David Manzur (Neira, Caldas, 1929) parece haber salido de la ciudad antigua y remota por la que cruzan caballos, ángeles, reinas, músicos, saltimbanquis y caballeros medievales. Es un implacable cazador de la belleza desde que era un niño, y un gladiador del tiempo, que sigue desafiándose a sí mismo a sus 93 años.
Es uno de los artistas icónicos de Colombia, desde la mitad del siglo XX hasta nuestros días. Desde que expuso por primera vez en 1953 hasta este junio de lloviznas ardientes en que expone en el Museo de Arte Moderno de Cartagena, han transcurrido setenta años en que no ha cesado de trabajar un solo día de la vida. A lo largo de estas siete décadas su arte ha renovado y enriquecido el arte moderno colombiano. Lea también: La exposición que celebra los 70 años de carrera artística de David Manzur
Las sombras tutelares que iluminan a Manzur beben de las fuentes de las artes escénicas, musicales, la poesía y la cinematografía, en cuyos inicios el artista participó activamente en escenografías teatrales, en filmes y en múltiples iniciativas creativas, y también en la construcción de una visión crítica del arte.
Sus primeras obras fueron celebradas por la crítica nacional e internacional, pero todos coincidían que no era fácil encasillar a un creador como Manzur, quien desde un principio asimiló y desafió los influjos de sus maestros, y confrontó el resplandor inevitable de Picasso. De todos esas críticas, la de Marta Traba tenía sesgos de valoración con la obra inicial del artista. La celebraba y la criticaba a la vez. La subjetividad apasionada de Traba, deificaba a unos pocos. El tiempo vino a reafirmar la grandeza de Manzur desde sus inicios.
Las sombras tutelares

David Manzur tiene su universo propio. Es un mago y un poeta. Cada obra suya tiene la huella inconfundible de su creación. Sus manos largas y su cuerpo desafían la gravedad al subir por andamios y escaleras, siempre tras la plenitud de la belleza. Hay en su obra un desciframiento del arte universal: Las Meninas de Velázquez, Paolo Uccello, Rembrandt, Zurbarán, tal como lo precisa Bélgica Rodríguez en esta exposición reciente. El artista dialoga con los artistas que lo encantaron desde joven y en muchas de sus obras, construye nuevas realidades que fluyen con sutileza entre la realidad y el sueño.
Manzur conoció en 1967 en Chicago al genio del constructivismo, el artista ruso Naum Gabo, quien lo invitó a su taller, se convirtió en uno de sus asiduos y adelantados alumnos y en su ayudante. Y a él le aprendió muchos secretos que él hizo propios en su obra, como los ensamblajes y la tridimensionalidad en un punto cercano entre la pintura y la escultura, tal como lo precisa el crítico Eduardo Serrano en un ensayo sobre Manzur. El artista investigador profundizó en el estudio de Francisco de Zurbarán (1598-1664), de quien estudió sus imágenes religiosas, la cotidianidad de los santos, la atmósfera, el espacio y el tiempo, el impacto de las manos de los santos.
En su obra “La luna dos veces” (1966), ensamblaje sobre lienzo y óleo, 130 x 160 de su colección particular, tiene el doble enigma de la belleza hermética y del lírico dramatismo. Las manchas luminosas en rojo, ocre y oscuro, nos revelan un universo en donde confluye la génesis de la vida y la muerte. Lea también: ¡Arte en la calle! Las obras que puedes apreciar en el Parque de Bolívar
Su obra transgresora “Retrato de una amiga con cara de Monalisa” (1978), acrílico sobre lienzo, 160 x 130 cms, de su colección particular, nos plantea los tiempos de la belleza: la majestuosidad de la misteriosa Monalisa ahora habitada por moscas que poseen su rostro, su cuerpo, la mesa y la sala ajedrezada en donde el artista la ha traído gracias a su imaginación desde la luz renacentista a la luz contemporánea, recordándonos que también la belleza es asediada por otros aleteos de vida y muerte, la mosca, en este caso. ¿Cómo ignorar a esa pequeña criatura efímera y feliz en las podredumbres? Manzur deja pendulando una manzana que nos devuelve al edén bíblico, una manzana también asediada por una mosca. Vida, deseo y muerte se conjugan en esta extraordinaria pintura de Manzur.
