En una ocasión, dictando mi clase de Literatura Latinoamericana en la universidad, un estudiante me preguntó si la buena literatura podía transformarse en champeta. El joven, que además es dueño de un picó casero, quería saber qué tantas posibilidades había de cantar con éxito la Divina Comedia como si se estuviera dentro de una caseta un sábado por la noche. La pregunta despertó las risas entre los asistentes. Una estudiante comentó que no tardaba la Academia Sueca en otorgarle el Premio Nobel a Mr. Black. Otro, más juicioso, contó que la champeta ya se había casado con un género narrativo, el manga japonés, y que la prueba de eso la hallabas en El Sayayín y su “Suegra Voladora” inspirada en Dragon Ball.
A pesar de las bromas que suscitó el debate, yo sabía que aquel interrogante apuntaba hacia una cuestión muy seria: el tránsito de una estética consolidada en la “alta” cultura a otra completamente popular. Se trataba, por ejemplo, de si la Ilíada era compatible o no con el espeluque champetúo. Un enigma complicado pues, a simple vista, literatura y champeta parecen dos fenómenos distantes. Comparten la vocación de relatar historias a través de la palabra, una apreciación inevitable cada vez que se plantean los vínculos entre música y literatura. Sin embargo, más allá de eso, resulta difícil encontrar puntos de encuentro entre Dante Alighieri y el paso de los tres golpes, aun cuando, vaya ironía, la Divina Comedia se narra en tercetos.
Gasté noches enteras buscando puentes que unieran a novelistas con artistas de la champeta. Las grandes obras literarias jamás entrarán en el reino picotero, concluí sin esperanzas. Entonces escuché una champeta en la radio. Era “Don Tuvo”, de El Afinaito. La canción hablaba de un hombre que dilapidó su fortuna parrandeando y ahora, después de varios años, se pasea pobre entre antiguos compañeros de fiesta. “Vámonos pa’ aquí, vámonos pa’ allá, no le den mente que yo mando”, gritaba aquel hombre en sus tiempos de bonanza, “Que si se acaba la plata entonces yo vendo dos vacas y seguimos tomando”. Don Hugo lo llamaban en sus días prósperos, pero terminó siendo Don Tuvo en la desgracia, porque tuvo casa, tuvo ganado, tuvo camioneta y lo perdió todo. Aquella historia sobre la caída de un parrandero me hizo pensar en Aureliano Segundo, el personaje de Cien años de soledad. Aureliano Segundo es un gran derrochador. Recoge cajas de licores en la estación del tren y regresa a su casa arrastrando personas conocidas y desconocidas para invitarlas a beber. “Apártense vacas que la vida es corta” es su lema en las parrandas. Cuando queda en la miseria tiene que ganarse la vida vendiendo las rifas de la Divina Providencia. “Ya no le decían don Aureliano, como lo habían hecho siempre”, escribe García Márquez, “sino que lo llamaban en su propia cara don Divina Providencia”.
*Escritor.
Comentarios ()