Cartagena


Vendedores, largo desfile playero

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ P.

02 de septiembre de 2012 12:01 AM

José prefiere las playas del barrio El Laguito, porque le parecen las más tranquilas de Cartagena. Doblemente tranquilas, porque carecen de grandes olas y porque no concurre mucha gente. De manera que este lunes caluroso habrá más que cientos de razones para que poca gente asista.
Eso sí, nadie evitará que arriben los visitantes de siempre: los vendedores de lo que se come, se pone, se oye o se siente. Entre ellos no hay intervalos prolongados. No ha terminado de ofrecer el primero, cuando aparece el segundo, y todos los que vendrán en el resto del día.
José, sus hijos y su esposa, acaban de entrar a la carpa. No se han sentado bien en las dos sillas playeras que encuentran en el interior, cuando aparecen dos mujeres portando pequeños baldes de plástico en los que cargan toallas pequeñas y frascos transparentes, que contienen un líquido verde y espumoso. (Lea: Acoso de vendedores en la playa)
Dicen ser masajistas. La más alta de las dos se identifica como María Teresa; y dice, mientras señala hacia los cerros que sobresalen en el horizonte del mar, que viene del corregimiento de Tierrabomba, desde donde cruza cuatro veces a la semana a vender sus masajes. Los días restantes se los dedica a sus dos hijas.
Antes de que José termine de preguntar, María Teresa le explica que la situación con los turistas no es muy buena en Tierrabomba. “Los lancheros, para ganar más plata, les ofrecen llevarlos a Islas del Rosario, que están más lejos. Entonces, lo único que nos queda es venirnos para El Laguito o pasarnos el día en la casa mirando lejos”,dice.
Cuando termina la explicación, María Teresa detalla que sus masajes valen 10 mil pesos y que sirven para desterrar las tensiones del cuerpo, especialmente en los pies y el cuello. La mujer delgada, a quien se le olvidó decir su nombre, se dirige a José para ofrecerle los detalles de su oficio, pero aquel la frena en seco: “No tengo plata”.
Ambas mujeres ofrecen un masaje en los pies, como muestra gratis, en el mismo instante en que llega un vendedor de estatuillas de madera, que representan a la India Catalina.
La esposa de José, después de la terapia gratis, pide que le vendan un masaje completo, minutos después que la mujer delgada ha terminado de embadurnar las piernas del hombre con su líquido verde y espumoso.
—Son cinco mil pesos—dice la mujer.
—Te advertí que no tenía plata.
—Pero es que te hice el masaje en toda la pierna, en ambas.
—Pero tú dijiste que era gratis.
—Está bien, pero hazle el nombre de Dios a esta negrita.
—No tengo.
—Tranquilo, Dios me da más.
La mujer se aleja furiosa. María Teresa se queda. “Eso es lo que digo yo —afirma en voz baja—. ¡Para qué ofrecen una cosa gratis, para después salir cobrando! Por eso es que a veces la gente no nos quiere parar bolas.”
La mujer —alta, rolliza y caoba— se despide y no bien ha desaparecido del ámbito de la carpa, cuando aparece un vendedor de gafas oscuras: “Las gafas para el sol, mi señora”, dice velozmente y de la misma forma se aleja.
En pocos segundos, le pisa los talones un vendedor de raspao. Los hijos de José lo persiguen blandiendo un billete de dos mil pesos, pero al mismo tiempo dejan a sus espaldas a un oferente de sombreros que hace malabares, pues carga un rimero en la cabeza y dos más en cada brazo.
Uno más se detiene a la entrada de cada carpa, pero pocos comprenden de qué se trata su mercancía, a pesar de que carga un aviso gigante que reza, en una lona blanca, tatoo temporal en jagua.
En sentido contrario, un hombre de bata blanca viene empujando un carrito del mismo color en cuya superficie se lee que se trata de una venta de cocteles con manjares marinos.
Este último por poco se choca con un vendedor de helados, que venía tirando fuertemente de su carrito, cuyas ruedas amenazaban con atascarse en la arena gris, de donde brotan caracuchas como las que cuelgan de las manos de un vendedor de collares que grita a voz en cuello como queriendo desafiar la brisa.
Los más pintorescos parecen ser dos vendedores cuyas mercancías, por el momento, no pueden tocarse con las manos: el primero carga unas carpetas con fotografías de las Islas del Rosario, en las cuales, según él, se podrían comprar unas vacaciones del otro mundo.
El segundo carga una pequeña grabadora que sostiene con su antebrazo izquierdo, mientras con el brazo derecho hace las señales que aprendió de los raperos del mundo a través de la televisión.
El hombre improvisa raperías con su voz, que involucran a las personas y a los elementos que le rodean. Cuando el hijo de José sale del mar e intenta entrar a la carpa, el rapero lo acribilla con la frase aquí tenemos al bebé, que se toma toda la sopa, el desayuno, la comida y no le cabe ya la ropa...
La gente ríe, mientras le extienden al rapero billetes de mil pesos que él recoge sin dejar de cantar. De pronto se aleja corriendo al percibir las llamadas de un nuevo cliente al otro extremo de la fila de carpas.
Empiezan a ser las 3 de la tarde. El mestizo de las carpas cobra sus tarifas. Los aposentos se van desocupando, pero los vendedores siguen desfilando como si fueran las 9 de la mañana. 
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