El mero más grande del mundo


Creo que era 1972. La brisa arrastraba tierra y música por toda la calle Londres del barrio El Bosque, en frente de las lomas de Bruselas. Por boca de mamá, y por las bocinas del transistor escuchaba el son Tribilín cantores y siempre me pregunté qué tenía que ver con el Tribilín de los muñequitos de Walt Disney.

Al comienzo de una tarde, papá me llevó al muelle de Manga, ese al que le decían El Terminal. Al igual que el misterio de Tribilín, quería saber a dónde iba la gente que convocaban por la radio varias veces al día. Cada cuatro o seis horas se interrumpía la música y sonaba una placa picotera: “Personal, para el terminal”. Seguido, un locutor llamaba a lista a un lote de obreros. Hasta la sala de la accesoria de la calle Londres llegaba la brisa con el sonido profundo de las bocinas de los barcos.

Cuando llegamos al muelle, papá quedó en calzoncillos y se tiró al agua. Le tengo terror al mar. En ese momento se me reveló de un tajo. No era tanto quedarme solo ante el inmenso casco de un buque ancho y negro como una espalda. Quería saber por qué a papá se lo había tragado aquel océano inconmensurable. Y más porque, en ese entonces, tanto los niños como los viejos bien sabían que debajo del muelle de Manga vivía el mero más grande del mundo. Y, peor aún, nadie quería hablar de la inevitable profecía del cataclismo, pues, de un solo sacudón, Cartagena entera podía desaparecer por culpa de un mero.

Ahí estaba papá: un mulato nacido en Buenaventura donde, el mar es más revuelto que el de aquí. Saber eso me aliviaba el vértigo. Lo vi zambullirse con su careta y su arpón azul satinado y pensé que jamás lo vería. Sé que llegó a Cartagena en un poderoso avión DC-3 de dos motores, en junio de 1956. La nave hizo un par de escalas embarcando gente para enrolarse en la Armada Nacional. Allí se hizo suboficial pero, para mí, antes que nada, se hizo buzo.

“¿Qué había debajo del muelle?”, le pregunté medio siglo después. Me hizo énfasis en la importancia de un sol intenso para que forme un trasluz. Con la fuerza de la memoria en los ojos, papá lo dejó claro. “En el trasluz te escondes, esperas y disparas el arpón”. También me acuerdo, esa misma tarde, que papá salía del agua y ponía pescados a mis pies. Al final, salió con un sábalo. Lo tenía ensartado con el arpón y el animalejo estaba en convulsión. Papá sonrió y alguien tomó una foto.

Las cosas fueron así: el sábalo se fue al fondo, al lecho marino. Papá esperó. El sábalo regresó a superficie y vomitó un montón de lodo y sedimento. Papá se asustó y disparó por instinto. “Ahí perdió el sábalo”, dijo. Sin embargo, me aclaró que con las barracudas es diferente, porque a esas hay que perseguirlas y arponearlas detrás de la agalla. Miden como tres metros y castañean los dientes, al principio el ruido espanta, después te acostumbras. Por allá por el buque hundido que está por Castillo, había muchas barracudas.

Por su parte, el poder totalitario e impiadoso de los tiburones es lo que más me aterra del inmenso mar. Un día papá advirtió mis pesadillas, en especial, después de haber visto la película Tiburón en el Teatro Cartagena, por allá en 1978. “Es posible asustar tiburones”, me dijo, pero no le creí. Pensé que era su forma de tranquilizarme. Entonces me contó que por Punta Gigante logró espantar uno de esos monstruos. El lugar queda a las afueras de la Isla de Tierra Bomba, a las afueras de Bocachica. En aquella ocasión papá vagaba buceando de un lado a otro cuando se dio cuenta de la tortuga más hermosa que hubiese habido jamás.

