedidos se acabó cuando me pillaron cogiéndome una cámara en un laboratorio fotográfico. Me mandaron de nuevo para Asomenores, pero al de Turbaco. Allá no me trataban mal, pero me vigilaban siempre. Más era lo que pasaba encerrado que en los patios o en los pasillos.

Apenas se descuidaron, me escapé. Allí fue cuando dije: ‘bueno, Chinaco, o te compones o te lleva el diablo’.

Cuando Bandoleros llegó al mercado ilegal de Medellín, los padres de El Chino volvieron a Cartagena, pero a buscar parte de la fortuna que supuestamente el hijo había ganado como actor.

—Al fin vamos a salir de pobres —dijeron—¿Dónde está la plata de la película?

—¡Plata!—respondió El Chino—. Si supieran la manduquera que nos dieron los piratas.

Acaba de cumplir nueve años como sparring y tres de estar viviendo con Johana Karina, a quien duró 24 meses conquistando, pero sin lograr su atención, porque para ella —lo mismo que para muchos en el barrio— el pretendiente no era más que un vago, consumidor de estupefacientes.

“Pero qué va —refuta El Chino—: a mí nunca me gustaron ni el ron, ni los cigarrillos y menos las drogas. Le cogí rabia a todo eso, cuando veía a los gamines por la calle oliendo goma. Esa vaina los ponía como bobos. ¡Qué viaje tan barro!

Ahora, sin tapujos, cuenta sus peripecias y aconseja a los niños y jóvenes del barrio para que tomen el camino recto. Desde que actuó en Bandoleros lo tratan y lo miran de otra forma, aunque él insiste en que “sigo siendo el mismo man tranquilo de siempre”.


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