Ciencia


Habitantes de Chernobyl volvieron a zona prohibida, desafiando el peligro

REDACCIÓN MUNDO

25 de marzo de 2011 03:30 PM

Ganna Konstantynova, de 77 años, vive en la pequeña ciudad de Chernobyl, a sólo 18 km de la central accidentada el 26 de abril de 1986, lo cual no le impide cultivar tomates y papas o comer champiñones de los bosques vecinos. 
Algo que sorprende a los visitantes, que se comprometen por escrito al ingresar en la zona a respetar las reglas de seguridad oficiales: no tocar las plantas ni las instalaciones, no comer ni fumar al aire libre, no sentarse en el suelo... 
“Yo me encuentro bien, muy bien en Chernobyl”, dice la anciana, con un pañuelo color naranja en la cabeza. “El aire es fresco, el río está cerca, todo es como debe ser. La hierba huele bien, y en verano todo florece, hay patatas, hay tomates”, añade. 
La anciana se compadece con la desgracia de los japoneses, golpeados por un sismo, un tsunami y explosiones en la central de Fukushima, aun cuando juzga la crisis nuclear como el menos grave de esos males. 
“Si su central hubiese estallado, lo habrían soportado, como nosotros, eso es todo”, asegura. 
Ganna Konstantynova estima inclusive que las radiaciones no son perjudiciales para la salud. “Mucha de la gente evacuada que conocía ya ha muerto, y yo sigo viva aún”, dice.
Tras la explosión del reactor Nº 4 de Chernobyl, hasta ahora la peor catástrofe nuclear de la historia, Ganna formó parte de los 130.000 ucranianos evacuados de la zona de exclusión, en un radio de 30 km en torno a la central. Regresó un mes después y desde entonces no ha dejado jamás su pequeña casa de madera de color verde. 
En total, cerca de 270 personas de edad viven actualmente en la zona de exclusión. Las autoridades amenazaban al comienzo con expulsarlas, pero terminaron por resignarse a tolerar su presencia allí. 
Los septuagenarios Ivan y María Semeniuk forman parte de los nueve habitantes de Paryshiv, donde la mayoría de las casas están abandonadas y se degradan lentamente.
Todos siguen de cerca los acontecimientos en Japón, y sentados en un lecho miran un programa de televisión sobre esta otra crisis nuclear.  
Ivan y María estiman también que el peligro de las radiaciones es “un poco exagerado”, y llevan una vida idéntica a la de antes de la catástrofe, cultivando su huerta, criando un cerdo y una docena de gallinas. 
“No le hará daño, se lo garantizo”, promete Ivan con una sonrisa, invitando a los periodistas a probar la bebida que ha fabricado con los frutos de su jardín y las bayas de los montes vecinos. 
Numerosos ucranianos que deben entrar en la zona para las obras de neutralización de la central accidentada comparten la misma negligencia con respecto a las reglas de seguridad. Algunos prefieren consumir los alimentos del lugar en vez de la comida “limpia” del restaurante local. 
Los iniciados afirman conocer astucias para evitar tragar demasiado cesio. “Los peces, mejor pescarlos en el agua que fluye, y no en las estancadas”, dice Oleg, de 30 años, quien llega con frecuencia al lugar a causa de su trabajo. 
Vira, su joven colega, trabaja en la zona desde hace tres meses, y observa una rara prudencia: toma vitaminas, se lava con frecuencia las manos, limpia sus zapatos y no come productos locales. 
Pero la prudencia se atenúa con el tiempo: cuando llegó a la zona evitaba caminar sobre la hierba y tocar la vegetación, precauciones que ya ha olvidado.  

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