Me gusta la champeta, pero no se lo digas a nadie


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La escena es esta:
Una muchacha que podría llamarse Patricia sale del baño envuelta en una toalla blanca. Su cabello finge una lluvia azabache. Sus manos hurgan entre la semioscuridad de un escaparate que guarda unos cuantos overoles cortos y blusas escotadas.
Patricia vive en un barrio de mala muerte, mientras otra muchacha, quien tal vez ostente el nombre de Lisbeth, habitante de un barrio de clase media, hace lo mismo que la primera: escoge entre sus pantalones cortos el que más posibilidades tenga de apretarle las carnes y resaltarle el violento trasero que hace agachar las miradas de los vecinos que la admiran sin discreción.
Al otro extremo de la ciudad, en un barrio privilegiado, está a punto de salir de su vivienda una adolescente de facciones finas, cuya camiseta tiene una inscripción con letras doradas que dice, “Liliana”. Aborda una camioneta en donde la espera un grupo de amigos de atuendos parecidos a los de ella.
Un domingo aún oscuro por los estragos de algún aguacero reciente, las tres muchachas (Patricia, Lisbeth y Liliana) coinciden en la entrada de la Plaza de Toros Cartagena de Indias, en donde un grupo inmenso de jóvenes y adultos, provenientes de las zonas populares, se aglomera en la entrada tratando de no perderse ni el más mínimo instante del concierto de música champeta que se está desarrollando en la arena del recinto.
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Cuando las tres, utilizando diferentes accesos, logran bajar hacia la arena, ya el cielo está oscuro y la brisa fría que dejó la lluvia poco se siente, gracias al tumulto que ocasionan los bailadores; gracias también a la espesa nube del humo de los cigarrillos y a la torre de plantas de potencia que el equipo de sonido invitado tiene como columna vertebral de su estruendosa aparición.
En el momento en que entran las tres mujeres, ríos de cerveza enlatada han corrido por las gargantas de los danzantes. Botellas de plástico, que segundos antes albergaron agua, son desocupadas para envasar el whisky o el ron que los agentes de la Policía no dejan ingresar en recipientes de vidrio.
El tumulto es una bandera confeccionada con camisetas anchas o estrechas. Sus colores van desde los matices más vivos hasta las oscuridades más profundas. Por encima de la multitud, un mar de gorras beiboleras de todos los colores se zarandea en una sucesión de olas que no necesitan de la brisa sino de los aciertos del disc jockey, o del ejecutor del tambor electrónico, para mecerse sobre gruesos zapatos de caucho y sandalias de tacón bajo, que ignoran el incipiente barro en que se ha convertido la arena.
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Mientras un animador, micrófono en mano, vibra lanzando mensajes para los asistentes o para algunos invitados especiales, Patricia, Liliana y Lisbeth, en diferentes puntos del ruedo taurino, se integran con los amigos que encuentran en la fiesta y comienzan a disfrutar de la música como mejor saben: moviendo sus cuerpos de la manera más vertiginosa que el alcohol y la emoción se los permitan.
Las tres no se conocen. Nunca se han visto. Ninguna sabe que la otra existe. Pero, desde sus puestos, parecen unidas por un mismo hilo conductor: el gusto por la champeta, el placer que sienten por una música que, aunque muy propagada, sigue siendo marginal, criticada, atacada y confinada hacia ciertos lugares en donde no perturbe la imagen de una ciudad que todavía padece problemas de identidad, al igual que sus dispersos habitantes.
Pero no sólo es la música. No sólo es la champeta. También hay atracción, fascinación y religiosidad hacia el aparato gigantesco llamado picó, ese que reina entre andanadas del humo blanco que sale de varios artefactos rectangulares puestos estratégicamente en las esquinas de los andamios que lo sostienen. Las luces que fulgen en las coronas de los bafles, parecen los ojos vigilantes de la torre sonora.
Cuando la noche avanza, Patricia —al igual que Liliana y Lisbeth— parecen encontrarse en el punto máximo de la agitación. La palabra inhibición carece de significado. Las tres se entregan a las implicaciones eróticas que sugiere el ritmo. A estas horas, ya se han escuchado centenares de voces de cantantes famosos o no tan conocidos.
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Las tres mujeres a veces identifican las canciones y a veces no, pero lo que no pierden es la energía de las caderas, las ganas de apretarse contra los cuerpos de sus jóvenes acompañantes, la idea de dar media vuelta, inclinarse un poco y restregar sus nalgas —presionadas por los overoles— sobre las braguetas de los parejos.
El sudor corre por sus sienes y sus mejillas. El brillo de sus ojos sugiere cualquier pensamiento maligno. El humo del picó y el de los cigarrillos se confunden, y penosamente permiten divisar la frase “El Rey de Rocha”, que impera sobre una pantalla gigante en donde a veces bailan las imágenes de un video clip preñado de la música en cuestión.
De pronto, entre la penumbra y las espaldas sudorosas, el brillo de una cámara televisiva —o tal vez fotográfica— rompe la independencia de la muchedumbre. Patricia sigue sonriendo y moviendo la pelvis en un coito danzante que el lente registra sin restricciones, como queriendo eternizar la virulencia con que se traduce el golpe de la música en la sangre.
Unos segundos después, Lisbeth también es capturada por la cámara durante los segundos en que sus senos turgentes y sus gluteos desafiantes se sacuden en la tenuidad del ambiente. En cuanto descubre el enfoque, su reacción es otra. Estira el brazo derecho con la mano abierta, tratando de cubrir un lente que no puede alcanzar, pero finalmente termina escurriéndose entre la bandada que antes observaba sus movimientos.
“!Qué dirán mis amistades!”, dice Lisbeth con los labios entreabiertos mediante una sonrisa rápida que su acompañante comparte, mientras corre detrás de ella hacia un lugar inalcanzable para el lente fisgón que la sacó de trance.
Unos metros más allá, Liliana, flaca y esquiva, percibe la presencia de la cámara a lo lejos, pero no corre. Lentamente da media vuelta. Sus movimientos aparentan una ida al baño portatil o al kiosco de los licores. Por eso nadie sospecha su vergüenza ante la eventualidad de que la descubran adorando a “El Rey de Rocha” y saboreando todas las canciones que no escucha en su casa ni sintoniza en las emisoras.
Empieza la madrugada. El picó se silencia. Un grupo de policías rodea la tarima. Las puertas de la plaza se abren. Los bailadores —ebrios, agotados y sudorosos— suben pesadamente las escalinatas que conducen hacia la calle. Entre la retirada se destaca la blusa de colores de Patricia, tal vez pensando en las precariedades de su vida de empleada doméstica que resuelve sola el apremio de dos hijos pequeños.
A orillas de la avenida, Lisbeth acepta la invitación del amigo que le ofrece la parrilla de su moto, pero al mismo tiempo sus pensamientos están perdidos en la preocupación por la cámara que se introdujo en el lóbrego secreto de su gusto por la champeta. “¡Mierda!, ojalá que nadie de la universidad vea ese video”.
La camioneta de los amigos de Liliana se aleja con ella a bordo, no sin antes preguntarse en dónde será el próximo concierto de “El Rey de Rocha”. Alguien se lo dirá en el transcurso de la semana que empieza. De pronto lo escuche en la radio o se encuentre algún anuncio pegado en las paredes del Centro.
Pero ni una palabra. De su boca —ni de la de sus compañeros— saldrá una sola palabra que elogie a los picós, a los cantantes o a las canciones de esa gente pobre y fea que habita amontonada a lo lejos, en el tafanario de la ciudad.


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