Recuerdo que no encontraba palabra para describir la gracia de su movimiento, los colores de su piel, la textura del caparazón. Fue tal el hechizo de la criatura que, casi sin darse cuenta, papá la persiguió. Ahí fue cuando se apareció un tiburón tras él. Tortuga, buzo y tiburón. Así, en cadena. Papá guardó calma completa, aunque consciente de su condición de presa segura. “Ya podía sentir el mordisco en mis piernas”, recordó. De manera que subió un poco hacia la superficie, con el tiburón tras él. Sin previo aviso papá dio media vuelta y lo enfrentó. Chapaleó con fuerza y el tiburón huyó. Asustado, por supuesto.

Sin embargo, no todo fue sabiduría, arrojo y tenacidad. Al comienzo a papá le costaba entender los principios de inmersión y ser un pez humano. “Me quedaba el jopo afuera y se me cayeron dos arpones al fondo del mar”, recuerda muerto de risa. Uno de esos principios tiene que ver con saber distinguir los hechizos y los encantos marinos. Precisamente, allá mismo por Punta Gigante, estaban los restos de un naufragio. Era un barco mercante que depuso su osamenta de madera al borde de un abismo submarino. En las paredes del barco, pargos y morenas eran abundantes, y también, peces de arrecifes. “Yo creo que es un lugar hechizado”, dijo papá. Y lo dijo porque cualquier buzo se embelesaba con la espléndida maravilla del mismísimo paraíso. Tanto así, que los buzos olvidaban su condición mamífera y, casi por completo, respirar les era indiferente. “Recuerdo gente que se iba a lo más profundo, hasta casi ahogarse. Era como encontrarse con la felicidad y no subir nunca más”, sentenció.

Otro día, estando en la Fragata Abrión, papá navegaba por el indomable Golfo de Urabá. Ahí fue cuando se rompió una hélice de la embarcación e iban a ser las diez de la noche. A papá lo apodaban el mago de la evaporadora. Había alcanzado el grado de suboficial tercero en la Armada Nacional y nadie como él conocía tan bien la alta alquimia y los secretos mejor guardados de aquella máquina milagrosa. Nadie. El propósito era tan simple como fundamental: convertir el agua salada en agua dulce.

Pero aquella noche, con semejante varada en el golfo, papá abandonó la barriga de la fragata y fue a cubierta. Todas las luces estaban encendidas y se dirigían directo al mar e iluminaban cientos, quizás miles, de tiburones que se arremolinaban junto al barco. Era una revuelta incontrolable de monstruos que, en cualquier momento, voltearían la nave y se engullirían de un solo mordisco a cada hombre de la tripulación. No fue así. Fue exactamente al revés. Papá me dijo que los marineros atraparon varias docenas de tollos y cocinaron todo tipo de platillos, propios de la gastronomía de mar. “El barco duró una semana hediondo a almizcle”, recordó.

En la vida marina de papá, los tiburones no eran la gran cosa. Para él nada puede superar la implacable energía metálica de una tormenta. Una situación perfecta para avasallar la absurda vanidad humana. Se trata de un ajuste de cuentas con los mismísimos dioses, no del mar ni del mundo, sino del universo entero. Desde 1957 papá se embarcó en varias naves como Antioquia y Caldas. Visitó puertos como Boston, Norfolk, Massachuttes y Nueva York. Muchas veces en Panamá y San Andrés. Muchas veces en Puerto Cabello, Santa Marta y Barranquilla. Muchas veces en La Guajira, La Guaira y San Juan. Pero nada como las tormentas impiadosas del Golfo de Urabá.

Papá siempre ha estado enamorado y la banda sonora de su vida son los tangos. Trajo de sus viajes la primera radiola que vi en mi vida. Y también el primer televisor que poníamos en la terraza de la calle de Las Américas, para ver peleas de título mundial de boxeo en horas de la madrugada. Trajo una de las primeras neveras eléctricas que se haya tenido noticia por estos barrios. Era papá un agente que traía el mundo por estas calles. Para entonces ya era mítica la noticia de cierto marinero que naufragó en el temido Golfo de Urabá. Venían felices, como eran todos entonces. Y, buena parte de la felicidad, consistía en traer a estas periferias los últimos inventos del progreso, la actualización de los gustos y el vuelco de todas las costumbres. Los marineros hacían que la moda fuera accesible y popular no solo en ropa y accesorios, sino especialmente en música.

