Cultural


En Tierrabaja un pintor quema la madera para hacer arte

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ P.

17 de septiembre de 2012 12:01 AM

A través de las tablas viejas de la vereda Tierrabaja se asoman las historias de los negros que fundaron al pueblo, y de los que aún sobreviven a pesar de las extrañas arremetidas del progreso.
Las tablas tienen la piel vieja, pero su voz siempre es nueva, puesto que sus historias nunca han terminado de contarse.
Son tablas que alguna vez fueron mesas, escaparates, puertas o ventanas. Y quien les descubre el lenguaje es un nativo llamado Moisés Zabaleta Mercado, quien dice haber nacido y crecido bajo una enramada.
Enramada llaman en los pueblos pesqueros de la zona norte de Cartagena a una troja de cuatro horcones, coronada por un techo de palmas secas en donde los artesanos construyen botes o los reparan para que sigan desafiando las bravuconadas del mar.
Por eso, Zabaleta no tiene cobertizo ni taller en el mejor de los edificios. Su laboratorio es una enramada como la que construyó su padre Domingo Zabaleta, alias “El Bemba”, para construir y curar sus propias canoas o las de sus coterráneos.
De modo que el que Zabaleta prefiera pintar en un taller de ese tipo, es una forma de homenaje a El Bemba, pero también a las palmeras secas, a la madera, a la brea, a la estopa, al aserrín, a la piedra china que le servía de proyectil a la honda de caucho; al mar, a la misma gente.
Y la gente recuerda a Zabaleta chiquito pintando sobre la tierra de Tierrabaja después de la lluvia. Porque la lluvia corría suavemente y dejaba el suelo como un tablero de arcilla, en donde la madera fragmentada en tronquitos —y en las manos del hijo de El Bemba— se transformaba en pinceles que revivían las caricaturas que desfilaban diariamente en la televisión de viejos tiempos.
El mismo Zabaleta se recuerda egresando de Bellas Artes, pintando en sus primeros bastidores de lona y más tarde desechándolos para recuperar los elementos que constituían su nostalgia de negro pescador y carpintero. De allí nació la idea de recuperar las viejas puertas, las ventanas y las costillas de los escaparates de sus vecinos.
De manera que si la señora Matilde tenía una mesa que por muchos años había ocupado un espacio en su cocina, Zabaleta se la cambiaba por maderas nuevas, pero al mismo tiempo escuchaba la historia de la mesa y su relación con la familia, con los extraños y los más allegados.
De esa forma, la enramada se fue llenando de esas maderas que los vecinos desechaban inocentemente, como quien limpia una telaraña en el rincón más oscuro de la casa.
Pero esa madera no recibe el pincel de inmediato. Primero es el fuego. El mismo fuego que Zabaleta y sus abuelos se acostumbraron a ver en el centro de la ronda nocturna, en donde se relataban historias antiguas, se tocaban tambores, se bailaba, se ingerían líquidos ardientes o purificaban las presencias malignas.
Porque el fuego purifica algunas cosas. Eso creen los ancestros de Zabaleta. Y él mismo lo asume, como si la mesa vieja y sus primas las puertas y las repisas tuvieran algunos espíritus centenarios que podrían obstruir los pasos del pincel en su segunda etapa.
Porque el segundo paso es trazar el lápiz sobre la tabla ahumada, luego el pincel con sus colores para que el espacio plano termine sirviendo de escenario de alguna negra frutera, de alguna prostituta expectante, de algún pescador, músico, vagabundo o santo, gente negra con sus afros desafiantes y sus bembas que todo lo cuentan, todo lo besan o todo lo esconden.
A veces, los protagonistas suelen ser los mismos niños que corretean alrededor de la enramada, mientras Zabaleta afirma su trazado sobre la tabla herida; o los pescadores que matan las horas entre varias partidas de dominó para esperar la tarde y adentrarse en los predios del mar hasta más allá de la madrugada.
Las bembas de mi pueblo se titula la nueva exposición de Zabaleta. Y es otro homenaje a papá Domingo —o El Bemba, si se quiere—, con cuyas imágenes espera recorre nuevamente las salas de Cartagena, Bogotá, Valledupar y Chiquinquirá; o trasegar el mundo y colgar las bembas en París, Nueva York o Viena.
Por el momento, hacen parte de una estrategia llamada Mercado negro, en donde Zabaleta y todos los artistas y artesanos de lo afro reúnen sus pinturas, sus pilones de talla rústica, sus camisetas evocadoras, mochilas, kufis o abarcas que refuerzan la identidad, el sentido de pertenencia, el orgullo.
El caso es que Zabaleta, a la manera de un Benkos Biohó armado de pinceles y protegido por una enramada, intenta hacer del autoreconocimiento esa brillante libertad que se logra desde lo más recóndito del alma para luego posarse en el rostro. O en la bemba, más bien.

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