La primera vez que García Márquez escuchó un acordeón era un niño que iba de la mano de su abuelo, el coronel Nicolás Márquez Mejía, por la plaza de Aracataca. El niño intentó acercarse a los músicos y a ese extraño instrumento que vino de contrabando de Europa y entró para quedarse en el Caribe.
El abuelo no permitió que su nieto se acercara a los músicos, y tuvo siempre el prejuicio de aquella música de las orillas, era una música de perdición, criterio similar a la de Úrsula Iguarán en ‘Cien años de soledad’, novela en la que su autor metió de personaje, con nombre propio, a su compadre Rafael Escalona, el sobrino del obispo.
Aquella tentación del niño por la música fue una almendra que creció a lo largo del tiempo. En su segunda columna periodística del diario El Universal de Cartagena, del 22 de mayo de 1948, el joven Gabriel, de 21 años, escribió por primera vez su homenaje al acordeón, con las siguientes imágenes literarias:
“No sé que tiene el acordeón de comunicativo que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento. Perdone usted, señor lector, este principio de greguería”. García Márquez hizo allí su primera defensa de la música de acordeón que será una de sus predilectas hasta el día de su muerte en 2014, desde que escuchó por primera vez a los acordeoneros en su aldea natal, hasta la última parranda con acordeones en 2013 en Cartagena y hasta los minutos antes de expirar, su esposa Mercedes le ponía a escuchar los vallenatos que lo hicieron feliz. García Márquez siempre quiso aprender a tocarlo, pero el coronel Márquez lo asociaba de manera prejuiciada, con las vidas errantes y bohemias de los juglares.
En esta columna García Márquez declaró su amor al acordeón y propuso que “personalmente le haría levantar una estatua a ese fuelle nostálgico, amargamente humano, que tiene tanto de animal triste”. Reconoce que el instrumento ha sido como un marinero vagabundo que “ha mecido la fiebre en los suburbios” y se ha resistido a vestirse de frac porque no le quedaba bien “a su dignidad de vagabundo convencido”, pese a ser el acordeón un legítimo instrumento “que ha tomado carta de nacionalidad entre nosotros, en el Valle del Magdalena”.
Es el escritor Manuel Zapata Olivella, médico rural en La Paz, Cesar, es quien lleva a García Márquez por los pueblos del Magdalena Grande y le presenta a los juglares y a los músicos de acordeón, entre ellos a quien sería su compadre y amigo de toda la vida: Rafael Escalona. Este primer viaje exploratorio luego el mismo García Márquez lo emprenderá también con Escalona por La Guajira, cuando vendía enciclopedias por la región. Y más tarde con Álvaro Cepeda Samudio, en los años sesenta, cuando entre los dos planearon crear un primer festival de música de acordeón en un viaje por Aracataca y Valledupar, germen del actual festival de la Leyenda Vallenata.
Después de aquella nota, tal como lo cuentan y lo reseñan en sus libros Jorge García Usta ‘Cómo aprendió a escribir García Márquez’ (1995) y ‘Un ramo de nomeolvides’ (1995) de Gustavo Arango Toro, y tal como lo narran también sus biógrafos Dasso Saldívar y Gerald Martin, el escritor siguió escribiendo sobre el acordeón y la música de la región Caribe en El Universal:
“Abelito anda siempre con su música a cuestas y parece que a toda hora le estuviera chorreando melodía, tan natural a él, tan fácil en su implacable vocación, tan exacta en su voz a los seres y las cosas de nuestro suelo”, escribe García Márquez, el 9 de agosto de 1949 en El Universal sobre la presencia de Abel Antonio Villa y Rafael Escalona en Cartagena de Indias.
“Quienes hemos tenido la buena suerte de andar buceando el sentimiento musical de nuestro pueblo y hemos encontrado en todas las aguas esa melodía nostálgica, profundamente amorosa”, dice para referirse a Escalona.
El 19 de septiembre de 1949, bajo el influjo conceptual de Zabala, escribe su columna ‘La múcura no está en el suelo’, en donde habla de la orfandad de la música folclórica y popular: “El porro ‘La múcura’ ha ganado un repentino prestigio internacional. Su gracia popular no solo radicaba en la música pegajosa y alegre, sino en sus versos socarrones y originales”.
El 15 de mayo de 1952, García Márquez exalta la presencia de los gaiteros de San Jacinto, músicos de Palenque, cantadores de zafra e intérpretes vallenatos, en su nota ‘Nuestra música en Bogotá’, delegación organizada por el escritor Manuel Zapata Olivella. Se lamentará que los cantos de zafra no tengan posibilidades mercantiles, a diferencia de la cumbia o la música vallenata.
Dos años más tarde, en agosto de 1954, en su nota ‘Danza cruda’, García Márquez retoma en El Espectador estas reflexiones planteadas en la sala de redacción de El Universal. Tiene la convicción de que “la música costeña es un elemento que está por conocerse en el resto del país. Lo que se sabe de ella ha pasado por el filtro de interpretaciones falsificadas que atienden más a lo que esa música tiene de comercial que a lo que tiene de interesante”, se refiere a la presencia del conjunto folclórico de Delia Zapata en Bogotá.
Para García Márquez en todas estas danzas hay una síntesis variadas y contradictorias de lo que el Caribe. Alude el bullerengue, las gaitas de las sabanas de Bolívar, los acordeones de Valledupar, los cantos de Palenque con su enorme tambor pechiche, la chicha maya guajira, el porro y la cumbiamba. Desde joven reivindicó la narrativa convertida en canción o la narrativa que se vuelve novela. Los ortodoxos lo pusieron en duda.
Tanto Zabala, Rojas Herazo, Zapata Olivella como García Márquez compartirán impresiones sobre la música de acordeón.
Rojas Herazo escribiría años después en su columna ‘Rafael Escalona, sangre y voz de la tierra’: “Para que Escalona haya sido posible, como persona y como intérprete de una geografía y de un pueblo, se han necesitado muchas lunas, muchos geranios, muchos patios con mujeres encinta, muchos velorios, muchos amores y muchos odios. Por las venas de Rafael Escalona sale todo eso. Se le convierte en apretura de canto, en saliva de copla, en jipido rítmico”.
La mayor prueba de amor de García Márquez a la música de acordeón está cifrada en el personaje Francisco el Hombre en su novela, y en la inusitada confesión desembrujadora de sí mismo, al decir que ‘Cien años de soledad’ es un vallenato de 350 páginas. No hay que entenderlo así textualmente. Quiso decir que los mundos narrativos de esta música comparten con la novela, universos comunes de vida, sentimiento, historias y memorias. El acordeón lo sedujo hasta la muerte.
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