Columna


En el trayecto entre la Avenida Venezuela y la vivienda de mi abuelo en el barrio San Diego, Calle del Camposanto, la única casa que me llamaba la atención quedaba en medio de la Calle de Los Puntales.
Tenía la nomenclatura 37-19. Y me llamaba la atención, porque, a través de su única ventana, alcanzaba a ver una figura negra y brillante, como la punta de un triángulo o el ala alzada de una mariamulata “fina”.
Tenía nueve años de edad y una estatura que no me permitía asomarme por la ventana para saber qué era esa figura negra que brillaba en una sala medio oscura en la que nunca alcanzaba a divisar a nadie. Parecía una casa abandonada. Pero, obviamente no lo era, porque la ventana siempre estaba abierta; o por lo menos, siempre lo estuvo cuando pasé por su frente.
Era la mitad de la década del 70. Un sábado, Marcos, mi papá, se presentó como a las 3:00 de la tarde en casa de mi abuelo. Lo estaba esperando para que me regresara a mi casa en el barrio El Socorro. Se veía presuroso. En un par de horas transmitirían por televisión otro de los combates de Pambelé.
Bajamos por la Calle de los Puntales. Mi papá se detuvo a saludar a un amigo que le gritó desde una tienda. Conversaron varios minutos. Me quedé mirando el ala de la mariamulata. De pronto, mi papá se volteó y preguntó:
—¿Qué miras?
—Esa cosa negra que se ve en esa ventana. ¿Qué será?
—Vamos a ver.
Cruzamos hacia la acera contraria. Me cargó. Me asomé por la ventana. No había un ser humano en la pequeña sala, pero sí un imponente piano negro de madera que brillaba como un sol nocturno. Y lo que yo comparaba con el ala de una mariamulata, no era otra cosa que la tapa, siempre levantada, como si alguien se alistara para un concierto.
Debieron pasar muchos años para que me enterara de dos cosas. La primera: que en Cartagena vivió y murió un señor llamado Adolfo Mejía, uno de los mejores músicos colombianos de todos los tiempos. La segunda: la ventana que tanto me intrigaba pertenecía a la casa de ese genio nacido en Sincé (Sucre).
Creo que si no es por las investigaciones y por la pasión del maestro Enrique Muñoz Vélez, muchos cartageneros aún estuviéramos confundiendo a un piano con una mariamulata.
Por la tenacidad de Muñoz supe que la grandeza de Mejía consistió en saber utilizar el conocimiento de la música folclórica colombiana y las rítmicas populares para darle un tratamiento desde su formación académica, articulando, por primera vez, la literatura musical sinfónica a las prácticas musicales del Caribe colombiano. Él introdujo la música costeña al lenguaje universal del sinfonismo.
Su obra de cámara, la coral y la pianística recurrió a formas directas con citas textuales al folclor colombiano, como en otras se apegó a la tradición clásica.
Fue el primer ganador del “Premio Iberoamericano de Música Sinfónica” en 1938, presentando dos obras: “Pequeña Suite” y “Preludio a la tercera salida del Quijote”.
El “Poema sinfónico América” y “Suite de danzas africanas” fueron estrenadas por la “Orquesta sinfónica de México” en el Palacio de Bellas Artes de aquel país, bajo la conducción del orquestador Guillermo Espinosa.
“Viajero de mí mismo”, se llama un documental televisivo que vale la pena ver para saber algo sobre la vida y obra de Mejía, el vecino silencioso de la Calle de los Puntales.

*Periodista

ralvarez@eluniversal.com.co
 

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