La lección de honestidad de García Márquez

17 de abril de 2020 09:25 AM

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Por: Carlos Marín Calderín - Especial para El Universal

Caminaba por la calle Don Sancho, en la ciudad de El amor en los tiempos del cólera, cuando vi que a unos treinta metros de mí se bajó de un carro un hombre de pelo blanco. Vestía bluyín y camisa azul. Ingresó de inmediato a un edificio en el que afuera decía Casa España. Yo iba para la Universidad Jorge Tadeo Lozano, en su sede del antiguo claustro de la Orden de La Merced. Eran las 10 de la mañana de un día del año 1998.

Varios hombres armados que habían descendido de otro vehículo se ubicaron en la puerta. Abordé a uno de ellos y le hice una pregunta cuya respuesta ya conocía:

—Señor, disculpe: ¿ese es...? —el hombre me miró de pies a cabeza e intentó ver qué llevaba yo en una mochila arhuaca.

—Sí, es él.

Yo había leído ya muchos libros —si es que decir eso no será siempre una ilusión—, y por sugerencia del poeta Jorge García Usta, uno de mis profesores, llegué a Cien años de soledad. Por haber vivido los últimos años en Valledupar, provincia real del Macondo ficticio, estaba sorprendido y familiarizado con el mundo inventado por el creador de mundos que vi bajar de ese vehículo, el hombre que en esa obra me había revelado algo de lo que yo solo fui consciente hasta entonces, a pesar de que lo utilizaba todo el tiempo: el idioma español, la lengua con la que nací. Su prosa, llevada al límite de las posibilidades a través de la poesía y la descripción, produjo en mí un estremecimiento que recuerdo con alborozo y frustración: lo primero, por la música de aquella narración agradable y misteriosa, y lo segundo porque confirmé, en tanto lo iba descubriendo, que eso, yo que quería ser escritor, no lo superaría jamás. En palabras del mismo García Márquez al referirse a lo que sintió cuando leyó La metamorfosis: yo no sabía que eso se podía hacer.

Gabriel García Márquez, el hombre que elevó el nombre de Colombia a una dimensión planetaria, que recibía invitaciones de Castro, Mitterrand y Clinton, no se veía por el callejón que seguía tras el portón de madera gruesa, protegido por escoltas.

—Señor, disculpe otra vez: cuando él salga, ¿podría pedirle un autógrafo?

El escolta me pidió el favor de que le permitiera mirar dentro de mi mochila. Tranquilo porque no vio nada amenazante, me preguntó:

—¿Y dónde te va a firmar?

—Aquí —le mostré una página en blanco de una agenda universitaria.

—Ahí no te firma —respondió.

—¿Por qué no?

—Ahí no te firma.

¿Ir a una librería? No, porque al revisar mis bolsillos confirmé que solo tenía el dinero del transporte público. ¡La biblioteca de la universidad! Corrí temiendo que, al regresar, ya no encontraría a nadie. Al recorrer dos cuadras y llegar al viejo claustro quise devolverme para asegurar, por lo menos, un saludo para el resto de la vida.

—Oye, ¡¿a dónde vas?! —me dijo una empleada de la biblioteca al verme pasar corriendo por el mostrador y tropezar con una silla que al caer hizo un ruido histórico.

En la sección de Literatura Colombiana tomé un libro cualquiera. Para mí fue suficiente leer en el lomo el segundo apellido del mago que acababa de ver, el primero estaba tapado por una ficha de registro bibliográfico.

—¡Oye, ladrón!, ¿qué crees que estás haciendo? —volvió a decirme la mujer cuando me metí el libro entre el pantalón y el abdomen.

Le di la vuelta al módulo, crucé otro y otro más, y la mujer detrás, persiguiéndome entre las mesas. Los estudiantes miraban sorprendidos, sin entender nada. Salí como pude de ese infierno donde una diabla intentaba impedirme cumplir mi propósito.

En la calle vi de lejos que los carros seguían ahí, y fui feliz.

—¿Conseguiste algún libro? —me preguntó el escolta.

—Sí —y toqué la mochila.

Aprobó con una sonrisa.

Él y dos hombres más de vez en cuando miraban a un compañero que había entrado a la Casa España y que permanecía enfrente de unas escaleras.

Yo, en el andén, era consciente de que a esa hora debía estar en clase. Participaba de la conversación de los escoltas, quienes, luego de dos horas, ya hasta chocaban puños conmigo al celebrar chistes.

