No conozco su nombre tampoco el color de sus ojos y piel, el apodo de su muñequita de trapo, solo que tenía la edad de mis nietos y con eso me basta para alzar la voz contra los tiranos que obligan a emigrar, sin medir consecuencias, abandonando su patria preñada de riquezas, marchando por senderos tramposos del Darién.
Con solo diez añitos, allá en Tacarí rescataron su cadáver de las aguas turbulentas, repatriada en bolsa negra a la cuna de El Libertador de cinco naciones, convertida en poza séptica de los Derechos Humanos y recordé a mis abuelos, con sus sandalias desgastadas y el corazón hecho trizas, huyéndole a la maldita guerra.
Todos llevamos en el alma la impronta del emigrante africano, ese que, millones de años atrás abandonó su cueva en Tanzania, dispuesto a conquistar el mundo sin medir fronteras. Tristemente, con el paso de los siglos, el Homo Sapiens se trasformó, por obra y desgracia del odio y la avaricia, en enemigo de su propia gleba: por lo menos 70 mil personas fallecieron en el mundo desde cuando, en 2014, entidades humanitarias buscan migrantes desaparecidos.
¿Migrar o morir? Se necesitan solo dos dedos de frente para entender la ecuación asimétrica de las migraciones humanas a lo largo de la historia: de 195 países, solo siete son poderosos y desarrollados, 47 apenas sobreviven sin miga de oportunidades dignas en salud, trabajo, educación, seguridad ciudadana y, por supuesto, el anhelo de un mejor futuro impulsa a millones de familias, obsesionadas con el ‘sueño americano o europeo’: Hambre y miseria son más temidos que las quijadas de la selva y deciden arriesgarse, tienen muy poco o nada que perder: cada año, 3’000.000 niños mueren con el estómago pegado al espinazo, 250.000 al mes, 9.000 diariamente, 375 cada hora, 7 cada minuto, mientras ‘SÓLO’ 7.000 migrantes fallecen anualmente y a 1.600 niños se los traga la selva, la mayoría, en caminos selváticos entre México y Estados Unidos. -“¡Lo tienen más que merecido!”, exclaman los neo-esclavistas.
Esta mañana, frente a mis nietos, camino al colegio, sanos y salvos, me invadió la vergüenza por las víctimas de la inequidad humana y, se me ocurrió, lo que solo se les ocurre a los abuelos: suplicarle al papa Francisco, a ver si así los respetan, declarar SANTOS a todos los niños estrangulados por los tentáculos del mar, la manigua, el hambre y la miseria.
Nazarenos con dientecitos de leche canonizados ipso facto, comenzando por la chavita venezolana, esa que apagó su lumbre en el Darién mientras, en Miraflores, a nadie le importa: se marchitó para siempre su sonrisa como ellos marchitaron la dignidad y la sagrada democracia.
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