Columna


Abuelo Héctor

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ PACHECO

01 de octubre de 2017 12:00 AM

Hoy, Héctor Juan Pérez Martínez estuviera celebrando 71 años de edad.

¿71? Esa cifra no encaja en la imagen de niño extraviado que le conocimos desde cuando lo rebautizaron “Héctor Lavoe”, un nombre que, más que nombre, se volvió una marca evocadora de los paisajes de acero donde la música rugía desesperada y los versos improvisados trataban de acuchillar las discriminaciones que padecían los latinos en el New York de los 60.

Lavoe, siempre escondido tras las gafas que lo protegían de los reflectores, jamás pudo espantarse aquella apariencia del bobo de la clase. Aunque en las carátulas de los discos apareciera como el rey malo entre los más malos del barrio, la suya era una cara que no se compadecía con lo tenebroso de las esquinas, en donde los guapos marcaban territorios dándose galletazos de rabia contra la mano invisible del sistema que los ninguneaba.

Pero ese niño falsamente malo tenía más armas que todos los bravos del concreto callejero. Su gangoso canto era un lamento sabroso, una tristeza alegre, una broma seria que revelaba soledades, aunque se matara por evocar lo frenético de la rumba. Su manera inacabable de desmenuzar la palabra era como una invitación constante a resistir los embates de la vida en tierra extraña.

Aunque triste y vacío, aunque inmerso en la selva de cemento, aunque rabiando como fiera salvaje (cómo no), aunque dedicando sus mejores pregones, Lavoe no sospechaba que unos años después de su muerte la palabra “urbano” se pondría de moda para designar cosas que aún no están muy claras. Y le hubiera dado rabia, una bronca de malo/bueno, sobre todo porque sabía que si algo hubo de urbano en este mundo era su música, su andar, su voz adolorida, su pesar de rascacielos indolentes, aquel paisaje de acero que Willy no sabía si odiaba o quería.

A ese vivir, a esa música sí le encajaba plenamente el título de urbana. Porque ese choque entre el frío de la urbe y la calidez del litoral fue espeluznante. Tenía que serlo, pues por mucho que se recordaran los guateques montunos en los andurriales del Caribe, el sonido bestial que se apoderaba de los barrios de negros e hispanos jalaba a meterse en otra rumba que tenía de todo.

Eso: “Traigo de todo, traigo ron, traigo cerveza... un poco de coca... cola”. Boby y Richie tenían razón: o peleabas o te llevaba el diablo. Y Lavoe lo entendió muy bien. Tal vez por eso su vida fue una fiesta encolerizada que terminó contagiando a todo el mundo, aunque finalmente mandinga acabara por llevarse a los más devotos de esas liturgias de la desventura.

¿71 años? Se necesita mucha imaginación para pintar a un Lavoe de la tercera edad. Nadie lo acepta encorvado, encanecido, embastonado y voz apagada. Nadie se figura al abuelo Lavoe. Todos se quedaron con el pendenciero eternamente niño, ese que aún vive, por los siglos de los siglos, en la cumbancha de sus devotos.

ralvarez@eluniversal.com.co

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