Jamás renunciaste a tus sueños de una sociedad más justa y equitativa, a pesar de que los campesinos de San Jacinto, tu pueblo natal, te aconsejaban abandonar la contienda, convencidos de que ‘Ají no pare tomate’.
Seguiste en la brega y, después de muchos años, volví a verte rodeado del sosiego y la devoción que merece un soldado de las ideas que, como tú, agotaste tus fuerzas zurciendo, con hilos de igualdad, las heridas de la patria.
Sin embargo estabas conforme con tu pequeño reino, ese que comienza y termina junto al palo de mango, sembrado en el patio del abuelo, alto tribunal de sombra, clorofila y afectos.
Y es que casi desde el vientre materno escogemos entre el arisco camino de la izquierda, el austero de la derecha o la inmovilidad del centro, pero al final de la jornada solo quedan las huellas que borrará la ventisca de los tiempos.
Sabías que lo importante era caminar, no solo ver pasar a los caminantes, y también rectificar, sin calcar soluciones ajenas, perdonando las ofensas para no oxidarse por dentro.
Decidiste bañarte en la lluvia y no en el agua bendita, perfumando tu pañuelo con la esencia indomable del toche en los Montes de María.
Muy pronto descubriste que en la ternura de tu ‘compañera del largo camino’, en la sonrisa de tus cuatro hijos y en los besos engolosinados de tus tres nietos, estaba, sin importar las ideologías, el verdadero paraíso terrenal.
Nunca olvidaste a tus maestros, a los pioneros infatigables que anticipan la madrugada fertilizando surcos, esparciendo semillas y despejando senderos de esperanza.
Despuntaba el 28 de agosto de 2018, cuando a los 73 años te quedaste dormido para siempre en los brazos de tu hija Lilian. Marchaste tranquilo, en silencio, cabalgando sobre los sones del ‘Negro Alejo’, lamentando la partida de su ‘Alicia adorada’ y sonreíste recordando tu matrimonio con Margarita, tu amoroso freno de mano, cuando en complicidad con un sacerdote cambiaste la marcha nupcial por el descaro del Adolfo Pacheco Anillo, sonsacando a la bella Mercedes, pidiéndole, encoñado, que dejara el miedo por el cuero del tigre y se fugara con él al Hotel Caribe, en Cartagena.
Sí, ahora que el universo es tu escenario, se escucharán de nuevo aquellas arengas soñadoras de los febriles 70, exigiendo que finalmente el sol brille para todos, incluso sobre la estirpe deshojada del coronel Aureliano Buendía, condenada a mil años de quebrantos y soledades.
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