He sostenido que nuestra sociedad padece un mal peligroso y muy corrosivo: la inmensa capacidad de los asociados para lesionar la dignidad e integridad ajena a través de la calumnia y la injuria. Esta situación no es nueva, de hecho, proviene de épocas inmemorables, pero hoy se siente con más fuerza dado el auge de los medios y redes de comunicación que permiten la rápida y eficiente distribución de mensajes de toda índole.
Aquel fenómeno comunicacional ha generado emprendimientos macabros que van desde el prurito de la simple maldad, hasta complejas formas de extorsión. Es un negocio alrededor de la necesidad indiscutible que tienen los hombres de proteger su patrimonio moral, el honor y la honra, bienes inmateriales cuyo valor es imposible de calcular.
A la mayoría de las personas les preocupa perder su buen nombre, es por lo que trabajan día a día forjando los más significativos valores particulares, sociales y familiares. A algunos, quizá más inteligentes, no les importa lo que los demás quieran endilgarles. Lo que es imperdonable, aunque sea común, es facilitar los canales de emisión o recepción de intrigas y demás comentarios dañinos en contra del prójimo. Muchos creen que es excusable su comportamiento cuando se abstienen de hablar u opinar, pero orondamente prestan sus agudos oídos para la embriagante insidia.
Otros ante la duda sobre la veracidad del chisme, esgrimen sin sonrojo la frase lapidaria: “Cuando el río suena es porque piedras trae”; como si todos no tuviéramos un caudaloso afluente en los hombros con la potencialidad de albergar una sinfonía completa de guijarros. Hay quienes endulzan con virtudes a los que tienen por delante, para finalmente estocar con el punzante “pero...” luego del cual depositan sin asco el maléfico estiércol.
Así viven los chismosos, echándole leña al fuego o más bien fresco a la lengua, desgastando la imagen de quienes los rodean, sin la mínima prudencia y, sobre todo, sin que les conste la información recibida. No imprimen el menor esfuerzo para corroborar lo escuchado, no les importa, lo dan por cierto y se gozan retrasmitiendo el venenoso cuento.
A propósito del tema, recuerdo con precisión la historia que me contó un viejo amigo, referida al chismoso de un pueblo lejano, don Pello, al que le llegaban los lugareños con anécdotas, acotaciones y cuitas. Un día, aquel recibió un rumor poco ortodoxo y escandaloso, relacionado con la conducta del párroco local. El portador del mensaje pedía la opinión del lengualarga sobre los hechos narrados, pero él no podía confirmar la información, pues le constaba el intachable comportamiento del religioso, aun así, su respuesta fue otra mortal sentencia: “¡Jumm yo no creo, pero... ni’an se sabe!”.
*Abogado.
Comentarios ()