Columna


Compuertas filosóficas

“El posmodernismo ha acampado en la sociedad, abandonando el confín académico y permea la protesta”.

RODOLFO SEGOVIA

23 de noviembre de 2019 12:00 AM

El inconformismo tiene sus propias circunstancias de tiempo y lugar, pero las ambientaciones filosóficas en que se desarrolla son universales, por lo menos en Occidente, donde las protestas de masa han ido ampliándose desde la II Guerra Mundial. El elemento unificador es la arremetida contra la autoridad.

El argumento de los filósofos posmodernistas que acunan las protestas es que ninguna autoridad es legítima porque son construcción de un conocimiento no confiable. Su influencia, a través de pensadores como Foucault y Chomsky, está siendo enorme en el terreno de las ideas sobre cómo entender la realidad cotidiana. No son del todo coherentes, pero poco importa para el ánimo que inspiran. Los posmodernistas son amantes de lo arcano, su discurso carece de la claridad de Rousseau, ese otro revolucionario (por estos lados, la aproximación a los posmodernistas llegó a través de referencias).

Los posmodernistas preconizan una cultura irracional, opuesta al liberalismo y al marxismo, y, por lo tanto, a la modernidad racionalista y renacentista. Plantean el rechazo de propuestas institucionales, incluido el cultivo de la ciencia, de la que también se debe dudar por ser una imposición del pensamiento moderno. El meollo, se enfatiza, es el asalto a la autoridad en su esencia, por su origen espurio. Eso rechazos son catalizador, aprovechado por minorías de extrema izquierda, irónicamente estructuralistas y rechazadas por los posmodernistas, para hacerse al poder con violencia. Es la amenaza adicional en las manifestaciones actuales.

El posmodernismo ha acampado en la sociedad, abandonando el confín académico y permea la protesta. Expresa que los sistemas son opresivos. Protestar contra lo existente es válido pues ejerce violencia política. Poco importa que sean consensuadas. Se utilizan los derechos humanos en el discurso, pero en el fondo se rechazan por ser una construcción renacentista, y se llega a que la moral es culturalmente relativa, como lo es la realidad misma, todo vale.

El corrosivo se extrae de afirmar que la objetividad es sospechosa, por lo que se postula una sociedad descreída en el sentido de carencia de valores. El impulso es nihilista. Allí conducen las relaciones entre poder, conocimiento y discurso (Chomsky, según el cual el discurso maleable controla el conocimiento). Se llega a eliminar los valores sin “deconstruir”, que son represores de la libertad. La realidad válida es la vivida, y allí encaja la red virtual, aunque se sospeche mentirosa en los hechos. El discurso es el hecho.

Don Sancho se hubiese arrancado las mechas en su atalaya de Bocachica en 1697, mientras esperaba en ataque francés. El relativismo era anatema en sus tiempos. Filosóficamente, el posmodernismo provee el telón de fondo para lo que se vive en las plazas, el pegante oculto. Es incoherente y muy criticable, pero ha inspirado una visión deleble del tejido social.

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