El Patio de la EGREM


Caminé como media hora hasta llegar al Patio de la EGREM, que se ubica a mitad de una cuadra. Al lugar, lo conocen también, como El Jelengue de Areíto. EGREM es la Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales, que desde 1964, dirige la industria discográfica cubana. Allí reposan más de 70 mil cortes originales del patrimonio musical de la isla, producidos en el siglo XX y cuyo acervo es uno de los más relevantes del Caribe y América Latina.

Venía caminando desde Miramar, hacia Centro Habana y ya iban a ser las tres de la tarde. Derecho me fui por toda la calle de San Miguel, buscando la Casa de la Música, porque me habían dicho que ese martes, había show de vespertina con Alexander Abreu y su orquesta Habana de Primera, de quien soy seguidor principal. Nada, la encontré cerrada; sin embargo, El Jelengue de Areíto, queda más adelante. Este es un lugar que tiene dos nombres que compiten entre sí, para referirse a una misma identidad. Eso es como la gente que tiene dos nombres, pero, sólo la conocen por el segundo. Es toda una sorpresa cuando uno se entera de aquel primer nombre caído en desuso, que casi siempre es ridículo. Pero, en este caso no. Jelengue o Patio, es lo mismo y todos lo saben.

Y es un patio de una casa, tal cual. Los estudios EGREM se adaptaron a una casa del barrio, testigo histórico de la formación del swing y el feeling habanero, desde tiempos coloniales. De manera que, en las tardes del patio los músicos ofrecen su repertorio: lo nuevo y lo viejo. No había casi nadie, cuando llegué. Es un cuadrangular y en una de sus esquinas está montado el escenario. Por otra esquina, pegada a la casa, hay puertas que conducen al estudio. Y, otra esquina dispone el acceso público al patio. Mesas y bancos están apiñados, tal cual, las fiestas de matrimonio que veía cuando niño, en los setenta de la calle de Las Américas del barrio El Bosque.

No tuve conciencia en qué momento se llenó todo el espacio. Animadores y músicos comenzaron a saludar gente del público. Ahí me di cuenta que entre los asistentes destacaban los colegas del oficio musical. También, mencionaban nombres de fieles bailadores del barrio, personajes infaltables. Aparecieron saludos a un público internacional, respetable, dada su sabiduría y conocimiento del devenir musical cubano y del Caribe: eran profesores, estudiosos, investigadores de países como Brasil, México, Colombia o España. Era un bololó que cogía vida propia, en la medida en que se preparaban y se afinaban instrumentos.

Antes, debo aclarar, que el patio está cubierto y cerrado con aire acondicionado. De manera que, cuando abren la puerta, se filtra la resolana. Allí fue cuando apareció la silueta de una mujer rubia, de ojos verdes, europea a todas luces. Eran pocos los puestos y le ofrecí un estrecho banquillo que, de casualidad, tenía a mi lado. Tenía ella una pinta un poco extraña, porque, estaba vestida para la noche. Sus tacones negros de aguja eran destacables. Su figura estaba bien torneada por un vestido corto con tramos negros y otros brillantes. Se prendió el ambiente.

Ese martes tocaba El Conjunto Chapotín. Legendario. Una agrupación que hunde sus comienzos desde los años cincuenta de la mano del trompetista Felix Chapotin. Entre los músicos estaban sus nietos. Y, precisamente, entre la gente que bailaba se destacaban los viejos y las viejas. El cuadro era este: los nietos tocando para que bailaran los abuelos. Y, qué swing tan impresionante, el de aquellos bailadores. Son guardianes de un código del cuerpo, que se baila y se practica, irrepetible y sin igual en el mundo.

Había un par de viejitos que bailaban sin pareja; mientras, muchos tratábamos de descifrar el espectáculo, con un sentimiento de incansable goce. Uno de esos viejitos invitó a bailar a la rubia elegante. Fíjese usted, se abrió la pista para ellos. Era evidente que se trataba de una cátedra, de la exposición de una suerte de filosofía de la más alta sobre el significado vital del bailar. Todo era muy balanceado, no estoy hablando de acrobacias. Estoy hablando de glamour, delicadeza, sensualidad, sensibilidad, creatividad, complicidad, elegancia, misterio, encantamiento. Yo no sé qué. Se terminó la pieza y esa muchacha agradeció al parejo con una fina reverencia y se sentó a mi lado. “Esta muchacha debe ser una gran artista” Pensé.

“Soy de Polonia” Me dijo. Venía de Berlín, donde estaba cursando el final de un doctorado en estudios culturales. Su tema de interés estaba alrededor de la timba cubana y, para eso, ya cumplía tres meses de residencia en La Habana perfeccionando el idioma español y aprendiendo los secretos del baile popular isleño. “Prefiero bailar con los viejos. Creo que a los jóvenes ya no les interesa mucho, porque son puro chiki – chiki – chi y chiki – chiki – cha. Y eso no es baile” Expresó su opinión con autoridad. Ahí mismo otro viejito le extendió la mano y bailó un rato largo.

