Cultural


Tatis recuerda a Myriam Vélez de Lemaitre

En el sosiego del viernes en su apartamento de Bocagrande, Myriam Vélez de Lemaitre cerró sus ojos y entró con placidez en la luz de la eternidad.

GUSTAVO TATIS GUERRA

19 de junio de 2021 12:00 AM

Era la última sobreviviente de una estirpe empresarial que señaló un destino en la vida de Cartagena.

Myriam Vélez de Lemaitre se preparó con mansedumbre para la hora final, y ordenó todo hace muchos años, y no le dio motivos a la muerte de que le arrebata la alegría de vivir y seguir soñando hasta el final de sus 97 años. En el sosiego del viernes en su apartamento de Bocagrande, cerró sus ojos y entró con placidez en la luz de la eternidad. (Lea aquí: Murió Myriam Vélez de Lemaitre)

Estaba rodeada de recuerdos que rebasaban cien años de estirpe familiar y empresarial. Nieta del gran empresario Fernando Vélez Daníes, su vocación estaba consagrada entrañablemente a la ganadería, a la esencia de la tierra y a la predilección a la informática. Las crines doradas de los caballos resonaban en el viento de su memoria y los cascos plateados salpicaban destellos de luz sobre las arenas del tiempo, y la hicieron feliz en los días soleados de su infancia, juventud y madurez, y hasta el final de su vida, la presencia sagrada de los caballos tenía un resplandor mítico.

Alegre, vital, empresaria, ingeniosa y emprendedora, nunca se dejó vencer por el paso de los años, estaba siempre al día en el desafío de la informática, hasta el punto que The New York Times le dedicó una nota especial cuando se enteró de que era una de las contadísimas cartageneras y una de las pocas en el mundo que estaba frente a un computador explorando los nuevos desafíos vertiginosos de la tecnología, y deseaba contagiar con la misma pasión a sus amigas mayores en el arte de no perder la inmensa curiosidad por el conocimiento.

Montaba a caballo desde niña y su padre le trajo uno de sus caballos hasta el patio de su casa en el barrio Manga, y ella solía cabalgar por el barrio ante la sorpresa de sus vecinos. Una de sus travesuras juveniles era lanzarse desde uno de los árboles hasta el caballo. Desde aquel instante empezaron a llamarla ‘La mona del diablo’, por su espíritu temerario y aventurero.

“Era una mujer especial, recia, trabajadora incansable, empresaria, heredó el carácter del tronco familiar y su personalidad siguió desarrollándose más allá de la muerte de su esposo, el historiador Eduardo Lemaitre Román”, señala Juan Carlos Lemaitre, su hijo.

Matrona cartagenera

Con una vitalidad prodigiosa y una memoria iluminada de su pasado, ella habría podido ser la heredera de Aguas Vivas, la ganadería de toros bravos que inició su abuelo Fernando Vélez Daníes, precisa la historiadora María Teresa Ripoll.

“Sabía muchísimo de toros de lidia, no se perdía una feria de toros en Madrid, Sevilla, México, Nimes, Bogotá, gracias a Internet. Conocía a todos los toreros, hasta los más jóvenes, porque los toros fueron la pasión de su vida. Las tientas de vaquillas eran para ella la mayor diversión. Últimamente, llevaba un cuaderno en donde anotaba lo extraordinario que veía en esas ferias. Sus sobrinos la querían muchísimo. Durante varios años, ella los invitaba a almorzar todos los martes, estando ya viuda, y los atendía a cuerpo de rey. Se divertía oyéndoles las novedades compartidas, y nadie faltaba a su cita. Fue una esposa entregada a su marido, a quien complacía en todo. Mientras él vivió, estuvo dedicada a cuidarlo y a mimarlo, especialmente cuando le dio un infarto y tuvieron que dejar Bogotá y venirse a vivir al nivel del mar”.

Sus últimos días

Fueron tristes sus últimos días, porque desde hacía un tiempo había perdido el habla, luego de sufrir una isquemia. Amenazada por la soledad del confinamiento y el riesgo de la pandemia, se sintió disminuida al no poder salir al encuentro con sus amigas, llamarlas por teléfono o salir a recorrer con ellas su finca El Chinchorro, en Turbaco. No poder hablar la deprimió y la sumió en una profunda soledad de días inciertos. A ella le encantaba pasear con sus primas, ir a ver a sus vacas Holstein y hablarles con suprema delicadeza y esmero mientras las bañaba, les picaba pasto con melaza y las llamaba por su nombre. En los últimos años, iba a buscar paquetes de casabes en Turbaco, que compartía con sus amistades. Un casabe de bordillos suaves y nada duros que ella consideraba los mejores de la región.

Epílogo

Todo lo tenía planeado. Había escrito en un sobre sus designios para cuando llegara la hora de lo inexorable, y solo pedía que abrieran el sobre el día de su muerte. Su voluntad estaba escrita. Deseaba que sus restos reposaran en el nicho familiar junto a sus padres y hermanos en la iglesia de Bocagrande. Su vida fue como una ráfaga de luz, una aventura inagotable de soñar, en pie ante las maravillas del mundo. Así vivió. (Lea también: Cartagena en una memoria brillante)

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