Columna


Jaime Fandiño y la impronta de los afectos

HENRY VERGARA SAGBINI

28 de diciembre de 2020 12:00 AM

Haber conocido a Jaime Fandiño Franky constituye una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida. Este incansable adolescente, nacido en Guasca (Cundinamarca), se considera a sí mismo, más cartagenero que el Castillo San Felipe de Barajas.

Médico de la Universidad Nacional, neurocirujano de la Universidad de Estocolmo (Suecia), se trasladó a Chile buscando un modelo organizacional que garantizara a los colombianos con epilepsia un tratamiento integral y humanitario. De ahí nació, el 7 de febrero de 1963 la Liga Colombiana contra la Epilepsia y germinó la Fundación Instituto de Rehabilitación de las Personas con Epilepsia (FIRE). Hoy existen treinta capítulos en Colombia y la Ley 1414 del 11 noviembre de 2010, redactada con sus neuronas, sueños y cojones, garantiza una atención integral a sus pacientes, labor filantrópica casi imposible de creer en medio de la avaricia que convirtió a la salud en vulgar mercancía.

A este docente de altísimos quilates se le debe también el servicio neuro-quirúrgico y posgrado de Neurocirugía de la Universidad de Cartagena. Defensor de los Derechos Humanos, Fandiño combina magistralmente la ciencia y la conciencia. En una ocasión, mientras evaluábamos a un niño de tres años con severas crisis convulsivas, al preguntarle a la madre sobre el embarazo, respondió con dureza que no era su hijo, era adoptado.

“Este angelito –le dijo– es hijo de tus afectos, el amor es la medicina más poderosa”, y contó la historia de un famoso neurocirujano:

Mientras se especializaba en Nueva York, la esposa del doctor parió a Samuel, su primogénito, en una congestionada clínica de maternidad, justo una semana antes de regresar a Bogotá graduado de neurocirujano. A las carreras legalizaron los documentos de migración, pero al llegar los abuelos notaron que el recién nacido no se parecía a nadie de la familia: sus padres eran blancos y lampiños; Samuel, velludo y trigueñito. Llamaron a la clínica confirmando el involuntario cambiazo, iniciando los larguísimos trámites de la repatriación.

Pasó el tiempo. Samuel sonreía arrojándose a sus brazos y, de común acuerdo, decidieron dejar cada niño en su lugar estableciendo lazos de hermandad que aún se conservan. A la familia llegaron cuatro hermanos, pero él fue el único que heredó la vocación de su padre, también quien derramó más lágrimas cuando, con su último aliento, le musitó al oído: “Samuel, ni carne de mi carne, ni sangre de mi sangre, y sin embargo milagrosamente nuestro. Nunca olvides que, si en nuestros corazones no naciste, en ellos creciste y vivirás eternamente”.

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