No hay nada más ridículo que la decoración navideña en el Caribe. Al menos la que hemos terminado aceptando. Es tan contradictoria y absurda que ya no se sabe bien si diciembre es un homenaje de treinta y un días a la Nochebuena o al Día de los Inocentes. Chiste consciente o complejo de inferioridad cultural. No me explico otras razones por las cuales seguimos adornando nuestras casas y apartamentos con papanoeles de barbas cenicientas y abetos artificiales rociados con nieve en aerosol.
Me cuesta imaginar al pobre Santa Claus volando sobre un mar de láminas de cinc, buscando –sin encontrar– una chimenea por donde meterse a repartir sus regalos. Aquel viejo tendría que entrar a las casas por los patios, esquivando macetas, tendederos de ropa y trastos antiguos. Todo eso mientras suda a chorros bajo el grueso traje rojo, porque las brisas frescas de fin de año no bastan para enfriar un cuerpo acostumbrado al hielo del invierno. Unos metros más arriba, amarrado al trineo, Rodolfo, el reno de la nariz brillante, empezaría a sentirse como un completo inútil ante el cielo despejado de la costa.
Aún más estrafalarios me parecen los muñecos de nieve con nariz de zanahoria que algunos ponen en sus terrazas. Hechos de plástico, como los arbolitos en la sala, los desconsolados muñecos soportan el fuego del mediodía en una especie de escena surrealista. Dan ganas de ofrecerles un vaso con agua y pedirles perdón por traerlos a las antípodas de su reino polar.
Anteriormente la Navidad en el Caribe era una tradición que se contagiaba de la imaginación popular. La gente solía talar manglares y pintarlos de colores exóticos para tener un sitio bajo el cual amontonar sus regalos. Otros, más amigables con el medio ambiente, decoraban los árboles de sus patios: el guayabo se llenaba de serpentinas, el matarratón de estrellas y bolitas brillantes. Hoy en día son pocas las calles donde todavía se elaboran arcos de bolsas de tienda y se sigue deseando en las paredillas un próspero año nuevo.
Incluso el pesebre, que era lo que más se aproximaba a nuestra geografía, ha cedido a la ornamentación estrambótica. Rodeado de pastores de camellos, pistas de hielo y casitas con gabletes y aleros atestados de nieve, nace un Niño Dios de piel lechosa, ojos azules y cabellos nórdicos. El rey Baltazar acaba siendo el único y solitario embajador de la gente que armó el pesebre en la sala. Tal vez sea demasiado pedir un lugar frente a un mar de algodón o papel celofán, que tenga palmeras en lugar de pinos y arbustos donde proliferen los perros callejeros, los gatos de nadie, el conejo, el chivo y la guartinaja. No creo que sea mucho pedir un espacio de tierra y sol donde la brisa llene de polvo las casas. Ese polvo: la nieve del trópico.
*Escritor
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