Columna


Divina claridad

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ PACHECO

26 de agosto de 2017 12:00 AM

Alina Jaramillo estaba en su ventana viendo la llovizna nocturna, gotas lentas y diminutas que brillaban bajo la luz insuficiente de los postes en la Calle San Antonio.
De pronto, como una casualidad orquestada por el universo, desde otra ventana emergió Miltinho musicalizando la nostalgia: “En un rincón del alma/ donde tengo la pena/ que me dejó tu adiós/ en un rincón del alma/ se aburre aquel poema/ que nuestro amor creó/”.

Entonces empezó otra lluvia.

Los ojos de Alina se humedecieron, mientras Miltinho le iba taladrando el pecho y el recuerdo de cierto visitante que, a principios de cada mes, se desembarcaba en el Muelle de los Pegasos, caminaba por la calle del Arsenal, cruzaba la calle Larga y embarraba con sus botas el zaguán de la casona donde la muchacha era inquilina.

A inicios del mes, Alina (tan hermosa, tan blanca y tan antioqueña) no se permitía visitas de los colaboradores que le ayudaban a pagar el arriendo y a enviar dinero a su familia en las montañas interioranas, olorosas al café que a ella le gustaba saborear en las tiendonas de la Media Luna.

Eran varias las compañeras hospedadas en piezas de grandes casonas, mientras se ganaban la vida comerciando caricias bajo los cuerpos alicorados del populacho que agitaba las calles del cordón amurallado.

Pero Alina era distinta. Eso decían sus “amigos”. Eso le dijo el navegante, a quien comparaba con los actores gringos y europeos en las películas del Teatro Rialto. Y fue él quien le recitó algunos poemas, musitó ciertos boleros y escarbó en su piel rosada los gemidos más sinceros que un cuerpo de muchacha puede ofrecer.
Aquella noche, cuando Miltinho seguía combatiendo la llovizna con su divina claridad, Alina llevaba más de un año sin la visita del navegante que embarraba el zaguán y le encendía la piel en la estrechez de su pieza fragante a jabones de tocador.

Sintió rabia por sus lágrimas, pero al mismo tiempo la emocionada certeza de que Miltinho era el mejor cantante del mundo, sobre todo cuando le rasgaba el alma interrogando, “si Dios unió al hombre y la mujer, ¿por qué razón se deben separar?”.

Esa noche la lluvia parecía interminable. La tortura de la música también. Pero Alina, al día siguiente, resolvió desterrarse de esa ciudad que por cualquier motivo le recordaba al visitante de las botas embarradas, de quien nadie la daba razón en el muelle enloquecido del mercado público.

“Nada te prometo, porque nada tengo”, fue lo último que escuchó en las cantinas del Centenario cuando el barco de madera se alejaba sobre la bahía, con ella a bordo, en busca de sus montañas o del hombre que le trastocó la existencia. Nadie lo supo. Solo sabían que en un pañuelo blanco llevaba unos garabatos en tinta azul: “¿por qué te hizo el destino pecadora, si no sabes vender el corazón?”

 



 

Comentarios ()

 
  NOTICIAS RECOMENDADAS