Con estas calenturas de la globalización y la cibernética, se han impuesto nuevas exigencias en la vida cotidiana. Quien no tenga dominio del computador y de sus diarias innovaciones y programas, es poco menos que un analfabeta. El inglés, que había sido idioma indispensable, adquiere mayor vigencia. Aunque algunos amantes de la novedad inicien con utópico optimismo el estudio del mandarín, porque “es un mercado de 1.300 millones de consumidores”.
La idea de un lenguaje apropiado a esa economía sin fronteras es una necesidad. Pero hay que ver cómo se estropea el idioma en su obligada versión, seca e insensible, para el computador. La velocidad y la brevedad atentan contra la ortografía y la sintaxis más elemental. La novedad no puede convertir en moderno y respetable un pobre galimatías. Se precisa un gran esfuerzo para entender mensajes casi cifrados que significan negocios y dinero, acuerdos y futuros.
Mientras tanto, en lo que tiene que ver con lo hablado de nuestro idioma, crecen los particularismos. El derrumbe de fronteras que traen los negocios internacionales, y las cercanías creadas por los adelantos técnicos, en vez que obtener una síntesis afortunada y moderna, ha propiciado como reacción el hablado lugareño. Parece que nunca conseguiremos un habla melódicamente neutra. Todos cantamos más que antes, quizás para afirmar nuestra autenticidad, y eso está bien. Pero percibimos una canción en los otros. La nuestra se nos borra como un perfume habitual. En cambio, cómo nos golpea la tonada en la voz del vecino, y no la “sinfonía” en la propia. Hallamos chistosos o antipáticos, según el caso, esos cambios de acento y significados.
La verdad es que presentadores de noticias, periodistas y gentes cultas están hablando una jeringonza indescifrable. Así dirán también de nuestra brusca manía de comernos las letras y las sílabas.
No hay que exagerar en la búsqueda de un lenguaje recién sacado del autoclave: incontaminado, perfecto. Unos piensan que el popularismo es vida y el cultismo agonía. Otros, los menos, que la lengua se vitaliza en la cultura y se desvirtúa en el influjo de la calle.
Es innegable que la vida al aire libre estimula cambios lingüísticos y acentos graciosos, mientras la vida del estudioso conduce a la anquilosis.
No tomamos posición, simplemente planteamos diversas alternativas para entendernos. No pretendemos hablar de los altos fines de la literatura, de pura vaina nos atrevemos a comentar sobre la comunicación cabal y clara.
En lo que toca a los noticieros de la tele no nos interesa esa cantidad de basura que nos despachan, menos aún entender el habladito de preciosas hembras que “presentan” esas noticias.
Con verlas tenemos. Sus muecas, mohines y morisquetas nos cautivan.
Comentarios ()