Leonard le pidió a Louie Everest que le diera a Virginia un plumero para que sacudiera y limpiara la habitación. Louie dijo que todo era extraño porque jamás había visto interesada a la señora Woolf en ayudarle a hacer los oficios de la casa. Virginia cogió el plumero, entró a la habitación y, después de un rato, se fue. Leonard había hablado con ella en la habitación. Y le pareció terrible mantenerla bajo vigilancia.
Leonard estuvo toda la mañana entre el jardín y el escritorio. Virginia, en la cabaña donde escribía y la sala de estar en el piso de arriba. Cuando Leonard entró a la cabaña, Virginia escribía sobre un bloc. Se detuvo, se levantó y se fue hasta la casa. Luego, Louie vio que la señora Woolf se puso el abrigo, tomó su bastón y salió con prisa por el jardín rumbo al río.
La primavera se asomaba por la ventana y los rizos del agua se volvían dorados con la luz. Virginia pasó a tientas entre los arbustos mojados por la lluvia de anoche, se resbaló y tomó una piedra del suelo. La guardó en su abrigo. Se agachó otra vez y cogió otra piedra. Miró la sombra del cielo reflejado en el río. Aún escuchaba voces en su interior, voces como las que oía Séptimus Smith, que le ordenaban que se suicidara. Voces que tenían la resonancia de caballos galopando. Puso sus pies temblorosos en el agua. Entró con el bastón en la mano. De repente, soltó el bastón. (Le puede interesar: Los 80 años de la muerte de Virginia Woolf)
Las huellas de Virginia
Empezó a escribir siendo una niña, a los nueve años, garabateando en un cuaderno un cuento a la manera de Nathaniel Howthorne, en el sofá de peluche verde de la sala de su casa, en St Ives, mientras los mayores cenaban. Y en su habitación empezó a escribir a sus nueve años un periódico casero, The Hyde Park Gate New, que repartía entre sus familiares. Uno de sus primeros escritos es sobre una excursión a un faro cercano: “Había una marea y viento perfectos para ir allí”. Sus hermanos la llamaban La Cabra. Era la tercera de cuatro hermanos: Thoby, Vanessa, Virginia y Adrian. Los cuatro hijos de Leslie Stephen y Julia Duckort. Si se asoma un poco atrás, sentirá el perfume de Londres, que es como una flor que alguien ha pisado en medio de la lluvia, descubrirá el rostro sereno, delicado, tierno, de su mamá Julia Duckwort, escuchará la mano de su padre Leslie Stephen doblando una página de un libro inmenso, el Dictionary of National Biography, creado por él mismo, sorprenderá a su papá mirando el rumbo de las estrellas desde la ventana, escribiendo biografías en las noches y meditando sobre el destino de la humanidad, mucho de la sensibilidad de su madre, poco del raciocinio de su padre, le acompañarán a lo largo de su vida... Contemplará la casa tomada por los libros.
No se atreverá a recordar un rincón de la casa donde alguien -su hermanastro George- le arrebató el vestido, la golpeó por detrás, le puso la mano caliente en su virginidad de seis años y le hizo sentir que era una herida, como si se le hubieran puesto un clavo entre sus piernas, como si un pájaro hubiera picoteado una corola. ¿Cómo soportar ese recuerdo?
Poco después de sus diez años, su mamá murió. Sus hermanos se quedaron en el cuarto llorando. El médico salió con la cabeza gacha y las manos a la espalda. Virginia vio en la calle, las palomas cayendo en picada. Vio alejarse al doctor, temprano por la mañana.
Recuerda que se acercó a la cabecera de la cama donde acababa de morir su mamá y le dio risa ver llorar a la enfermera. Le dio un susto tremendo, a sus trece años, no estar sintiendo lo que debía sentir por aquella mujer que la había traído al mundo el 25 de enero de 1882, en Londres.
