Pasamos del buen salvaje de Rousseau al corroncho de nuestros días. Civilización dizque viene de ciudad. El hombre ha sido por naturaleza un viviente urbano, un integrante de la polis. Los ideales eran una isla en la Utopía de Moro. Pero también la ciudad del sol de Campanella.
Babilonia con sus jardines. Bagdad y sus mezquitas, Troya que tanto ha significado por su epopeya y sus dioses pendencieros. Atenas y la inteligencia. Roma y el poder. Ahora Nueva York, estructura financiera, rascacielos y su condición babélica.
Algunas ciudades sin alma, ni identidad han crecido por capricho presupuestal, pero si hasta las viejas metrópolis son evocadas con respeto, también tenían pobreza, basuras, fealdad y eran rincones de plagas y de pestes.
Boleros lacrimosos y tangos tristes se refieren a las ciudades y su magnetismo fatal. Las luces de la polis han atraído palurdos y gentes simples con sueños de progreso. Esa cruel experiencia de dejar al pueblo por la gran ciudad. Donde "en vez de riquezas hallaste tristeza, dolor y maldad". Naufragan sueños, quedan frustraciones.
Los jerarcas del egoísmo que se empinan en el sistema tienen un solo objetivo, convertir el mundo en un inmenso mercado y a los seres humanos en consumidores de todas las cosas.
La esperanza de trabajo se transforma en un rebusque informal, los vecinos conocidos cambiados por seres hostiles que les engañan y atropellan. La seguridad y la prosperidad no existen. Pueden estar los supermercados, fábricas, hospitales, el cine y las calles iluminadas, pero son ajenas.
Parece que muchos no quieren quedarse en un paraje distante, con noches oscuras y tristes donde los cantos de los grillos han sido compañía. La ciudad es la aventura, la alegría, la oportunidad. Se desdeñan los consejos de los viejos indicando que "gallo de pueblo no gana en ciudad". La tranquilidad insípida de la aldea les fastidia. Creen que la vida distinta y ruidosa será favorable.
La ciudad solo significa barriadas miserables de desesperanza. Ese mucho desear y poco conseguir. Las ansias de empleo reducidas a tristes acrobacias en un semáforo, o a humillantes ruegos que nadie escucha.
Pero todos no son desplazados. Hay otros que dejaron de ser cabeza de ratón, para terminar de cola de un león insaciable. Asustados deambulan por aceras congestionadas. Al cruzar una avenida se les nota el cadillo en la ropa y el matarratón detrás de la oreja. Son inconfundibles. Al igual que los cachacos cuando caminan descalzos en la arena, su andar es inseguro.
Esos campesinos aturdidos se pueden identificar fácilmente. Su atuendo y su andar son especiales. La ciudad, como la guayabera, es vestimenta ritual del caribe. Para usarla a cabalidad, es necesario haber jugado béisbol y tener el swing para bailar bien una guaracha. Un cachaco y un campesino no pueden con ella.
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