El jueves, ahí mismo, estaba programado el Conjunto de Arsenio Rodríguez. Me presenté como a las dos de la tarde, porque el martes anterior me alertaron sobre el lleno a reventar de la convocatoria. Había que asegurar el puesto. Llegué y no había luz. La vaina es que yo mismo había convocado colegas de México, Colombia y Estados Unidos. Y nos vimos ahí con la expectativa sin resolver, con calor y en la bullaranga de la calle. Me sentí en aprietos. Hablé con Pedro Pablo “Ondy” Vásquez, la voz líder del conjunto y le expliqué la situación. Como a la media hora, el cantante nos invitó a su casa, éramos como quince.

No lo podía creer. Caminamos como siete cuadras largas y llegamos a un edificio de apartamentos de los años treinta. Era una maravilla de pieza arquitectónica. Nos encantamos con el baño del lugar, porque era un cuarto de proporciones generosas, con una bañera y una cerámica de época; en verdad que, es recurrente en La Habana las situaciones suspendidas en el tiempo. Ahí fue el propio jelengue, como hasta las once de la noche, pues, el grupo se presentaría al día siguiente en una discoteca que queda enfrente de la embajada de los Estados Unidos, “El Amanecer”.

Arsenio Rodríguez era el nombre artístico de Ignacio de Loyola Rodríguez Scull, de ascendencia congolesa y nacido en Matanzas; era un trecero de gran relevancia artística porque contribuyó a la formación de lo que hoy conocemos como son montuno. Además, configuró el formato conocido como “Conjunto Musical” al integrar piano, tumbadoras y tres trompetas. “El Amanecer”, como varias discotecas habaneras, queda en un sótano. Ahí estaba a las dos y ya estaba casi lleno el lugar. Me recibieron con una botella de ron de Guayabita del Pinar, compradas con pesos cubanos; esta aclaración es necesaria, porque hay dos monedas. Unos pesos cubanos que nadie quiere porque no valen mucho y otros pesos cubanos que están a la par del dólar y se denominan “CUC”. Bueno, compré como tres botellas más del Guayabita porque las vendían a precio del peso que, según muchos, no sirve. Además, uno cartagenero, casi siempre pasa por cubano.

El DJ desplegaba un repertorio de música disco de los años setenta y de comienzos de los ochenta. Para mí fue sorpresa descubrir el gusto y la familiaridad de los habaneros con la música “solle”, como la bautizamos acá en aquellas épocas. El verdadero espectáculo fue que se pararon en masa, de un golpe, e invadieron la pista de baile, de baldosas de colores luminosos, tal cual la película “Fiebre de sábado por la noche” con John Travolta. Quedé ardido, porque los colegas mexicanos, colombianos y gringos, que había invitado, se estaban perdiendo una experiencia irrepetible.

Al rato aparecieron y venían prendidos para integrarse, y a tiempo, para ver a Ondy Vásquez, su canto y el Conjunto de Arsenio. Yo no bailé. No quería perder un instante, un minuto, un momento de un acontecimiento que era realidad y sueño a la vez. Ahí aparecieron los viejos que bailan. Una pareja me pareció destacable, como los tacones de aguja de la bailarina polaca. Era él un hombre que nunca se quitó las gafas oscuras, de un afro canoso y bien cuidado, de estatura menuda y jamás soltó de sus labios un sabroso puro. Ella, más negra que él y también más alta, tenía un cuerpo de figura bien definida para su edad, vestida de blanco, tenía el pelo alisado, de aretes redondos y brillantes, labios bien pintados y de tacones firmes. En el baile eran uno. Recuerdo bien, no solo el cariño mutuo de pareja, si no la elegancia y la cortesía corporal que manifestaban antes y después de cada sesión de baile. Llegaban y salían de la pista, entrelazados de brazos. Un motivo recurrente en su coreografía, era una disimulada reverencia con que él la adoraba. Del torso para arriba no se movían: todo era articulación precisa entre torsos inferiores, caderas, muslos, canillas y pies. No se puede mentir ni al besar, ni al bailar. Esa articulación era producto de una verdad heredada, en transferencia de generación en generación. No se improvisa esa práctica del bailar así.

“Es un código del cuerpo” Me recordó la historiadora mexicana Gabriela Pulido Llano. En ese momento sonó la canción “Me dicen Cuba” de Alexander Abreu y la atmósfera del salón se tornó casi solemne. El peso del estereotipo exótico de los caribeños pesa mucho en la percepción que la gente tiene de uno, pero, en ese momento, con esa canción, la cosa se puso a otro precio. En “El Amanecer”, en frente de la embajada gringa, la gente manifestó su sentido pleno de soberanía, de amor propio y de dignidad compartida. Todos: críticos y no críticos, la tenían clara con la frente en alto: la isla se respeta.

No alcancé a ver a Alexander Abreau. Tocará regresar a La Habana.


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