Mompox, tierra de Dios

Los areneros de Mompox


Lo primero que uno percibe desde que baja a los playones de arena que deja la sequía del río Magdalena, es un penetrante olor a aguas residuales y a excrementos humanos.

Los grupos de trabajadores que están regados en diferentes puntos de las playas parecen indiferentes al sofocante miasma y al ruido que produce un chorro de aguas servidas que sale de un tubo plástico, de unos quince centímetros de diámetro.

Se trata de una descarga gruesa, grisácea y espumosa que representa las aguas servidas que eliminan los lavaderos, lavaplatos, lavamanos e inodoros del municipio de Mompox, donde el sistema del alcantarillado parece no ser todo lo eficiente que requiere una ciudad en crecimiento.

Así que es ese el ambiente en donde laboran unos doce trabajadores, a quienes llaman “areneros” y quienes hacen parte de un grupo de, más o menos, 120 hombres que extraen arena del lecho del río y que se localizan en dos puntos de Mompox: El Bosque-Santa Bárbara y el sector La Y.

Estamos en el sector La Y, donde se bifurca una carretera asfaltada, por la cual ingresan los vehículos que vienen de otras zonas del departamento de Bolívar. Los recibe un conjunto de grandes letras de colores que conforman la palabra “Mompox”.

En uno de los bordes de la carretera se ve un vacío tenebroso, que no es otro que el cauce del Magdalena, en cuya orilla hay varias pilas de arena y grupos de personas en actitud expectante: pueden ser cuidanderos, areneros o clientes que van en busca de arena para sus construcciones.

Al sitio de la extracción se baja por una escalera de tierra, construida a pico y pala por los mismos areneros, aprovechando algunas de las sequías anuales que permiten aprovechar los extensos playones de tierra que surgen del corazón del río, para extraer arena y emprender el negocio de manera más sencilla.

La mayoría de extractores –o areneros-- trabajan descalzos, son flacos y se cubren el cuerpo con camisetas mangas largas, gorras, sombreros y trapos que intentan protegerles el rostro de la intensidad del sol.

Eduardo Martínez Ortiz, quien aparenta veteranía, explica que, a pesar de los manantiales de aguas putrefactas que se esparcen por todo el perímetro, prefieren trabajar descalzos, ya que ponerse botas significaría exponerse a que se les llenen de la arena que les rasgará los pies, además de que harían más difícil la movilidad dentro del río, por la pesadez del cuero y las suelas de caucho.

Sin embargo, reconoce que el no protegerse los pies también los expone a enfermedades que aparecen con cierta frecuencia, pero que asimismo desaparecen, supone, a fuerza de crear anticuerpos.

“Se nos pone el cuero duro”, dice Oswald Sanclemente, un muchacho de unos veinte años, cuya delgadez hace presentir que se le romperá la columna vertebral cuando intente poner, en uno de sus hombros, un saco de ochenta kilos de peso que le acaba de llenar Eduardo Martínez. No obstante, lo alza sin chistar y asciende hacia la carretera como si llevara una bolsa de algodón sobre su escuálida musculatura.

Alberto Ascanio (de 60 años) uno de los que aguardan en la orilla de la carretera y delante de los rimeros de arena, expone que desde las cuatro de la madrugada los areneros descienden al río, donde los esperan varias trojas hechas con cuatro horcones gruesos, en cuyas puntas reposan otras cuatro varas que sostienen el resto de leños que conforman una especie de mesa, donde los areneros montan los bultos, que luego se pondrán en los hombros para subir a la carretera.

También los esperan charcos de un agua verde, que debe ser la misma del río, pero aprisionada entre trampas de arena que no la dejan circular; y si a eso se le suman las aguas pútridas que salen del tubo, el paisaje suele ser más que deleznable.

“Casi siempre los grupos son de cuatro muchachos –comenta don Alberto--. Uno recoge con la pala la arena de los playones. Cuando ya la pila tiene un tamaño más o menos considerable, entonces el mismo que la recogió llena los sacos. Los otros tres ayudan a subirlos en la troja y cada cual se pone el suyo en el hombro para subirlo a la carretera”.

La mayoría de los areneros dicen ser mompoxinos residentes en barrios pobres como Villa de Leyva, La Cuchilla, Primero de Octubre, Primero de Julio y La Granja, donde el desempleo brilla por su presencia, de tal manera que un día en la vida de estos obreros se desenvuelve desde las cuatro de la madrugada (para aprovechar la ausencia del sol), luego una suspensión para almorzar y un cierre de jornada a las cinco de la tarde.

Los mejores días para trabajar son los de la temporada de sequía, porque los areneros pueden movilizarse más fácilmente que cuando llega marzo, pues sube el nivel del río y las corrientes dificultan la extracción del material. Es allí cuando las trojas cumplen su segunda función: sostienen los sacos en su base, mientras los obreros, prácticamente, bucean ataviados solo con la pala y sus habilidades natatorias.

Los más jóvenes dicen haber escuchado que esta actividad tiene más de cuarenta años y que la mayoría de las construcciones de Mompox se han levantado con esta arena que, al salir del río, aparenta un color ocre, pero en cuanto lleva varias horas al sol adquiere una tonalidad pardusca, que también es conocida en las localidades vecinas.

Arnaldo Cruz, uno de los más jóvenes, relata que la arena se vende, en la orilla de la carretera, a veinte mil pesos el metro; pero si hay que llevarla a la construcción, cuesta treinta mil. Asimismo, una volqueta de arena en la orilla vale cien mil pesos; pero si hay que llevar el contenido en motocarro hasta el aposento que indique el cliente, entonces vale 160 mil.

A simple vista suele creerse que la continua extracción de arena podría traer consecuencias nefastas para el cauce del río, pero en Mompox se dice que es todo lo contrario: el accionar diario de más de cien palas, desde hace más de cuatro décadas, es como una especie de dragado artesanal, que evita un poco que el río se desborde en las épocas de lluvia e inunde las comunidades adyacentes.

La ganancia diaria de los areneros oscila entre los cuarenta y los setenta mil pesos, lo que podría acumularles un salario mensual cercano al millón 500 mil pesos. Pero raras veces llegan a contar con ese dinero junto, ya que todo lo que se consigue en el día se invierte en las cotidianidades hogareñas.

“Pero le aclaro –advierte don Alberto--, aquí no llegan únicamente hombres. También llegan pelaos de 12 hasta 16 años, pero en la tarde, cuando ya ha bajado el sol y han hecho sus tareas del colegio. Los papás les permiten trabajar para que lleven algo a la casa o para que se ayuden con sus estudios”.

Guillermo Santos Anaya, el recién posesionado alcalde de Mompox, asegura que su administración se propone reglamentar a los 120 areneros, propuesta que ya presentó ante la Corporación Autónoma Regional del Sur de Bolívar (CSB), en el sentido de crearles una organización legal con permiso ambiental, uniformarlos, dotarlos de herramientas y ubicarlos en un sitio específico, que no perturbe la actividad turística del río Magdalena.

Pero sea cual sea la edad de los que trabajan en medio de estas excrecencias citadinas, el cierre de labores suele ser el mismo para todos: se bañan, cenan, conversan y duermen pensando en recuperar músculos para levantarse a las tres de la madrugada.

Solo si la Providencia les ilumina una labor menos penosa y mejor remunerada, podrían no volver más por aquí.


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