Muchos queríamos ser choferes o policías. Claro que también nos seducía ser guacharaquero, vendedor de raspado, o cobrador de chiva, a esos que ahora les llaman sparring. Amos y señores de la chiva, no se limitaban a acomodar a la sumisa multitud que contenía, sino que manejaban las relaciones con toda la clientela, y recaudaban los centavos que costaba el pasaje.
Manejaban el billete, organizaban los pasajeros y se permitían exonerar del pago a amigotes y hembras de confianza. Ejercían con gracia camajana su liderazgo cotidiano. En voz alta trasmitían instrucciones al chofer, para hacer paradas y pudiese bajarse un pasajero. Cuando se trataba de alguien mayor, gritaban “parada firme”. Si era joven y ágil, “aguanta”, para que el frenazo no fuera a fondo.
Iban con acrobática habilidad casi de bandera en la puerta de entrada. Ayudaban a las damitas en su acceso a la chiva, y también indicaban “cuidado” al conductor, para dar espera a algún veterano que subía con lentitud al vehículo.
El momento estelar de ese carismático personaje era su bajada antes de frenar, cuando continuaba con la inercia una corta carrerita con soltura. Eso lo cotizaba en la admiración del servicio doméstico que viajaba cargado con bolsas y paquetes del Mercado Público. A esas muchachas ayudaba solicito. A todas conocía por su nombre y sabía el de sus patrones. De algunas recibía, además de “especiales” favores, un bocado de las exquisiteces que cocinaban. En esa época no había, por fortuna, bolsas plásticas, así que la sopa llena estaba dentro de una botella tapada con un corcho, que ayudaba a guardar calor, sabrosura y cariño.
El orden era mantenido con caótica cheveridad. En la chiva cada quien se acomodaba de acuerdo con su próxima salida. A los señores no se les ocurría la posibilidad de estar sentados mientras estuviese una señora de pie. Las chivas no tenían esos radios chillones de los buses de hoy. Algunas tenían unos cordeles en el techo para accionar una campanita, cuyo sonido debía indicar la necesidad de una parada.
En aquella época no había sitios para bajar y subir. Se hacía en cualquier parte, como se hace hoy, pese a que ahora se han señalado lugares especiales para ello.
Los adelantos trajeron torniquetes para controlar pasajeros. Los choferes con el timón en la izquierda, cobraban con la derecha.
En las chivas no se necesitaba del llamado de sus clientes, porque conocían a todos sus pasajeros. Sabían con exactitud donde dejar a cada quien y el saludo amable era costumbre.
El reloj o control para el ratoneo, era otra inutilidad manifiesta. Los usuarios éramos solidarios con el infractor cuando iba “caído”, y compartíamos su inquietud por la posibilidad de una multa.
Si se deshumanizaron las chivas, ¿a donde se llegará con los megabuses de Transcaribe?
Comentarios ()