Columna


A Juanita no le queda nada que empeñar

HENRY VERGARA SAGBINI

11 de diciembre de 2017 12:00 AM

Juanita Heredia quedó viuda cuando a su esposo, el soldado profesional Martín Amaranto, una mina quiebra alma lo desmigajó en millones de átomos, mientras resguardaba el corazón de los Montes de María. Desde entonces esperó, inútilmente, la indemnización prometida por el Ejército, el mismo día que le entregaron, entre tablas, lo poco que recuperaron del cuerpo de su marido.

Además de la cruda nostalgia, a Juanita la acompañaban sus dos hijos: Amparo, nacida prematuramente la misma fecha que se enteró del asesinato, y Francisco Javier, de siete años, quien jamás se desprendía del carrito de madera que su padre le trajo de San Jacinto la última vez que sus superiores le dieron permiso para visitar a su familia en Cartagena.

Juanita aún era bella y briosa, de ojos color miel, trenzas azabaches que pendulaban sobre sus  descomunales caderas, convirtiéndose en la viuda más codiciada del barrio, pero ella decidió  forrarse de luto.

Con sus raquíticos ahorros, compró un enfriador y montó un ventorrillo, pero casi todos los hogares ya tenían iguales rebusques por lo que las ventas apenas alcanzaban para sobrevivir. A finales de cada  mes, Juanita esperaba el temido recibo de la energía eléctrica, pero ese día  el cobro llegó con guillotina a bordo,  anunciando corte inmediato.

Juanita ya había empeñado sus electrodomésticos, el vestido de novia, los aritos de Mamá Tula, el sobrecama que ella misma tejió antes de casarse con Martín. Ahora solo le quedaba el anillo de matrimonio el cual juró llevarse hasta la tumba, pero ante la amenaza de quiebra irremediable, cambió de parecer: tomó a sus dos hijos y se dirigió a la compraventa “La Favorita” de Gabriel  Aristizábal, quien apenas la vio venir, se perfumó medio cuerpo e hizo gárgaras con enjuague bucal.

Con  dolor en su alma, Juanita se despojó del anillo sin decir palabra ante la mirada escrutadora del avaro quien, después de unos minutos, ofreció una suma ridícula  por aquella joya artesanal elaborada por los artesanos de Mompox. -Eso no me alcanza para pagar el recibo de la luz -le dijo visiblemente perturbada.  -Tranquila mamita que todo tiene remedio-, respondió el cachaco mientras le señalaba el catre camuflado detrás de los armarios, donde cobraba los excedentes impagables.

Cuando Juanita Heredia se disponía a cerrar el  trato vaginal, su hijo Francisco Javier, asustado por el resoplar lujurioso del Mono Aristizábal, agarró su carrito de madera y, sin pensarlo dos veces, lo encimó  al anillo de bodas de su madre.



 

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