Columna


La pausa del miedo

GERMÁN DANILO HERNÁNDEZ

03 de marzo de 2020 12:00 AM

Los seres humanos nos acostumbramos a ritmos de vida vertiginosos, a permanecer en una constante lucha contra el tiempo; a una velocidad con la que pensamos y actuamos que conlleva a rivalidades, enemistades y confrontaciones. Cualquier motivo justifica la necesidad de acelerar el paso y las emociones: estudios, trabajo, mayores competencias profesionales, sobresalir, llegar primero, no dejarse del otro, ganar, y nunca dejar de correr.

Esos condicionamientos individualmente asimilados, se replican en la organización social, en unos casos con mayor intensidad; por eso en algunas ciudades y países los extremos niveles de estrés hacen parte de su paranoica cotidianidad.

La gente camina atropelladamente en las calles, los vehículos transitan a velocidades de vértigo, las chimeneas de las industrias no paran de contaminar; en las bolsas de valores se gritan alzas y desplomes; el sonido de las cajas registradoras es atronador, y las ansiedades se apaciguan con estridencias musicales y pasiones desbordadas.

Pero esas dinámicas tan perturbadoras como socialmente aceptadas, que parecieran no tener posibilidades de control, encuentran su talón de Aquiles. Se detienen abruptamente ante el único sentimiento capaz de paralizar al hombre: el miedo.

El acelere individual se frena en seco frente a circunstancias extremas o impactos emotivos originados en ausencias o padecimientos, convertidos en miedos. Cuando aparecen dan lugar a una percepción del entorno más mesurada y a mayores dosis de introversión.

Cuando ocasionalmente el miedo se convierte en pánico, literalmente puede detener al mundo. Es eso lo que está pasando en muchos países, donde la incertidumbre, convertida en virus, hizo casi realidad las escenas de una película, en la que un personaje podía poner en pausa la vida a su alrededor, haciendo uso de un mágico control remoto.

Muy pocos podrían imaginar que el presuroso y tumultuoso ritmo cotidiano de ciudades en China, luego en países de Europa y más recientemente de Norte y Sur América, sucumbiera, por efecto especulativo, a la desolación y a la conversión en urbes fantasmales, mientras millones de habitantes se refugian entre las paredes de sus hogares, evitando el mínimo contacto con vecinos.

¿Dónde quedan las razones para el apremio permanente, el descontrol, los codazos y las carreras por llegar primero? ¿Qué pasa con el voraz apetito de producción y acumulación de riquezas, cuando la única alternativa para todos es el encierro?

Por el Covid 19, muchos hijos volvieron a ver a sus padres en casa y el aislamiento obligatorio ha revitalizado amores que la cotidianidad había distanciado. Cuando todo esto pase, la humanidad tendrá que recordar que el miedo, cubierto con tapabocas, nos dio la pausa que siempre nos negamos.

*Asesor en comunicaciones.

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