En los pueblos y veredas del Caribe colombiano existía solidaria y elemental costumbre que hoy recuerdo con profunda nostalgia: cada hogar poseía una totuma de regular tamaño, guardada boca abajo en sitio visible de la cocina, destinada a la solución exprés de problemas alimentarios propios de la familia.
Cuando la abuela verificaba la extinción de la papeleta de café, el arroz no alcanzaba, aceite muy poquito, se acabaron panela y limón para el guarapo, enviaba a un hijo o nieto entrenados con instrucciones precisas, haciendo efectivo el minúsculo préstamo de última hora.
Y así como solicitaban ayuda, de la misma manera, muy rápidamente se devolvía la totuma con lo que fue prestado. “No olvides llevarla cuidadosamente”, recomendaba la abuela. “Asegúrate que no falte nada, encímale las gracias, el abrazo y un ‘Dios se lo pague’”, añadía”.
No se firmaban letras ni recibos, tampoco requerían fiadores, referencias comerciales ni consultaban las centrales de riesgo. Fluían afectos oportunos y silenciosos, guiados por aquella totuma convertida en la ahuecada mano de Dios, garantizando el pan nuestro de cada día impregnando con la nobleza del labriego que solo recoge lo que se cosecha: “Hoy por mí, mañana por ti”.
Una tarde ocurrió en mi presencia un hecho imborrable y sublime. La vecina de enfrente de nuestra casa en Calamar, Bolívar, era una viuda muy necesitada que se echó al hombro la carga de tres nietos. Juan Esteban, el mayorcito, llegó con la famosa totuma, devolviendo el préstamo de los alimentos de la semana pasada. El joven, pálido y triste, miraba el recipiente con los ojos llorosos y desamparados mientras se lo entregaba a mi abuela, Isabel Radi de Sagbini, agregándole el infaltable: “Dios se lo pague, doña Isa”. En ese instante, mi abuela, como todas las abuelas de nuestras comarcas, adivinas y sabias, aprovechó el momento para darles a sus nietos, que la acechábamos jadeantes frente a la cocina, una lección de genuina solidaridad: “¡Muchacho!, jamás me vuelvas a decir ‘Que Dios se lo pague’, en esta casa, que desde hoy es también la tuya, Dios ya nos pagó por anticipado. Aquí no falta amor, educación ni alimentos en la mesa, tenemos un buen cobijo, gozamos de salud… ¿para qué más? Apenitas estamos devolviéndole a Él tanta indulgencia. Regrésale la totuma repleta a tu abuelita y tráela, para llenarla cuantas veces sea necesario pues, la deuda que tenemos con Dios, no la saldaremos en esta ni en la otra vida”.
En este país de insaciables carruseles y carteles, la totuma de la abuela, humilde y generosa, fue remplazada, sin miga de remordimiento, por bacinillas sin fondo ni misericordia.
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