El artista inicia una serie de obras en las que confluyen personajes del panteón religioso, asumidos con una visión panteísta: Santa Teresa, San Jorge, San Sebastián. En “Dragón atacando” (1992), pastel sobre papel 50 x 65 cms, de su colección particular, una criatura monstruosa e impetuosa, de alas azules irrumpe y ataca en medio de unas ruedas a una mujer desnuda a la que no se le ve el rostro. La luz de la obra emerge en medio de la oscuridad. Solo resplandecen las alas del dragón, la desnudez de la mujer y un halo de luz que se cuela. En “San Jorge y la doncella” (1992) que complementa esa serie, el jinete va con su lanza a enfrentar al dragón. En una ventana en la plaza de Neira, se asoma el mismo Manzur. La escena tiene un tono épico y onírico, y Manzur ha creado unas criaturas y un universo mítico de dragones alados, jinetes, doncellas, ángeles y caballos enlunados.
De su serie de estudios de San Sebastián de 1984, óleo sobre lienzo, 100 x 70 cms, de su colección particular, han derivado alegorías al sacrificio, la violencia y la muerte en Colombia. Allí está: San Sebastián (1992) acrílico y carboncillo sobre lienzo, 210 x 160, de su colección particular.
El artista perfecciona su obsesiva y atormentada figura humana y nos revela la magnitud del sacrificio: las manos crispadas de San Sebastián, el cuerpo agonizante, imagen persistente en su obra a la que irá agregando otros detalles como la flecha, la sangre, las palomas muertas al pie del sacrificado. Y ese mismo personaje va encontrando otras alegorías en la historia humana: el sacrificio, el grito, el martirio, la crueldad, la impiedad, desde la década del ochenta del siglo veinte hasta el umbral del siglo XXI. Manzur crea el “Proceso del cuadro San Sebastián” (1984-2003), óleo sobre lienzo, 290 x 190 cmsc de su colección particular. Lea también: Murales en el Parque de Bolívar: ¿qué hay detrás de estas obras de arte?
Todos sus personajes acompañan a San Sebastián, las musas, los trovadores, los caballos, los ángeles, etc. Está “San Sebastián y la musa” (2004), “Sebastián y los ángeles” (2004), “El sueño de Sebastián” (2004), “El martirio de Sebastián en Auschwitz” (2005), entre otros.
Bajo la luz de Cartagena

Ahora entra David Manzur airoso al reino intemporal de Cartagena de Indias, al templo sagrado del arte local soñado e impulsado por sus amigos Enrique Grau y Alejandro Obregón, en cuyo panteón está David Manzur. Y allí encuentra en la puerta como si el tiempo no hubiera pasado, a Yolanda Pupo Mogollón, quien también ha cumplido noventa años, y se mantiene en pie por la pura y obstinada devoción a las artes.
También ella parece haber salido de una de las pinturas de Manzur. Y Manzur asciende por las escalinatas de piedra del museo como un alpinista sin sosiego a inaugurar su serie itinerante “David Manzur” (2023), que se hace posible gracias a la Galería Duque Arango, la curaduría de Hubert Guardiola y la magistral presentación de la historiadora y crítica de arte, Bélgica Rodríguez, quien tituló su texto clarificador e iluminador con tres palabras que aspiran a atrapar el universo de Manzur: Tiempo, espacio y memoria. Y un epígrafe de Kandinsky que podría definir a Manzur como ser humano: “Solo lo puro y eternamente artístico, tiene vida eterna”. Lea también: ‘El infinito en un junco’: primer libro en español que recibe el premio Wenjin Book
Manzur acaricia cada palabra que dice. Gesticula. Su mirada atraviesa los muros antiguos del museo en donde aún el mar deja rocíos de sal en la brisa. Sus manos parecen una ofrenda ante el público que lo contempla. Sus ademanes son los de un insaciable explorador, con una desbordante y legendaria vitalidad, con una luminosa memoria sensorial que rebasa más de cien años de historia del arte colombiano y universal. Es más que una leyenda privilegiada. Manzur es una hazaña viviente.
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