Entonces me aparté un poco para ensayar lo que le diría a García Márquez: “¡Lo admiro mucho, maestro, no sabe cuánto!; usted es un genio”. No, no me gusta, eso se lo han dicho miles de veces, seguro. “Buen día, señor. ¿Le gustaría saber lo que hice para obtener este libro?”. No, dile algo más corto, es hora de almuerzo y debe tener hambre, no se va a poner a hablar contigo porque sí. Mejor algo así como: “Maestro, ¿podría firmármelo?”, y ya, él sabrá qué hacer. ¡Eso es!

Oímos un silbido y los hombres se pusieron serios y rectos, en el marco de la puerta.

—Pilas, viene bajando —me dijo uno de ellos.

Fui hasta las escaleras. Recuerdo varios detalles en él, menos el color de sus zapatos, pero no sé por qué pienso que eran blancos. La camisa, mangas largas, era de tela gruesa; bigote canoso y recortado con esmero justo arriba del labio, y sosteniendo, con su brazo izquierdo y pegados a sus costillas, varios libros con los que no había entrado.

Era el momento, pero en vez de pedirle el autógrafo, me quedé mudo, mirándolo; sin embargo, no sé cómo le extendí el libro que él enseguida tomó. Bajó un poco la cabeza, me miró por encima del marco de las gafas, y dijo:

—Por favor —y me dio los libros.

Hojeó el libro, fue hasta la página de los créditos y vio algo que yo no había visto: “Fundación Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano. Número de clasificación: C0863/G216G. Número de registro: 008085. Precio: 13.800 Círculo de Lectores. 03-14-97”.

—¡Este libro no es tuyo! —me dijo Gabriel García Márquez, y sonrió.

Me miraba callado a la espera de una respuesta. No tuve opción:

—No es mío, maestro. Me lo acabé de robar en la biblioteca de la universidad para que usted me lo firmara.

Soltó una carcajada, también los escoltas y el portero de la Casa España.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó.

Escribió: “Para Carlos José Marín, del amigo. Gabo. 98”.

Me entregó el libro y yo le devolví los suyos.

El vehículo anduvo unos treinta, cuarenta metros, y se detuvo. García Márquez me miró por el vidrio de atrás y yo corrí hacia él, aunque no me hubiera llamado. Al llegar, él bajó la ventanilla:

—Acércate —dijo, y me llamó con su mano derecha.

Me incliné frente al vidrio y quedé a unas dos cuartas de él.

—Compra ese libro y llévalo a la biblioteca —y sonrió. Una sonrisa que a mí siempre me ha parecido la de un hombre que ya se sabía inmortal.

Si no me hubiera dicho eso, yo quizás hubiese arrancado la hoja y devuelto el ejemplar a la biblioteca, lo que habría sido, ni más ni menos, una estupidez.

—Sí, señor —respondí, y los carros siguieron por la calle angosta.

Caminé por el Centro Histórico, y afuera de la Universidad de Cartagena vi una venta de libros en el suelo. Solo hasta entonces caí en la cuenta de que el libro que me había robado era El general en su laberinto, de Oveja Negra y pasta dura. Recuerdo sentir un pánico extemporáneo porque pensé en que, en el módulo de la biblioteca, pude haber visto mal o haberme confundido y entonces le habría llevado a García Márquez una obra de otro autor. Recreé esa escena en mi mente y sentí vergüenza. Sacudí la cabeza para alejar ese error que, todavía a esas alturas, seguía considerando una posibilidad. Siempre me ocurre: el susto lo vivo después de que pasa el peligro, y me asusto, que es lo peor.

Allí estaba en el suelo El general en su laberinto, la edición que exhibe una hamaca en la carátula.

—Tres mil pesos —me dijo el vendedor que costaba.

En la biblioteca, la empleada me recibió con ojos lanzallamas. Dijo que pasaría un informe a mi facultad, que si quién me creía yo. A varios metros le levanté el libro que acababa de comprar y vio cuando lo devolví al módulo. Años después de graduarme regresé a la universidad y fui a buscarlo: allí estaba. Lo hojeé y descubrí que era pirata.

En 2007, mi primo Andrés Pinto fue por mis libros hasta la casa de mi exmujer, quien me los envió todos, menos el firmado por García Márquez, cuyo valor para mí ella conocía. Por años me dio diversas excusas: “Lo sigo buscando”; “Yo te aviso”; “Ese libro estaba en una caja que dañó un aguacero”. Una merecida tortura, sin duda, en venganza por haber convivido con ella. Y cuando ya lo había dado por perdido, me lo devolvió.

Ese escritor universal aquel día le dio algo más valioso que una firma a ese joven de veinte años que no conocía: una lección de honestidad.

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