Cultural


Cien años de Olga Orozco

Sus poemas son como gotas que caen en el silencio. Gotas iluminadas que traen memorias milenarias antes de que el hombre fuera hombre.

GUSTAVO TATIS GUERRA

22 de marzo de 2020 12:00 AM

La poesía de la argentina Olga Orozco (1920-1999) siempre me ha deslumbrado por la singularidad de las metáforas. Una vez leí un verso suyo que decía: “Es viernes. Víspera de Dios”. Quedé fascinado con ella. ¿Qué quería decirme Olga con semejante metáfora? Que el viernes es un día que antecede a los milagros. Que ese día, de intensidad avallasadora, puede ser prodigioso y sublime. Los viernes en el Caribe son un torbellino. Pero en cuarentena, el viernes, así como el sábado y el domingo, tiene que ser una serena sabiduría en el corazón de la casa. Aprender a ser felices incluso como confinados de un patio, una habitación o un jardín.

Hace poco me sorprendió que recordaran a Olga Orozco a través de la imagen de Google, en el centenario de su natalicio: ella nació el 17 de marzo de 1920 en Toay, provincia de La Pampa, Argentina, y falleció en Buenos Aires el 15 de agosto de 1999. Recuerdo que el Festival de Poesía de Medellín la invitó a Colombia y ella se excusó diciendo que estaba muy vieja y que temía morir en Colombia. Las noticias del país siempre fueron temibles por aquellos años. Y no era necesario que otro escritor lo dijera con descabellada temeridad: aquí zumbaban las balas a cada segundo. Una poeta que cree en sus propias metáforas puede creer en todas las desmesuras. Aquí, sin ser mentirosos, ha zumbado la muerte de muchas formas. Y no podemos negarlo. Ahora, con las amenazas biológicas, es como si el mundo viviera enfrentado al enemigo invisible e inminente de una tercera guerra mundial, que no lanza bombas ni dispara balas, sino que aniquila con virus.

Leer a Olga Orozco puede ser un maravilloso experimento para nuestros sentidos. Uno no sabe a qué acantilados, a qué islas, a qué horizontes de niebla o mar nos lleva Olga Orozco con sus poemas. Mi amigo ausente pero siempre presente Gonzalo Márquez Cristo (1963- 2016) tuvo el privilegio de entrevistarla para su revista Común Presencia, y siempre que nos veíamos hablábamos de seres maravillosos que él había entrevistado y siempre aparecía el dorado y palpitante nombre de Olga Orozco, cuya poesía surrealista renovó la lírica de su país y nutrió de nuevos acentos y perplejidades la poesía del continente. Un buen poeta es, a la postre, un tallador de silencios. Puede pasarse toda una vida hasta lograr un verso memorable como el de la víspera de Dios. Pero en el caso de Olga, su escritura es un torrente emocional que no cesa. No termina uno de reponerse de una imagen cuando viene otra aún más sorprendente, que nos pone en el límite de nuestro ser.

“Siempre que conversaba con Olga Orozco me impresionaba la gravedad de su voz, la fuerza de sus opiniones y la estremecedora capacidad para elevar el mínimo dolor o la más cotidiana desgarradura a una categoría estética”, confiesa Gonzalo en su magistral entrevista.

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Tal vez una de las verdades profundas que le compartió Olga a Gonzalo fue decir que cada vez que ella escribía un poema intentaba ir al silencio supremo antes de que el mundo fuera mundo. Ir tras la sílaba aún flotante del universo en los párpados de Dios, en el principio o final de la creación. Por eso sus poemas son como gotas que caen en el silencio. Gotas iluminadas que traen memorias milenarias antes de que el hombre fuera hombre. Y la palabra fuera palabra. Así es Olga Orozco.

Su obra

La obra de Olga Orozco, nos recordaba Gonzalo, está integrada por los poemarios: ‘Desde lejos’ (1946), ‘Las Muertes’ (1952), ‘Los juegos peligrosos’ (1962), ‘La oscuridad es otro sol’ (1962), ‘Museo salvaje’ (1974), ‘Cantos a Berenice’ (1977), ‘Mutaciones de la realidad’ (1979), ‘La noche a la deriva’ (1984), ‘En el revés del cielo’ (1987) y ‘Con esta boca en este mundo’ (1994).

Su vida y su escritura poética merecieron el Gran Premio de Honor otorgado por la Fundación Argentina para la Poesía (1971); Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes (1980); Laurel de Poesía Universidad de Turín, Italia, (1984); Primer Premio de la Fundación Fortabat (1987); Gran Premio de Honor Sociedad Argentina de Escritores (1989); Premio San Martín de Tours (1990); Gran Premio Alejandro Shaw (1993). Premio Juan Rulfo en Guadalajara, México, 1988.

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