Su sobrina Angélica Bell la describe así: “Jamás estaba en calma, nunca descansaba. Incluso, en los momentos en que, con las rodillas en ángulo bajo la lámpara y el cigarrillo en el cenicero, se sentaba junto a una amiga después del té, se estremecía de interés por lo que hacían los demás”. (Le puede interesar: Frases para recordar a Virginia Woolf en el aniversario de su nacimiento)
Frente al agua
“Ahora me soltaré. Ahora por fin liberaré el contenido, el violentamente rechazado deseo de ser consumida. Juntos galoparemos por desiertas colinas, en las que la golondrina hunde las puntas de las alas en oscuras lagunas y las columnas erectas se conservan enteras. A la ola que se estrella en la playa, a la ola que lanza su blanca espuma hasta los más lejanos confines de la tierra, arrojo mis violetas, mi ofrenda a Percival”.
Era como si su cuerpo lo estuviera escribiendo ahora como en aquel mismo instante de Las olas. Como si ella misma fuera una de las seis puntas de la flor en la que había reunido a sus amigos. Como si fuera su propio personaje: Rhoda.
A la una de la tarde, Louie tocó la campana para el almuerzo. Leonard fue a buscar a Virginia. Vio dos cartas en la repisa. Sintió un estremecimiento de terror. Abrió la carta que estaba dirigida a él. Corrió desesperadamente. Atravesó el prado inundado hacia el río, vio las sombras de las pisadas de Virginia en la orilla. Vio el bastón.
Louie y Leonard se pasaron buscándola toda la tarde hasta que la noche borró la sombra del río y el horizonte se hizo denso. Leonard se quedó en la puerta, sobrecogido y desconsolado mirando el vacío.
Entonces releyó la carta:
La segunda carta tenía el pulso nervioso de cuando Leonard entró a la cabaña y ella se puso de pie:
Querido: Quiero decirte que tú me has dado una felicidad completa. Nadie podría haber hecho más que lo que tú hiciste. Por favor, créelo. Pero sé que jamás podré superar esto: y estoy perjudicando tu vida. Es esta locura. Nada que nadie diga puede persuadirme. Puedes trabajar, y estarás mucho mejor sin mí. Ya ves que ni siquiera puedo escribir esto, lo que demuestra que tengo razón. Lo único que quiero decir es que hasta que llegó esta enfermedad fuimos completamente felices. Todo debido a ti. Nadie hubiera de ser tan bueno como tú. Desde el primer día hasta hoy. Todo el mundo lo sabe. Encontrarás las cartas de Roger a los Mauron en el cajón de la mesa del escritorio de la cabaña. Destruirás mis papeles.
Virginia.
Había garabateado una tercera carta en donde volvía despedirse. Y respondía a la psiquiatra Octavia: “Sé que nunca superaré esto. Nada que nadie diga puede persuadirme”.
Poco antes de su muerte, Virginia se había propuesto revisar la novela Entre actos. Y visitar a sus amigos.
Querido, estoy segura de que, de nuevo, me vuelvo loca. Creo que no puedo superar otra de aquellas terribles temporadas. No voy a recuperarme en esta ocasión. He empezado a oír voces y no me puedo concentrar. Por lo tanto, estoy haciendo lo que me parece mejor. Tú me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en todo momento todo lo que uno puede ser. No creo que dos personas hayan sido más felices hasta el momento en que sobrevino esta terrible enfermedad. No puedo luchar por más tiempo. Sé que estoy destrozando tu vida, que sin mí podrías trabajar y lo harás, lo sé. Te das cuenta, ni siquiera puedo escribir esto correctamente. No puedo leer. Cuanto quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirte... que todo el mundo lo sabe. Si alguien podía salvarme, hubieras sido tú. No queda nada en mí más que la incertidumbre de tu bondad. No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo. No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que nosotros hemos sido.
Epílogo
Los niños que vieron desde el puente el cadáver de Virginia Woolf, creyeron que era un tronco flotante. El cuerpo se balanceaba. Tenía los pies descalzos. Los cabellos alargados bajo la luz de la primavera. El agua había sonido como un tambor en sus oídos. Habían empezado a florecer los pétalos blancos. El cuerpo parecía temblar entre los rizos dorados del agua.
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