Aquel marinero náufrago venía en una nave con sobrepeso. Traer el mundo a los barrios supuso siempre un gran peso. Literal. De manera que las bodegas eran insuficientes para tanta mercancía; así, una alternativa consistía en ubicar en cubierta parte de neveras, lavadoras y estufas. El problema era si llegaba una tormenta, tal cual pasó. La pelea es la misma que ha hecho del mundo lo que ha sido siempre. La pelea fue entre privilegiados y comunes. Entre oficiales y subalternos. A la voz de aligerar la carga del barco, la primera en irse por la borda era la de suboficiales y marineros. Pero como suele ocurrir en el devenir humano, de vez en cuando aparece un común que, para defender su propia estufa, se ve obligado a tratar de cambiar el mundo.

Ciertos marineros y suboficiales resistieron. Y con todas sus fuerzas, contra toda orden y contra la tormenta más infernal, sostuvieron la carga en cubierta. Muy alto fue el precio. Cayeron al agua, al fondo, con todo el sobrepeso de la modernidad. Se salvó uno. De la manera más improbable, se salvó. “Vaya uno a saber la verdad. Todo es como el propio cambalache”, afirmó papá.

Y es que Cambalache es uno de sus tangos preferidos, porque para él, es igual a una tormenta: ambigua y caótica. Cada vez que se podía, papá salía de la barriga del barco y buscaba protección entre las paredes cubiertas, para sentir el cataclismo. Si lograbas ignorar el mareo y el vómito, para él estabas listo. Superada tal condición de las miserias del cuerpo, podías ser parte de la inmortalidad. Y este fue su testimonio: “Mira, mijo: el viento era implacable. Había tiburones a la lata. Las olas eran montañas de agua salada que superaban los treinta metros. El agite era de tal magnitud que el cielo estaba en el suelo y al revés, también. Según el caos del agite, se podía divisar una caravana de barcos que flotaban en el aire y otros que se hundían sin ningún remedio. Los relámpagos superaban el poder del sol y dejaban el cielo prendido por un buen rato. Los hombres temblaban, se cagaban del miedo. Nadie guapeaba. Y, no sé por qué, pero a mi mente llegaban algunas estrofas del tango Cambalache”. Entonces papá se queda mirando lejos.

Para cuando me llevaron al muelle de Manga tenía consciencia plena de la existencia del mero. Saber que estaba bajo mis pies, supuso un miedo insuperable. ¿Qué tal que, en ese mismo momento, el mero iniciara el fin de todos los fines, cual tormenta en el Golfo de Urabá? Uno lo sabía bien porque antes se podía entrar hasta el muelle para presentir semejante monstruo marino bajo tus pies. La gran victoria del mero consiste en que nos olvidemos de él.

Poco a poco te vas dando cuenta de que el niño Dios vive en la infancia. Y se te olvida. Adviertes que el paraíso está tras el abismo más profundo. Y, sin embargo, se te olvida el hechizo y lo cambias por el miedo. Por lo menos a mí, por un buen tiempo se me olvidó que debajo del muelle de Manga está el mero más grande del mundo. Le pregunté a papá, para aclarar mi mente, y me dijo: “El mero es un pescado tan grande, que cuando estás a su lado crees que es una pared. Ahí está, esperando yo no sé qué cosa. Crecen y crecen durante décadas. Muchas veces los vi dentro de barcos hundidos y cuando sienten la bolla, salen. Ahí es cuando uno aprovecha y lo arponeas por el morro”.


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