Columna


La quemada de peñaranda

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ P.

04 de julio de 2020 12:00 AM

A veces quisiera saber qué habrá sido de la vida de un cachaco apellido Peñaranda, quien estudió conmigo en la escuela de banquitos de la seño Matilde, en el barrio Getsemaní, cuando apenas se iniciaba la década de los 70.

Este cachaco, que cada tarde desaparecía en inmediaciones de la calle del Pedregal, tenía la extraña virtud de ser un embustero formidable: todos los días me contaba las incidencias de la película “Queimada” (no sé por qué le decían “La Quemada”), que se estaba estrenando en el Teatro Cartagena, cuya clientela era desbordada debido a que el film había sido rodado dos años antes en escenarios de esta ciudad y con gentes de las zonas populares, que obviamente querían verse en la pantalla grande.

Así que Peñaranda todos los días me describía un incendio inconmensurable, en medio del cual un capitán asustado no sabía qué hacer. Se montaba en un caballo, se bajaba, corría y gritaba, mientras la conflagración iba arrasando con todo, menos con el grito de la seño Matilde conminando al narrador a que guardara el orden.

Unos veinte años después, en las buenas épocas del Festival Internacional de Cine de Cartagena, tuve la oportunidad de ver la película y de comprobar dos cosas: primero, Peñaranda no se la había visto en los tiempos de la seño Matilde; y segundo, estuve en presencia de un posible prospecto de actor, guionista o escritor, puesto que su imaginación, capacidad narrativa y gesticulación casi que eran suficientes como para que no fuera necesario pagar una boleta en el Teatro Cartagena. Me pregunto si durante todos estos años tuvo la oportunidad de canalizar, mediante el arte, esas habilidades que le permitían crear historias como sacando palomas de un sombrero.

El mentiroso formidable volvió a mis recuerdos ahora que estoy leyendo ‘El hombre que hablaba de Marlon Brando’, la más reciente novela del colega John Jairo Junieles, quien logró una plausible recreación de la época en que se filmó ‘Queimada’ en nuestros predios, al margen de las parrandas en las que participaba Brando tocando los tambores en Chambacú, Torices, Getsemaní o Lo Amador, donde más de una mulata recibió los embates de la líbido de un actor que ya era leyenda a nivel mundial.

En la saga de Junieles, un periodista llega a Cartagena a recoger los detalles de que lo que fue el rodaje de la película y la presencia de Brando entre la masa populachera, pero el hallazgo del cadáver de una hermosa cantante hace que su atención se desvíe del objetivo primigenio.

No obstante, el desarrollo de las pesquisas es también una película que se va desenvolviendo con cierto sabor a nostalgia, que no es tan fácil de espantar por todo lo que significó ese periplo para vida social y cultural de Cartagena. Considérenla un buen antídoto contra la pandemia.

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