Columna


Existencia del otro en el desmadre

ROBERTO BURGOS CANTOR

13 de mayo de 2017 12:00 AM

Nadie tiene derecho a interpretar los silencios ajenos. Pozo insondable. O las voces de los otros. Con su secreto destinatario. A su manera son formas de instalarse en el mundo. Rechazo o radical negación.

Hoy, nos quejamos de esos callarse y de los susurros, o gruñidos, monocordes y repetitivos de los jóvenes en los tiempos y los ámbitos que les correspondieron sin opciones. No es fácil saber qué representan, si desdeño, tedio temprano, desinterés, conformidad sin salida.

La queja, casi siempre, parte de comparar la juventud del quejoso con esas manifestaciones aún no bien entendidas de la juventud de hoy. Y quizá en la comparación esté el defecto que impide entender, que aleja e inutiliza la posibilidad de comunicación. El deseo de saberte en ti y para el cual son torpes mis viejos códigos, mis valores derrotados.

Insistimos, como aferrados al único y endeble madero para sobreaguar en la tormenta, en la acumulación de doctrinas, sistemas, tratados, summas, religiones, que adoptamos con orgullo. El insalvable abismo entre tales invenciones sociales, filosóficas, postulaciones de un orden, indagaciones del inescrutable interior humano, si es que existe, y la vida encabronada aplicada a destruirse, no es una historia ejemplar.

Tal vez sea este colosal absurdo, impostura sin redención, la que apartan con dura distancia los jóvenes. Y sin saberlo, esos gruñidos, salmodias que no son mantras, el negarse a hablar con el lenguaje mentiroso heredado o juegos de fantasías, a lo mejor son la génesis de algo.

Al adulto, el que copula con fugaz entusiasmo y engendra criaturas, vestido según su disfraz, el que imposta la voz según su discurso, le falta humildad para oír al otro, las corrientes subterráneas del universo que ya pretendemos invadir sin conocerlas.

¿Por qué amaestrar a los jóvenes en este fracaso sin perdón? Desvergüenza, cinismo, o soberbia, igual, estamos perdidos en nuestra propia y mediocre invención. Otra vez los dioses, invento de nuestra soledad nos hacen maniquíes de la muerte. Los parlamentos, congresos, ramas del poder público, ejercen el ridículo, estimulan la corrupción sin pudor.

Pido entonces una oportunidad para la poesía. Que los jóvenes a partir de negar este desastre, coman poesía. “No sé qué quiero decir, sé/que quiero decirlo.” Lo trajo de un viaje por el Orteguaza, Aleyda Nubi, mi amiga. O “Yo nací un día que Dios estaba enfermo” del que escondía a Mallarmé en el Machu Pichu. O “Nos dio el amor la única importancia”, Neruda o Gatica. Según Caín, da lo mismo.

Tantos así que refundan la vida. Incitan a bailar y reír. 

ROBERTO BURGOS CANTOR*

reburgosc@gmail.com

*Escritor

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